domingo, 10 de junio de 2018

Los tiempos de Diego......Ur Olivero

para Sol Astromujoff.

Foto: Muelle de Nicaro, Mayarí (www.radioangulo.cu)
Dale tiempo, Diego, dale tiempo, le dije, porque si se lo daba el tiempo mismo curaría todo eso, no se le rebelaría, le sustraería más de un problema con justicia. Ese mequetrefe de Matos un día saldría de allí y ya no lo ampararía ni el uniforme, y cuando le llegara el momento, cuando le llegara su momento, sabría lo que era valerse del uniforme para chantajear y medrar a costa de los que estábamos allí cumpliendo condena. Y el día le llegó; hasta cierto punto yo me alegré de que así fuera, porque ese hijo de puta se lo tenía merecido, se lo tenía bien merecido, como aquél que dice.
Diego ya estaba trabajando en el puerto, a Diego todo eso de los barcos y los muelles le entusiasmaba, desde fiñe su fantasía era trabajar en el puerto en uno de esos barcos que venían a Lengua de Pájaro a buscar níquel y cobalto para llevarlo a la Unión Soviética.
Esta tierra es de muchos minerales, y los minerales nos han abierto muchas puertas, menos mal porque el turismo escasea y no hay otras industrias por aquí tan ventajosas como la del níquel. El trabajito le costó lo suyo, porque eso de cargar con el peso de los antecedentes penales era un fastidio, no querían darte trabajo si habías estado preso, y si te lo daban, cualquier cosa que saliera mal, uno era el culpable si había estado en la cana. Esa prisión en la que nos pasamos unos buenos años, y eso de buenos años es un decir, era un nido lleno de rabias y de malas energías. Había gente allí por boberías, que si uno las contaba, a la gente de fuera le costaba creer que por esa simplería te hubieran encadenado a la sombra, pues así era, por el asunto más nimio te perdían allí dentro y eso era una mala marca para toda la vida, como aquél que dice.
A Diego le costó, pero gracias a que un amigo de un primo suyo trabajaba de cocinero en el puerto, le dieron ese chance y entró a currelar como ayudante de mantenimiento de los barcos que venían de otros países. Ahí mismo fue donde conoció a Kenia.
Kenia tenía un hermano trabajando en el puerto y Diego lo conoció en el comedor. Por aquel decir de que uno cuando tiene de vecino al que comparte su mesa, se pone a conversar, y poco a poco fueron trabando amistad, y un día el hermano de Kenia, que tenía una chalana, lo invitó a pescar a las costas de Bahía de Carnerito. Se fueron a pescar y se lo pasaron por allá fenomenal, me contó, y el tipo va y le dice
“Oye, Diego, ¿por qué no te vienes este fin de año a mi casa y te lo pasas con nosotros?”
Y como Diego no tenía familia y pasarse un fin de año solo es una tristeza del carajo, pues que sí, que encantado. Jaime sabía que no tenía familia y que estaba solo. Su padre se había ido por el Mariel cuando el éxodo del 80, y su madre se había muerto de un cáncer de mama cuando él estaba en Playa Manteca, parece que los médicos no pudieron hacer nada. Y Diego se quedó solo porque era hijo único, pero no era un tipo triste ni te llenaba la cabeza de ideas grises cuando te encontrabas con él por ahí, al contrario, te alegraba verlo tan animoso y tan dispuesto siempre.
Ese fin de año fue cuando conoció a Kenia, aquello fue un arponazo, palabras de Diego, a primera vista. Diego le contó la verdad, le dijo todo lo que tuvo a bien decirle, y a ella no pareció importarle ese pasado en las cárceles. Se reía con él y le parecía un tipo interesante, por cómo Diego miraba y sentía las cosas. Kenia era una preciosura. A Diego le encandilaron sus trenzas y el color azabache de sus ojos y la forma del rostro, esa forma en la que se adivinaba, sin forzar mucho la imaginación, algún antepasado del grupo de los taínos.
Él ahorraba y ahorraba para poder casarse un día en la iglesia de Mayarí, ese era otro sueño de Diego, y envejecer cerca del mar, con la brisa meciéndolo cada noche, decía. Jaime consideraba que su cuñado era un poco dado a las fantaseaderas, y Diego le contestaba que esa huella venía de cuando tenía que pasarse noches y noches leyendo novelas para no aburrirse, para espantar a las ideas malas y peligrosamente caprichosas.
Esa casita en la que vivían era un primor, como aquel que dice, daba gusto visitarles porque los dos eran muy generosos, y casi hasta podía decirse que dormían sin cerrar ninguna ventana, ninguna puerta,
“¿Que me van a robar? Lo importante que uno pueda tener no está fuera, está aquí dentro”, y se tocaba el sitio por donde anda el corazón. Y los que lo escuchábamos lo entendíamos, entendíamos bien lo que quería decir cuando se tocaba por el sitio del corazón.
Aquella mañana, como tantas otras, se fue a trabajar al puerto. Después de dejar a su hijo Fabián en el colegio, fue a tomarse un café al comedor del puerto, como muchas veces hacía. Un hombre muy acicalado se le acercó y le preguntó que si él era Diego Pastor,
“Yo mismo soy. ¿Algún problema se presenta?”
Y el hombre, después de enseñarle una placa de poli secreta, le dijo que tenía que acompañarlo a la comisaría de Mayarí, que tenían que hacerle unas preguntas, que no tuviera cuidado pues en breve podía regresar al trabajo. Diego se fue al mostrador, pagó el café y le dijo a Mercedes, la cocinera, que la cantina del almuerzo del día anterior se la traería al otro día, que con los apuros de llevar a su hijo al Calixto García y la pataleta de su hija por un dolor de muelas, se le había pasado, que mañana sin falta se la devolvería.
En Mayarí fue una invasión de preguntas y suspicacias que Diego nunca pudo entender. Él no sabía nada del teniente Matos desde que salió, y las discusiones que habían tenido dentro del penal de Playa Manteca eran sólo eso, discusiones que se pudrieron allí dentro sin mayores destinos. Le preguntaron que cómo había conseguido ese trabajo en el muelle de Lengua de Pájaro, que por qué desde que salió había faltado a dos trabajos voluntarios de Domingos Rojos dos años atrás, que a fe de qué se reunía con un grupito detrás del estadio de pelota si ese grupito no estaba bien considerado en el barrio, que ese grupito no hacía nada por los valores de la Revolución y eran unos desagradecidos.
Tiempo después se preguntaba por qué tanta fijación con él,
“No dejan que uno se haga su propio caminito, Duarte. Si la gente que le hizo eso al teniente Matos me hubiera pedido mi parecer, no sé si me habría negado, tú sabes que yo no le tengo miedo a nada, que no tengo miedo por lo que me puedan hacer sino por lo que pueda hacer yo, te juro que no me llegó ni un rumor de que le estaban preparando la cama a ese hijo de puta. Se lo tiene bien merecido el hijo de puta ése. Tú sabes todo el mal que nos hizo allí, en aquella cloaca de Playa Manteca.”
Y al recordar aquellos tiempos, uno podía sentir que todas las ventanas y las puertas de la casa de Diego se tapiaban, como quien dice, y uno se convertía en un extraño que no sabía cómo tomarse un café con él sin que vieras al animal herido, velando por su gente y dispuesto a todo por defender a su camada, a los suyos, como se suele decir.
“Por eso me voy, Duarte. No aguanto más en esta maldita isla. Cuando reúna un poco de plata, me llevo a mi mujer y a mis dos hijos, y no sé si un día volveré. Me voy porque no sé si un día me levante cansado y cometa una desgracia.”
Que lo comprendía y lo invité a salir a pescar ese fin de semana en Bahía de Carnerito. El jueves que viene cumple años, y le tenemos preparada una fiesta en la playa con lechón asado, debajo de las uvas caletas. 
          Le dio tiempo a las ideas de largarse de aquí, y el tiempo no lo traicionó.


[Publicado originalmente en Revista Paralelo Sur nº 8y reproducido en Litteratura con permiso del autor]

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