Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
A la memoria de Manuel Vázquez Montalbán, en el XIX aniversario de su muerte
April is the cruellest month, breeding
Lilacs
out of the dead land, mixing
Memory
and desire, stirring
Dull
roots with spring rain.
T. S. ELIOT, The Burial of the Dead
Charo
me esperaba sentada junto al mostrador. Hacía dos años, había
decidido escapar del hotelito rural, de Andorra y de mí, porque
Andorra estaba demasiado cerca del detective y yo no era suficiente
para romper amarras. Así que se parapetó tras unas gafas minúsculas
de concha multicolor, se rodeó de libros y se encerró, gozosa de su
silencio, en la más perdida biblioteca de La Pampa.
Aún
me resultaba una incógnita cómo había conseguido el empleo, tan
sorprendente para mí como oírle decir a Pepe que ella se había
licenciado en literatura por la Universidad a Distancia sin que nadie
lo supiese, ni siquiera sus compañeras.
«Yo
quemo libros y resulta que ella los adora; ni en eso nos entendemos»,
había sentenciado Pepe en Can Lluís, mientras se fumaba un Cerdán
después de que hubiéramos dado cuenta de una olleta d'Alcoi y una
espalda de cabrito asada.
—Necesito
que lo busques —dijo Charo a modo de saludo, como si en lugar de
dos años apenas hubieran pasado dos minutos desde la última vez que
nos vimos.
Estaba
guapa, le sentaba bien Argentina, o quizá la soledad.
—¿Por
qué quieres que encuentre a Pepe?
—Manolo
ha muerto, de un infarto en el aeropuerto de Bangkok; una ironía.
Yo
ya me había enterado.
—Necesito
saber si Pepe está bien, si será capaz de superarlo. Primero
Bromuro, luego yo, después Biscuter, más tarde yo otra vez y para
siempre, y ahora esto... demasiadas pérdidas para un alma cansada.
Quiero que luego vuelvas y me lo cuentes, tal vez entonces...
Se
dio la vuelta y echó mano a un libro que tenía sobre la mesa, como
si estuviera sola, como si yo fuera un fantasma que había regresado
del más allá para cumplir una misión. Milenio,
leí en la portada. Luego se levantó. Mantuve fija la mirada en la
rotundez de sus caderas y recordé con añoranza el amor de sus
pechos. Nunca me quiso, para ella jamás habrá más que un hombre:
Pepe, el mismo del que salió huyendo dos veces, el que ahora se
había quedado huérfano para siempre sin nadie que continuara
narrando su historia, que tan siquiera la concluyera con un hermoso
epitafio a la altura del personaje. Manolo había muerto y Pepe
estaba condenado a vagar eternamente por el limbo de los héroes
inacabados. A pesar de todo, le envidié, porque al menos Charo
—aquella puta madura, como gustaba llamarse a sí misma— le
seguiría amando como nunca querría a nadie; los demás no fuimos
para ella más que clientes y, ahora, había cambiado de profesión
para siempre: Rosario García López, bibliotecaria. Y aunque aquel
«tal vez» se materializase en algo distinto de un «quizá»,
seguiría sin amarme.
[2]
—Los
políticos son todos iguales, y él no lo entendió nunca —musitó Pepe, sentado a la mesa en Casa Leopoldo, en Barcelona, frente a
un plato de angulas con jamón de pato.
Ante
mi gesto de interrogación, me dio el periódico. Una foto de Manolo
flanqueada por las declaraciones laudatorias de Pilar del Castillo,
Eduardo Zaplana, Luis Alberto de Cuenca y otros insignes
representantes del Partido Popular.
—Era
un ingenuo y ha muerto como tal. Ahora ellos se deshacen en loas. La
gente que gobierna es siempre igual. Hasta Aznar dirá que era un
genio, cuando hace una semana le hubiera expulsado de España para
siempre con tal de que dejara de clamar contra la guerra de Irak. Son
mutantes reproducidos y degenerados de la misma ameba original. ¿Has
comido? —me preguntó, cambiando bruscamente de tema.
Me
senté a la mesa y, sin que pidiera nada, al poco el camarero me
colocó delante un plato de sepias salteadas. Hace mucho que aprendí
que discutir de comida con Carvalho es una pérdida de tiempo y la
mejor manera de conseguir su desprecio. «Ningún ser humano
indiferente ante la comida es digno de confianza», le había oído
muchas veces.
—Te
manda Charo, ¿verdad? ¿Dónde está?
—No
me jodas, Pepe, no me pidas que te cuente eso.
—Tienes
razón, ella nunca te perdonaría que me contaras que está en
Argentina, acunando libros en La Pampa, como antes acunó hombres
contra sus pechos. Dime al menos cómo está.
—Mucho
más guapa que cuando hubiera bastado una palabra tuya para tenerla
para siempre. Y tú, ¿cómo te encuentras?
—Pesimista.
Así le gustaba a él escribir que era: un tipo lleno de pesimismo materialista histórico. Y es verdad, Manolo me forjó así, quizá porque sabía
mejor que nadie que no podemos hacer nada para frenar las
destrucciones. Es inútil que hayamos convertido todo en especie
protegida: los pingüinos de Argentina, las selvas amazónicas,
Lanzarote, los glaciares... todo menos al hombre, especialmente si
nace en Afganistán, en Etiopía o en Irak, o quién sabe mañana. En
mi último viaje me sentí como un viajero romántico del siglo XIX,
hilvanando las mismas desgracias aunque fuera en avión. Lo superaré,
los pesimistas lo superamos todo menos la felicidad.
—¿Qué
harás ahora?
—No
sé, un mutis, ni siquiera puedo morirme. Subiré a Vallvidrera y
encenderé la chimenea con Los
pájaros de Bangkok;
será
mi último homenaje. Luego ya veremos. En el fondo creo que me
hubiera gustado ser como él, morir como un hombre de izquierdas,
como un suicida, porque todas las izquierdas son suicidas, de
palabra, obra, pensamiento, omisión y memoria.
No
entendí lo que me quería decir, pero eso nunca tuvo mucha
importancia con Pepe: jamás hablaba para que se le entendiese, ni
siquiera solía hablar, se limitaba a escupir las palabras.
—Dale
un beso a Charo de mi parte y dile que siento haber sido tan
gilipollas. Nunca le dije que abril era el mes más cruel. Nunca le
dije que siempre quise leer hasta entrada la noche, y en invierno
viajar al sur.
Lo
dejé allí, sentado con la mirada perdida en sus pensamientos, y me
marché. No creo que vuelva a ver a Carvalho, y me duele saber que en
unas horas estaré frente a Charo sin saber qué decirle, o intuyendo
que, le diga lo que le diga, ella ya lo sabrá de antemano. En
Barcelona es octubre, pero es abril en mi corazón y siento frío.
Quizá todo sea distinto en La Pampa y puede que, mientras aquí es
invierno, yo esté viajando hacia el sur.
Javier Luque |
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