lunes, 18 de abril de 2016

Agujas......Marta Bordons Martínez*

Finalista del IConcurso Litteratura de Relato                            

Foto: V. Siendzinski, Vieja enhebrando una aguja
Carmen se sentía como una vieja.
         Quizás era por el olor acre que siempre inundaba su almohada, aroma a colonia de “Carmen de Sevilla”, polvo en los cuadros viejos y armarios cerrados. Quizás era porque sus ojos vacilaban al enhebrar las agujas y se lavaba los dientes con la dentadura en la mano. Quizás era porque sólo salía de su piso una vez a la semana para ir al supermercado, y congelaba la compra hasta el lunes siguiente. Quizás era porque ni siquiera la mantita eléctrica le aliviaba el dolor de las lumbares, o tal vez porque no se perdía cada tarde el programa de Juan y Medio, mordiéndose los pálidos labios mientras jugueteaba con un teléfono que sabía que nunca llegaría a utilizar. Quizás era por todo eso, o quizás, simple y llanamente, porque lo era.
            Era una vieja, con todas sus connotaciones de decrepitud y soledad, envuelta en trabajos de mantilla, recuerdos, tortilla de patata fría y no echar de menos los colores que no son de luto. Era una vieja y se sentía como tal, y esa terrible combinación era la que componía el lento vaivén de la última etapa de su vida. Pero a Carmen le gustaba aquella cómoda monotonía, el despertarse pronto y acostarse temprano y levantarse para ir al baño y volver a acostarse. Para ella la rutina era algo hermoso, estable y seguro a lo que poder aferrarse ciegamente. 
         Vivía bien. Pese a la humillante cifra que componía su pensión, poseía el dinero suficiente para sobrevivir precariamente, pues no gastaba demasiado. Y, por las tardes, solía distraerse con sus madejas negras y sus álbumes de fotos. No dependía de nadie, podía arreglárselas perfectamente sola. Únicamente habría cambiado el silencio...
         Pero amaba su rutina, sin duda alguna, su perfecta y confortable rutina sin cambios, sorpresas o alteraciones de cualquier tipo. Estaba acostumbrada a ella, hecha a ella. Incluso se tropezaba con el mismo pliegue de la alfombra día tras día, sin poder evitarlo. Sí, también le gustaba eso; y por eso se sobresaltó cuando el teléfono comenzó a sonar, interrumpiendo sin ninguna clase de consideración uno de los épicos chistes de su cocinero favorito, a una hora perfectamente razonable para cualquier persona menos para ella.
         No puede ser publicidad, ni alguna de esas compañías detestables. Siempre llaman a la hora de la siesta —se dijo en voz alta sin darse cuenta, mientras renqueaba hacia el impaciente teléfono que esperaba su cita de las cinco con Canal Sur. Se llevó con lentitud el auricular al oído, arrancando un agudo sonido del audífono izquierdo, mientras se relamía los labios con una lengua como un trapo.
         Para su sorpresa, era su hija.


Diez minutos después salía de la casa, comprobando que la puerta había quedado bien cerrada a su espalda. Era algo inusitado, puesto que era jueves y no llevaba ni una sola de las bolsas reciclables del Mercadona, pero Carmen no se permitió acalorarse por aquellos sucesos que no tenían nada que ver con su tranquila vida de vieja. Había luchado para ganarse el derecho a tener una.
         Obligándose a pensar que mañana todo retornaría a la normalidad y nunca volvería a marcharse en mitad de una receta de Arguiñano, se encaminó hacia la parada de autobuses, sujetando con firmeza un gran bolso de Chanel falso, lleno de cajas de caramelos derretidos para gargantas derretidas, dos paquetes de clínex, un pintalabios demasiado atrevido para su boca y una horterísima cartera con dos euros y tres duros en su interior.
         Se sentó a esperar con paciencia el bus mientras rumiaba en su cabeza una y otra vez lo que la había llevado hasta allí. ¿Había sido la urgencia en la voz de su hija? ¿La añoranza al reconocerla después de tantos meses sin hablar? ¿El miedo biológico propio de una madre que quiere proteger a sus retoños?... Se removió, nerviosa, en el banco de la desangelada parada, mascando como si de un cartílago se tratase las palabras que tanto la habían trastornado, hasta el punto de echarse colonia.
         El autobús no venía.
         ¿Tiene usted hora? La voz llegó de su espalda. Carmen se giró, enfocando con dificultad sus pupilas tras las gruesas gafas. La pregunta provenía de unos labios tan resecos como los suyos; se dirían insípidos.
         Carmen se miró con distraída inconsciencia la muñeca, pero recordó que nunca llevaba brazaletes cuando iba a preparar la comida, e imaginó que su casto reloj de pulsera debía esperar, con la impaciencia propia de mecanismos así, junto a los garbanzos pasados.
         Mi hija se casa respondió, sin saber bien por qué. Hacía tiempo que no hablaba con otro hombre; otro que no fuera el pobre diablo que pasaba los alimentos por la cinta y esperaba con fingida paciencia a que encontrase su monedero con dos euros y tres duros entre la multitud de cosas. Él pareció alegrarse al escucharla. Tenía unos ojos como muy sinceros.
         Mis enhorabuenas. ¿Va a visitarla?... Bueno, perdone mi atrevimiento, no es de mi incumbencia. Hmm... vaya con el autobús, ¿no cree que ese cachivache se retrasa cada día más?
         Carmen le miró mientras hablaba, la aletargada lengua asomando entre los labios traslúcidos. Era un viejo, como ella. Asintió con la cabeza, intentando disimular el hecho de que no visitaba la ciudad desde... bueno, desde aquello.
         Mi hija se casa se emocionó al repetirlo, como si el hecho de admitirlo en voz alta por segunda vez significase que era cierto, completamente cierto.
         El hombre la contempló entonces a ella, en silencio, respetando la conmoción de sus ojos.
         Me llamo Adolfo.
         Carmen se encontró aferrándose a la mano que le tendía. Su sonrisa le recordó a alguna que jamás había visto. Se sorprendió sonriendo, también. 
         Hacía mucho tiempo que no sonreía. Le gustó.


Marta Bordons Martínez
* Nació en Sevilla hace 18 años, y ya desde pequeña empezó a escribir. Se ha presentado a varios concursos literarios, obteniendo diversos galardones, entre los que destaca el Premio de Poesía y, al año siguiente, el de Relato del Certamen Andaluz de Jóvenes Noveles, organizado por el Centro Andaluz de las Letras. En 2015 se publicó su primera micronovela, titulada Hipotermia, ganadora del Primer premio Mitad Doble de Málaga. Sostiene que vive por y para escribir. Finalista del II Concurso Litteratura de Relato.

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