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Subieron a su camioneta,
saludaron desde atrás de los vidrios polarizados y tocaron la bocina, como
siempre. Aunque no podía verlos con claridad, les recordé que usaran el
cinturón de seguridad.
El vehículo arrancó.
Como no había nadie en la calle, aumentó su velocidad y se dirigió a la avenida
principal, rumbo al norte, hacia mi izquierda. Unas gotas de lluvia bastante
gruesas caían sobre mi cabeza. Tal vez se acercaba una tormenta. Allí empezó todo. En
ese instante, cuando comienzo a perder de vista la camioneta, desde el sur, a
mi derecha... el horror. El horror contenido en un grito ahogado de impotencia.
No se podía
distinguir el modelo ni el color. Prácticamente sin control, algo parecido a un
automóvil avanzaba por la calle despidiendo lenguas de fuego por el parabrisas,
a través de las ventanillas rotas, bajo las ruedas, desde el motor... y se
acercaba al lugar donde yo estaba.
Nadie más lo veía.
No había vecinos ni transeúntes. Mi primera reacción fue buscar algo para
apagarlo: un matafuego, tal vez arena, o una manguera con mucha presión para luchar
contra el incendio que devoraba la carrocería y todo lo que había dentro. Pero
no encontré nada.
En medio de mi
desesperación, un hombre se acercó a ayudarme, pero entre los dos no pudimos
hacer nada. Me acerqué al coche cuando detuvo su marcha del todo. En la parte
delantera, el vidrio estaba completamente destrozado y deshecho por el calor.
El olor me daba
náuseas. Aterrado y descompuesto como nunca, divisé dos esqueletos en los
asientos, con restos de pelo y carne quemada. Los cuerpos calcinados por
completo y las cuencas vacías de sus ojos parecían pedir auxilio, soltando un humo
de color blanco por donde alguna vez habían estado sus bocas, como si expulsaran
los restos de un cigarrillo gigante.
Dudando de mi
cordura, hubiera jurado que en esos últimos segundos de vida, los dos repetían
mi nombre. Mi nombre, mi nombre... una y otra vez, con menos fuerza, en medio
de su horrible agonía, moviendo sus brazos hacia mí, implorando ayuda desde el
más allá.
Quedaba poco de
sus pertenencias. Con el estómago revuelto, empecé a reconocer algunos objetos
y la ropa.
¿La ropa de mis padres?
Los restos de sus gorras y anteojos, de la cámara de fotos, de los pantalones
ridículos... No podía ser. ¿Tan rápido...? ¿No hacía menos de un minuto que habían
empezado su viaje en dirección opuesta?
Lleno de espanto,
volví a mirar a la izquierda, hacia el semáforo donde se habían demorado unos
segundos después de salir. Y aunque parecía una locura, la camioneta aún se
encontraba detenida en esa esquina. Intacta, sin un rasguño, a unos cincuenta
metros de nuestra casa. ¡Sí! ¡Todavía estaban en el semáforo! ¡Vivos! ¡Mis
padres estaban vivos! ¡No les había pasado nada!
¿Nada? Aún no. Entonces,
lo que yo había visto... Corrí. Corrí hacia ellos. Tenía que avisarles. No lo
pensé dos veces. Despedido como un cohete, fui hacia la camioneta y el semáforo
que había frenado su marcha, para alcanzarlos antes de que cambiara de color.
Le rogué a Dios
poder verlos con vida, aunque fuera una vez más. Corrí, corrí... pero el rojo
le dio lugar al verde; la camioneta de mis padres volvió a arrancar y se alejó
en pocos segundos. No llegué a advertirles. No pude. Era tarde para explicarles
que...
No sabía qué
hacer. Volví caminando, aturdido. Debía encontrar la manera más rápida de
comunicarme con ellos. Perseguirlos en un taxi. Tal vez llamarlos por teléfono o
subir a mi bicicleta y...
Levanté la vista
para saber si la camioneta incendiada todavía ardía en la puerta de casa, pero ahora...
todo está limpio. Como si nada hubiera sucedido. No quedan huellas, ni siquiera
en el suelo. Las cenizas, el humo, el olor a carne quemada, todo lo que vi...
todo se ha evaporado sin dejar rastro.
Me acerco. Decido quedarme
en la vereda para ordenar mis ideas y tratar de entender mi visión. Empiezo a
dudar de mí, de mis sentidos, de mi angustia... Me siento en el césped del
jardín delantero. La cabeza me da vueltas; las náuseas recorren mi cuerpo. Mientras
busco la llave en mis bolsillos, escucho voces. Voces que provienen de mi casa.
De adentro de la
casa. Parecen mis padres. ¿O es...? Reconozco la voz grave de mi padre, la risa
de mi madre, y otra más que... No. No puede ser, ¡no puede ser! La puerta se
abre y aparecen los tres. Son él,
ella y...
No me ven. Pasan a
mi lado. Sigo sentado en el suelo. No hace falta que me esconda, pero de todas
formas, no quiero asustarlos y me quedo quieto. Se despiden con un abrazo. Sonríen
y saludan a su hijo, que está de pie al lado del auto. Ajustan sus cinturones de
seguridad y tocan la bocina.
El motor arranca y
avanzan por la calle, rumbo al norte. Hacia el maldito semáforo que siempre está
en rojo. Se detienen en la esquina. Y como un grotesco déjà vu del
futuro, a mi derecha, desde el sur, casi en cámara lenta, aparece otra vez una
camioneta incendiada.
No puedo dejar que
ocurra esto. Tengo que hacer algo, tenemos
que hacer algo. Corro hacia el fuego y me acerco a ayudar. Tratamos de apagar
el incendio, pero es tarde... siempre es tarde.
Como no lo
logramos, él sale despedido hacia el norte y se apura para llegar al semáforo,
porque entiende que sus padres -mis
padres- todavía están ahí, detenidos en el espacio y el tiempo.
Corre. Quiere
avisarles. Se desespera, pero sé que no va a llegar. Nunca va a llegar. Y aunque
el semáforo se demora, la luz verde hace que la camioneta, aún intacta, vuelva
a alejarse.
Regresa. Abatido,
cansado, confundido. Con los ojos llenos de lágrimas, por culpa del humo y la
decepción. Se sienta en la vereda. Nuestras miradas se cruzan por un momento y
sé... sé que pensamos lo mismo. Debemos volver a la casa. ¡Rápido, tenemos que hacer
algo! Antes de que...
Con las llaves en
la mano, nos acercamos a la entrada. Y un enorme escalofrío recorre nuestra
espalda al escuchar, del otro lado de la puerta, tres voces. Tres voces que bromean
y hablan de una maleta demasiado cargada para un viaje tan corto.
Muy bueno! Vaya premonicion!
ResponderEliminargracias Gonzalo por compartirlo.
saludos.
Mariano Contrera