Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato
Foto: Madrolly, Control del pulso a mujer desmayada inconsciente |
¡Parecía una mandarina!,
dijo el niño que la encontró desparramada sobre la escalera del parque. Tras
superar el miedo de acercarse, puso una mano sobre su frente con tacto
delicado, materno, la deslizó luego a los pómulos buscando calor de vida hasta
pasar el dorso a lo largo de las fosas nasales, aturdido por el vapor, cruzó
rápidamente la misma mano para santiguarse, como si estuviera más espantado por
sentir vida que por haber encontrado muerte. “Amarilla como una mandarina”,
anotaron los policías, sin nadie más a quién interrogar.
Cécile pensó en la madre de
la madre desmayada treinta años atrás en el metro de París. Mismo síncope,
misma palidez amarillenta, los buenos de los médicos franceses, llevados por
intuición y por capricho, culparon al calor de ese verano histórico. Grégory,
malabarista belga entre vagones, la encontró esa mañana desvanecida, con medio
cuerpo en las sillas, medio cuerpo en el suelo, Comme la feuille d'une
tournesol, explicó a los policías. Como un pétalo, ¿Así de amarilla?,
preguntaron, Y así de frágil, respondió. Él mismo la sacó a rastras hasta el
andén de la estación Argentine, mientras vio con el rabillo del ojo a sus
pelotas de malabar perderse a ritmo de tren en el interior del vagón. Retazos
de una historia contada por su madre acerca de la abuela franco-española tan
desfallecida y amarilla como una mandarina, como un girasol, como ayer su madre
en el parque.
Al asombro médico de no
saber qué hacer con la mujer en cuidados intensivos se sumó llanto de persona
despierta; fue precisamente el rostro satinado un sosiego para enfermeras y
especialistas, advirtiendo en el cuerpo, con escasos signos, más vida de la que
pensaban. Aún no cruzaba el umbral entre conciencia y coma, podía sentir sus
manos, pinchazos de agujas, comentarios y murmullos, pitidos de máquinas, pasos
entrando y saliendo, Cécile, ¿dónde está Cécile?, quiso decir pero no fue
capaz, ¡Cécile!, quiso gritar, pero la intención no superó a su garganta, ni
siquiera un soplo de disgusto fue posible. Resignada por el mundo de afuera,
decidió irse al mundo de adentro, el último abrazo con Cécile, ¿cuándo la vio
feliz?... Cécile sonríe poco, parece más máquina que persona. El primer abrazo,
el primero verdadero, el para siempre recordable fue en el regazo de Dionisio,
recuerda su chaquetón helado aplastando su vestido rojo de algodón, se besaron
con labios resecos y caminaron tomados de la mano como si no importara la
nieve, anestesiados de romance. Dos años después nació Cécile.
Dos hijas en tiempos
distintos esperando a dos madres desmayadas y amarillas. Lo que haya sucedido
en el parque hace algunas horas, lo que haya sucedido en el metro treinta años
atrás parecen ser una misma cosa, Parece que llevamos adentro un bicho, pensó
Cécile, mientras miraba el interior de sus manos, buscando rastros de palidez,
explorando si no le llegaba también su momento de vértigo, ¿estarán condenados
sus hijos, los hijos de sus hijos? El recepcionista levantó la cortina para
dejar entrar luz de día, Cécile ha estado cuatro horas sentada en la misma
silla, ocupando con sus pies dos cuadros de baldosas, uno marrón, otro blanco,
desagradable ajedrez. Crujieron sus rodillas al ponerse en pie, crujieron
también las de su madre viviendo el mismo desconsuelo en el pasado. Las últimas
palabras antes de despedirse esa mañana fueron por teléfono, Quedaron lentejas
de ayer. Quedaron lentejas de ayer, así se acaba una relación, en una frase
inútil, tan cotidiana, tan delicada, la comida es un mensaje de amor, siempre.
La puerta se abrió con
chirrido de maderas, dos médicos entrando, uno saliendo y torpe choque a tres
bandas, cada uno finalmente humano, tomando del suelo aquello que el otro dejó
caer. El especialista de mamá, murmuró Cécile con espanto, los tres ya de pie
conversaron y sonrieron, habitual para ellos, como cualquier día en la oficina.
Viene hacia mí, pensó, ¿malas noticias?, ¿por qué sonríe?, en el camino fue
atajado por enfermeras, ¡Una firma aquí y aquí!, con las manos en el aire sobre
documentos en tablillas, “Signe ici, docteur!”, dirían también a su madre,
mientras la abuela cruzaba el umbral de la vida. Con buenas noticias la
urgencia es diferente, el vigor, la prisa por compartir un éxito, la esperanza
del tiempo, pero Cécile sumergió la ansiedad en la cámara lenta del agobio, su
madre, treinta años atrás simplemente cayó en llanto sobre el asiento y abrazó
sus rodillas, el médico se acercó, igual ahora que antes, en idiomas distintos.
El bombillo continuó apagado, aquí y allá.
Camilo Molina |
Genial!!! Bello texto, lleno de sentimientos. Felicitaciones al autor. Abrazo grande
ResponderEliminar¡¡Muchas gracias de parte del autor, Mariano!!! Un fuerte abrazo
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