Finalista del II Concurso Litteratura de Relato
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—¿Te has peleado? ¿Es eso?... ¿Te han
expulsado del colegio?
—No, papá.
—¿Y entonces? ¿Qué haces aquí tan
pronto?
Se giró hacia mi, compuso un gesto
endurecido, de adulto prematuro, que hasta entonces nunca le había visto y
ejecutó la mirada compasiva de quien se sabe poseedor de una razón última.
—Ya te lo he dicho. No hay colegio. No
está. Ha desaparecido.
En ese momento, Martina entró en el
salón. Yo no comprendía lo que mi hija quería decirme y me volví hacia mi
esposa, buscando una explicación.
—Acércate a la ventana —me dijo.
Me puse en pie. Descorrí las cortinas.
Me asomé. Miré hacia la izquierda, hacia la esquina en la que siempre había estado el colegio de mi hija. Vacío. En su lugar no había nada. Nada. Sólo un
enorme socavón, la dentellada de un gigante.
—Pero, ¿qué ha pasado?
—Y otra cosa —Martina me tomó de la
mano y me llevó a la cocina—. La comida se ha terminado de repente —me dijo.
Comenzó a abrir cajones, armarios, puertas de estantes, cajas de latón—. ¿Ves?
—¿Qué?
En mis sienes arrancó a palpitar una
orquesta de tambores, y bajo mis pies se desplegaba, sigilosa, una grieta de
profundidad impredecible. Entonces, un pitido agudo nos reclamó desde el
televisor. Corrimos al salón. En la pantalla los dibujos habían sido
sustituidos por un sonido de sirena y por el parpadeo metódico de un rótulo en
el que se podía leer: “Comunicado urgente”. De inmediato, una mujer con cara de
funeral se asomó por debajo de las letras.
—Las autoridades han confirmado que en
las últimas horas la línea del ecuador ha empezado a desplazarse hacia el norte, a un ritmo invariable de seis centímetros por minuto...
Fue todo lo que pudo decir. En ese
instante, la imagen se oscureció de golpe, y pocos segundos después se apagaron
todas las luces de la calle.
Los primeros gritos, las primeros
llantos, las primeras huidas invadieron muy pronto todos los rincones de la
ciudad. Verónica tosía. No paraba de toser. Martina y yo continuábamos de pie,
mirando la pantalla ennegrecida del televisor, congelados, ausentes, hasta que
una explosión nos sacó del letargo.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Martina.
—Creo que la calle está minada —dije, mirando de nuevo por la ventana.
Verónica se llevó las manos a la boca.
Cuando las separó del rostro, las tenía cubiertas de sangre.
—Papá... —susurró. Después cerró los
ojos. Ya no los volvió a abrir.
La velamos
durante semanas. Se consumía en su cama, sin prisa, como una roca bañada por el
mar, ajena a las continuas detonaciones, al aumento progresivo del calor, a las
lluvias torrenciales que cada tarde nos inundaban. De vez en cuando, Martina o
yo nos aventurábamos a recorrer por turnos las tiendas abandonadas, en busca de
algo para comer. Antes de cada excursión, por si no volviéramos a vernos, nos
despedíamos para siempre. En una de mis expediciones me topé con un enfermero
que repartía medicinas entre los pocos habitantes que aún resistíamos en la
ciudad. Conseguí convencerle para que visitara a Verónica.
—Probablemente sea malaria —dijo en
cuanto la vio—. No puedo hacer ningún diagnóstico definitivo, pero se han
dado muchos casos en las familias que no se marcharon a tiempo.
—¿Y qué podemos hacer?
No respondió. No fue necesario.
Esa misma noche se cortó definitivamente el suministro de agua en los edificios.
Un estrépito distinto nos despertó por
la mañana. A lo lejos, en el horizonte, los edificios caían. Eran castillos de
naipes que se vencían sin resistencia. Restos, espinas, huesos engullidos por
una lengua de arena que avanzaba hacia nosotros.
—Tenemos que irnos —dijo Martina.
Tomé a Verónica en brazos. Un aullido
salvaje se aproximaba con el ímpetu de un depredador. No quedaba tiempo, había
que correr.
Corrimos hacia el norte, sin mirar
atrás, sin saber qué nos esperaba al final del camino. Cada paso era una espada
lanzada al aire que en cualquier instante podía caer sobre nuestras cabezas.
Los cadáveres se apilaban en las
cunetas. Los coches eran esqueletos oxidados. Nuestra piel había cambiado de
color. Las bestias afilaban sus colmillos al vernos pasar. Verónica empeoraba
por momentos. De su pecho emanaban silbidos agónicos, de animal marino o de
barco que se hunde. Temblaba. Martina y yo corríamos, corríamos hacia el norte.
Era lo único que hacíamos, lo único que podíamos hacer. Correr. Correr. Correr.
Nuestra carrera terminó una tarde, junto
a un muro. Dejé a Verónica en el suelo y trepé sin problemas.
—¿Hemos llegado al norte? —dijo
Martina.
Al otro lado no había nada. Tan sólo un
oscuro sumidero por el que se perdía todo lo demás.
—Sí... —musité—. Hemos llegado.
Al amanecer cubrimos el rostro de Verónica con mi chaqueta.
Raúl Clavero Blázquez |
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