Foto: Tutograma |
Escuché el portazo desde el piso de arriba. El
ruido estridente y seco que se adueñó de toda la casa fue lo más parecido al
grito que no te había oído dar nunca. Había llegado un punto en el que nos
comunicábamos a través de los muebles, y en ese momento comprendí que era tu
manera de despedirte.
Solo se escuchaba silencio. Un
silencio atronador, únicamente interrumpido por las suaves gotas de lluvia que
repiqueteaban contra las ventanas cerradas. Aún con los músculos agarrotados
por la tensión, empecé a caminar despacio por el pasillo que conducía a las
escaleras para ir al piso de abajo. Al silencio y a la lluvia se le unió el
ruido que hacían mis pies al pisar el parqué del suelo. Sonaba como una risa
burlona que te lleva advirtiendo desde hace días, y que finalmente dice
triunfante: “Te lo dije”, y que no
puede estar más orgullosa de llevar razón. Casi me sentí estúpida cuando me
encontré chistando al suelo con las mejillas encendidas por la rabia. A cada
escalón que bajaba, notaba cómo el peso de la casa vacía caía sobre mis
hombros. Irónicamente, todo seguía en su sitio; los muebles, las fotos, el
polvo. Nada se había movido ni un solo centímetro. Sin embargo, el vacío y el
silencio mantenían una lucha soterrada por hacerse con el gobierno de aquel
lugar. Los cimientos y las paredes se estremecían a cada paso que yo daba,
intuyendo que se avecinaba un golpe de estado.
En la mesa de la cocina
descansaba intacta una taza de café recién hecho y humeante. En ese momento
comprendí que era tu manera de pedir perdón. No quise tocarla, por si de alguna
manera eso rompía por completo lo único que te acababa uniendo a todo esto.
Como si haberte dejado el café sin beber fuese tu única excusa para volver. No
me atreví a fijar la mirada en la puerta de la calle, no quería que me dijera
que realmente habías preparado esa taza de café para que yo me acabara ahogando
en ella.
Mientras se libraba una
batalla encarnizada por proclamarse Rey de la casa, no pude evitar fijarme en
el jardín y en las gotas de lluvia que lo bañaban. Un jardín descuidado, como
tú y como yo, que ha ido cayendo poco a poco en el olvido. Al principio no se
nota. Solo crecen un par de malas hierbas y alguna que otra planta se va
secando. Sin embargo, con el tiempo te das cuenta de que las raíces de las
malas hierbas han crecido tanto que ya es imposible arrancarlas del corazón del
suelo. Y de repente, cuando te das cuenta de que el césped está seco, y de que
no quedan ni los restos de lo que fue en su día, es cuando te preguntas: “¿Qué nos ha pasado?”
El silencio empezó a recorrer cada habitación, llevándose por delante la
lluvia y todo lo que estaba en su trayectoria. Ya teníamos ganador. Moviéndose
como una serpiente que lleva al acecho, esperando a hacer su movimiento maestro,
mucho, mucho tiempo. Apagando todas las luces y cerrando todas las puertas.
Llevándose consigo las conversaciones guardadas en las paredes. Cerrando las
persianas, convirtiéndolo todo en penumbra. Preparando su dulce venganza con
delicadeza, advirtiendo divertido de su siguiente movimiento. Se apoderó de
toda la casa en cuestión de segundos. Se bebió el café, aún caliente, de un
trago y se fue acercando a mí,
meciéndose con sensualidad. Como si de un invitado se tratara, se situó de pie,
tras de mí. Comenzó a jugar con mi pelo, susurrándome al oído que no ibas a
volver.
Y no se equivocaba.
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