Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
Foto: Santi Otero, Exhumación de víctimas del franquismo en el monte de Estépar |
El médico de familia entró en la cocina con cara de circunstancias. Un enjuto hombrecillo que representaba a la perfección la definición exacta de su oficio.
A punto de jubilarse, contaba más de cuarenta años en el pueblo y
conocía a la familia como si formase parte de ella. Él la había ayudado a
dar a luz a su hija Mirian.
–Lo siento mucho, calculo le
quedan cuatro o cinco días. Tan sólo deseo que deje de sufrir cuanto antes
–sentenció el galeno a modo de despedida.
–Don Anselmo –dijo entonces
Elena–. ¿Y esa obsesión?... Lleva días repitiendo siempre lo mismo: “Hasta que no
cierre el joyero, no me iré tranquila”.
–Probablemente, la propia
enfermedad ha acelerado una demencia senil incipiente –contestó el doctor tras
meditarlo un poco–. Llevádselo al hospital y colocadlo cerca de su cama. Que
ella lo vea cerrado, quizás eso la calme y la ayude a irse en paz.
Con una inoportuna sonrisa, Elena recordó la joya que su madre
llevaba atada al cuello en su fina cadenita de oro. Su bien más preciado. Una
cajita en forma de corazón cuyo interior atesoraba una foto de Manuel, su
marido, donde solía guardar la llave del pequeño joyero. La misma que llevaba
años perdida.
La
exhumación
La
joven Mirian corría en dirección al hospital tan rápido como le era posible. En
su puño cerrado, blanqueado por la presión, portaba un trofeo. Algo por lo que
había luchado durante años.
Irrumpió en la habitación y, sin tregua para recobrar el aliento,
fue directa a su madre, sentada junto a la cama, la mano de la abuela
delicadamente abrazada entre sus dedos.
Diez días transcurrían desde su ingreso. Cinco desde que su
particular mantra obsesivo había cesado, fruto de las odiosas pero benditas
drogas.
En la mesita, el joyero. Cerrado. Vacío.
Las enfermeras no paraban de insistir, apenadas: “Es una mujer muy
fuerte. Nunca habíamos visto tanto aguante”.
–Mamá, ¡por fin! –dijo Mirian
de forma atropellada–, el juez ha ordenado la entrega de los objetos personales
a los familiares. Traigo la joya del abuelo – dijo señalando la réplica en el
pecho de su abuela–, por fin sus restos descansarán en paz.
Elena se sorprendió. Con todo lo que estaba pasando, casi había
olvidado el proceso. Años de tediosa lucha por la exhumación de los restos de
su padre en una olvidada cuneta, fusilado durante la guerra. De hecho, había
sido la valiente Mirian, su pequeña e inagotable activista, la que se había
dejado la piel en ello. A Elena la superaba la burocracia; y más desde que su
madre enfermó.
Mirian aflojó el puño, mostrando un pequeño corazón dorado. Elena
soltó casi por primera vez en diez días la mano de su madre y tomó con extrema
delicadeza la abollada cajita.
Estalló en llanto nada más abrirla. La foto de su madre, con
apenas dieciocho años de edad, se había conservado sorprendentemente bien. Una
inmensa sonrisa predominaba en su rostro.
–¡Mira, mamá, tu nieta lo ha
logrado! –dijo dirigiéndose a su madre, pensando en el precioso vínculo que
unía a aquellas generaciones tan dispares en apariencia, pero tan luchadoras en
esencia.
Su rostro permaneció inmutable. Ningún atisbo de esperanza.
Una enfermera había entrado en la habitación y observaba la escena
con profunda tristeza. Tras días atendiéndoles, les había cogido especial
cariño y, sin poder evitar las lágrimas, les regaló una piadosa mentira:
–No dejen de decírselo. Los
médicos aseguran que, aun en su estado, tienen pequeños momentos de lucidez.
Estoy segura de que ella lo escuchará y entenderá.
Epílogo
Elena
despertó sobresaltada. Se había quedado dormida sobre su madre.
Se incorporó de golpe, tirando accidentalmente el joyero sobre la
mesita, lo que despertó a su hija, acomodada a duras penas en la incómoda silla
auxiliar.
Un profundo temor estalló en su interior. Un presentimiento como
sólo el vínculo materno puede germinar. Miró los ojos de su madre y confirmó
sus miedos.
María se había ido tras once días de inaudita lucha final.
La desesperación se la llevó por completo. “Se acabó, mamá”,
pensó, “por fin descansas junto a papá.”
Pero esta vez su pensamiento no la atormentó, porque algo más
había cambiado. Algo inesperado le transmitía una contradictoria sensación de
alegría.
María sonreía. Una expresión de paz recorría su semblante, como en
la foto en blanco y negro del corazón dorado.
Se agachó para recoger el joyero y, al hacerlo, algo se movió en
su interior. Ya no estaba vacío.
Miró de nuevo a su madre y no pudo más que emular su ya eterna
sonrisa.
Javier Novials |
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