sábado, 26 de diciembre de 2015

El verano de Alfonsina......Andrea Amosson*

Segundo Premio (ex aequo) del II Concurso Litteratura de Relato

Foto: Alfonsina Storni
Alfonsina se bañó en este mar cuando vino de incógnito a las playas de Quellón, y fue para mí un gran evento verla llegar con su maletita de felpa morada, el chal de lana negro y los lentes redondos que le cubrían casi toda la cara. “¡Alfonsina!”, quise gritarle al verla pasar, pero no me atreví a interrumpirla en su camino entre la casita de huéspedes que arrendó, al fondo del terreno de los Gutiérrez, y la zona de desembarque. Entre sus dos destinos quedaba mi tienda y cuando ella se acercó, yo corrí a ocultarme detrás del mostrador. ¡Qué imbécil! Desde el escondite le miré los botines. Estaban buenos y bien cosidos, ni esperanzas de que Alfonsina se detuviera en mi despacho. Qué le hubiera dicho el día que apareciese a pie pelado, los zapatos deshuesados colgando de su mano blanquita, jamás lo sabré.
         Alfonsina de seguro pensaba que en Quellón nadie la conocía, pero yo sí, el zapatero que además ejercía de telegrafista, y fue de pura suerte que me enteré de su visita. ¡Cómo llovía cuando se descolgó del lanchón!, y eso que era pleno verano. Mi colega de Puerto Montt me pasó el dato, quien a su vez, recibió la noticia del colega de Concepción, y así, una larga hilera de chismosos hasta llegar al telegrafista que la vio salir de Montevideo, con la misma maletita de felpa con la que cruzó la calle principal y preguntó al primero que le sonrió por el terreno de los Gutiérrez. Supongo que buscaba la soledad, claro, porque al final, ¿dónde podría estar más sola que en esta isla? Recuerdo que cuando Puerto Montt me habló de Alfonsina, pensé que se trataba de una artista de radioteatro. Fue porque el colega estaba muy entusiasmado y no se limitaba a los puntos y las rayas, sino que usaba palabras completas para describirla. Él la había visto bajarse del tren en la estación y, sigiloso, la había seguido hasta el puerto para verla partir enroscada en su chal, alzada en la proa, lista para cruzar el estrecho. Cuando yo la vi, sí fue un espectáculo, pero malazo para mi gusto porque la mujer no traía muchas carnes; pero como el entusiasmo es contagioso, yo estaba igual de emocionado al verla llegar. Muy luego le pregunté a Puerto Montt que quién diablos era la flaca. Entonces me dijo que era poeta y hasta un poema me transmitió. Ha de ser que siempre llevé un maricón adentro, porque la verdad es que al leer esas palabras que Puerto Montt me mandó, que se volvían melodía en mis orejas,¡miéchica!, cómo me saltaba el corazón, y me puse a llorar como cabro chico. 
         Nunca supe cómo fue que Puerto Montt se había enterado de ella si hace poco no más me transmitía los Veinte Poemas, porque según él, Gloria, la hija del panadero, se me iba a entregar muy fácil si se los leía. Pero Gloria ese verano era de aquellas mujeres que no le soltarían los calzones ni al mismísimo Neruda, así es que en vez de seguir perdiendo el tiempo con ella, mejor me enamoré de Alfonsina y empecé a espiarla, observarla en sus caminatas breves por la calle principal sin departir con nadie. Comprar el pan cada mañana ante la mirada recelosa de Gloria y cenar con los Gutiérrez cada tarde… Los Gutiérrez, una manga de canutos, no hubo cómo tirarles la lengua para que contaran cómo era ella a tras puertas. Y nadó en la playa al amanecer, cada uno de los veintitrés días que se quedó. 
         Yo me dediqué a enviarle informes diarios a Puerto Montt, que a su vez los retransmitía hasta la infinidad. Así viajaba Alfonsina en una cadena de puntos y rayas que anclaban su vida de alguna manera, porque toda ella parecía muy volátil. Cierto, como si el kilo de pan que acarreaba por la avenida principal fuera el único peso que la sujetaba a la tierra.
         No voy a decir que me preparé para conversarle, no hubiera sabido qué decirle. De abrir la boca, hubieran salido los gruñidos del buen burro que siempre he sido. Así es que empecé a escribirle, cartas, poemas, reflexiones, que si el tal Neruda podía, por qué yo no… Aunque nunca le entregué ninguno de mis papeles, por más que traté; y muy pronto la vi partir y, con ello, el pueblo se achicó tanto que mi isla parecía una prisión. Claro que me arrepentí y todavía me arrepiento, porque un “Buenos días” hasta el más tonto lo puede decir. Puerto Montt se rió cuando le conté que me trabé en su presencia, pero después me dijo que me entendía, que él tampoco dijo ni pío cuando ella desembarcó al otro lado y se montó al tren. 
         Los siguientes meses sin Alfonsina fueron la peor peste que ha caído en Quellón. Gloria no tenía ni una gracia, era tan pesada, regordeta, copuchenta y mal agestada que me daban ganas de cerrar la tienda y mandarme cambiar. Los Gutiérrez nunca quisieron romper su silencio, por más zapato y telegrama gratis que ofrecí. Mi único consuelo fueron las transmisiones de Puerto Montt, los versos que habían salido de la mano de ella. Cuando hubo mejor tiempo, me fui todos los días al desembarcadero, pero nada, ni la Pincoya se apareció. Empecé a comer menos y a preocuparme más, porque nunca me había sentido tan embobado, ni siquiera cuando la Gloria por fin me permitió agarrarle media nalga, y pucha que costó que la soltara… Fue por esas fechas en que Puerto Montt me mandó el fatídico aviso de que se había despachado, Alfonsina, que había elegido irse con el mar, pero no con mi mar, y eso me dolió como patada de mula, porque mi mar es cojonudo, frío, azul y sin retorno. Esa tarde oscura, sentado junto al telégrafo que estaba extrañamente silencioso, como si también estuviera de luto, descorché una botella y me puse a tomar, hasta que llegó Gloria toda remilgosa y aceptó entregarme la nalga completa. 
         Semanas después, Puerto Montt intentó remitirme uno de los libros de Alfonsina, pero como el envío salía muy caro se lo dejó para él, ¡puras excusas! Yo me guardé, eso sí, cada uno de los telegramas que mi colega me mandó. 
         Ya ni me acuerdo cuántos años han pasado y de seguro tengo mucho más que veinte. Pero incluso ahora, cuando llega el verano y la mañana brilla como hoy, me pongo un poco mustio, entonces abro la caja de madera y revuelvo los signos de Alfonsina. Igual, por si acaso, aguaito el lanchón… Quién sabe si todo fue un error y una mañana cualquiera se baja envuelta en su chal, arrastrando su cuerpo huesudo y su maleta y ese aire tristón que tenía, caminando como si la vida no valiera ná.



Foto: Andrea Amosson
* Nació en Antofagasta (Chile) en 1973. En 1996 se tituló como Periodista en la Universidad Católica del Norte. Cursó el Máster en Literatura Hispanoamericana y Chilena de la Universidad de Chile. En 2005, fue alumna becada del Taller de Escritura Creativa de la Universidad Complutense de Madrid. En 2006 participó en la antología Voces Online (Santiago de Chile), y en 2008 en la antología de relato breve El Sueño del Gato (Madrid). En 2010 RIL Editores publica su primera novela, Rictus, que atrajo la atención de la crítica. En 2014, Editorial Forja publica Cuentos encaderados, primer volumen de relatos sobre mujeres, traducido al inglés en 2015 por la editorial americana Nowadays Orange Productions bajo el título Told from the hips. Obtuvo el Tercer Lugar en la categoría "Mejor Escritor" por este libro en el I Certamen Literario convocado por Ediciones Mundo Lumpen y Rumore Rumore (Madrid); Mención Honrosa por el cuento María Kawésqar en el concurso convocado por la revista La Nota Latina y la Asociación Internacional de Escritores y Poetas Hispanos (Miami, Estados Unidos); y fue finalista en el concurso en homenaje a Gabriel García Márquez organizado por Editorial Zenú (Colombia), por el cuento Tipografía de Barrio. Segundo Premio (ex aequo) del II Concurso Litteratura de Relato. 

4 comentarios:

  1. No hay duda, tras leer el relato y ver el currículo, del nivel de esta mujer. Enhorabuena. Un placer leerte.

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  2. Evocador, poético y escrito con mucho salero. Felicitaciones, Andrea.

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  3. ¡¡Gracias a todos!!! Transmitimos vuestras felicitaciones a la autora.

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