martes, 24 de marzo de 2015

El típico científico......David Cantos Alcalde

Para empezar, y sólo con la intención de contextualizar un poco lo que voy a relatar, conviene que el lector o lectora de estas líneas sepa que soy periodista y escritor especializado en ciencia. Colaboro regularmente en algunas revistas de divulgación científica, unas más especializadas que otras, y siempre he intentado dar a mis artículos el toque divulgativo y ameno que se espera de una persona que quiere hacer llegar los conceptos más complejos al público menos cultivado. No me voy a extender más en esto porque lo fundamental ya está dicho, y porque el objeto del prolegómeno es sólo justificar por qué el Doctor Reoulieau me escogió a mi para ser su biógrafo.
         Llevo ya trabajando en ello casi cuatro años y tengo todo el material que necesito para poder contar una vida entera de dedicación a la virología. Entrevista tras entrevista con sus familiares, sus vecinos, compañeros de carrera y colegas de profesión, he podido aproximarme al hombre tras el científico, al ser humano más que al genio que ganó el premio Nobel de medicina dos veces, si bien una fue compartida, todo hay que decirlo. Me queda sólo relatarlo del mejor modo posible. Intentaré, si puedo, mostrar la carga emocional de los éxitos y fracasos que le han acompañado, el escenario de sus fortalezas y debilidades. Hace un mes empecé el borrador, pero el caso es que ayer por la tarde, cuando ya no contaba con ello, me llamó para citarme hoy y tener la última entrevista en un lugar al que nunca, pese a mi insistencia, me había dejado ni acercarme. Me refiero a su laboratorio. 
         A lo que vamos. Ahí estoy yo, esta misma mañana, a las siete y media, pasando un frío polar en la puerta del edificio en el que el Doctor Reoulieau desarrolla sus investigaciones, y éste hombre sin aparecer. Al cabo de tres cuartos de hora, y después de ver desfilar a unas cuantas personas que debían ser de su equipo, aparece, todo lozanía y buen humor, saludando desde lejos. Se me acerca y me da la mano con un apretón que transmite franca alegría por verme, cosa que no me sorprende, porque es de naturaleza jovial y siempre lo hace del mismo modo, pero a estas horas de la mañana y con la rasca que se nota, la mano no está para semejantes presiones. Mientras me repongo del efusivo saludo, me comenta lo importante que es afeitarse bien por las mañanas y no abusar de la loción, a lo que respondo que no le falta razón, sin darle más importancia que la que tiene un comentario casual e irrelevante. 
         Entramos y nos deslizamos bajo el detector de metales mientras saludamos al personal de seguridad, él con más simpatía que yo, he de reconocerlo, y no se produce ningún sonido, cosa que parece demostrar que no tenemos malas intenciones para con la seguridad de la gente ni del edificio. Nos dejan pasar al enorme vestíbulo de la entrada. “Claro que... a él le conocen y saben que no es peligroso, pero a mi no...”, pienso para mis adentros mientras fantaseo con la idea de que bien podría yo ser un psicópata que amenazase la vida de la gente con mi pluma estilográfica. Me sonrío a mi mismo mientras nos dirigimos a los ascensores. 
         Me doy cuenta en ese momento de que el Doctor Reoulieau se sitúa justo detrás de mí en lugar de flanquearme, como corresponde a dos personas conocidas que se dirigen al mismo sitio, y justo cuando empiezo a incomodarme el doctor me comenta que tiene la habilidad de juzgar a la gente por su trasero y por el cuidado que ponen en la elección de sus pantalones. Añade inmediatamente que, a pesar de todo, suele equivocarse a menudo en sus juicios. Me siento tentado a contestarle que si cree tener esa habilidad, y sin embargo suele fallar su diagnóstico, debería dejar de llamar a eso “habilidad”, pero me callo y sigo andando. Al fin y al cabo, él es el genio. 
         Entramos en uno de los ascensores y, esta vez sí, el uno al lado del otro, nos quedamos mirando hacia la puerta que, abierta todavía, nos muestra el vestíbulo por el que hemos transitado y a los miembros de seguridad que se solazan ante el arco detector de metales. Tras cerca de unos treinta segundos de silencio e inactividad, el doctor parece despertar súbitamente de su ensueño y verbaliza la obviedad de que yo no puedo apretar el botón ya que desconozco el piso al que nos dirigimos. Tras unas risas, algo impostadas a mi parecer, busca en el interior de su chaquetón el teléfono móvil y marca. Casualmente, en ese mismo momento suena el teléfono del vestíbulo y atiende un miembro de la seguridad del edificio. El doctor se tapa la boca de modo que soy incapaz de oír la conversación, y al cabo de algún “por favor”, “si es tan amable” y “gracias” que se le escapan al alzar la voz un poco más de la cuenta, cuelga. Inmediatamente el miembro de seguridad cuelga también su teléfono y se viene hacia nosotros para acabar alargando el brazo y apretar el cuarto piso en los botones del ascensor. Mientras se cierran las puertas, desliza el brazo hacia sí y se despide del doctor con un leve gesto de cabeza. 
         Solos por fin, el ascensor inicia su viaje. El doctor ha estado mirando el techo con la boca muy abierta durante todo el trayecto, emitiendo una “A” grave y mantenida combinada con una “O” igualmente profunda, pero algo más breve. Algo como “OAAAAAAA... OAAA... OAAA... OAAAAAAA... OAAA... OAAA... OAAAAAAA... OAAA...”, un ostinato con algunas variaciones ad libitum. No reconocí ningún tema musical. Probablemente era un torpe intento de ejecutar algún canto diafónico. No lo sé todavía. El ascensor se para y se abren las puertas. Salgo, pero el doctor no. Él mantiene su postura y la “A” gutural, con alguna “O” esporádica. Al hacer yo ademán de llamar su atención sobre el estado en el que nos encontramos, es decir, llegados a nuestro destino, me hace un gesto con la cabeza y con la mano me pide que tenga paciencia. Un minuto más tarde, en el que me he dedicado a mirar el suelo y contar baldosas, sale del ascensor. 
         Damos con una puerta metálica justo delante y accedemos, por fin, a su laboratorio. No puedo disimular cierto estado de nervios por la emoción de entrar en el santuario de un genio de nuestro tiempo. En este lugar se han salvado vidas. No directamente, claro, pero sí se han producido los descubrimientos clave que han permitido erradicar enfermedades víricas que en otros tiempos tuvieron la magnitud de epidemias bíblicas. “Mi hombre”, como le he ido llamando entre los compañeros de profesión, saluda a algunos de los investigadores de su equipo. Deja caer el maletín y la chaqueta en el suelo. Coge una bata blanca de los colgadores distraídamente y se la pone. Me apercibo de que le va pequeña. En el bolsillo del pecho veo que pone Dra. Georgette. 
         Accedemos a lo que parece ser su espacio de trabajo y recoge una libreta. Durante un instante la observa atentamente, alzando sus gafas sobre los ojos, apretándolos para ver mejor. Asiente levemente con la cabeza y sonríe. Me comenta que reconoce la letra y lo que se ha escrito en la libreta como propio, cosa que le reconforta porque no siempre le pasa, según confiesa. Frunce el ceño súbitamente y me mira de hito en hito a los ojos. Tras un silencio de unos cinco segundos me dice, en voz baja, que en ocasiones no consigue reconocerse en el espejo y piensa en rebajar las expectativas que tiene puestas en sus calcetines. No entiendo a qué se refiere. Parpadeo con cierta perplejidad y deja la libreta sobre su mesa. 
         Vamos caminando por el laboratorio en el que se distribuyen una buena cantidad de amplias poyatas. En ellas veo a jóvenes científicos y científicas afanarse en sus mejunjes, como antiguos alquimistas, tras la promesa de nuevas revelaciones que los microorganismos mantienen encerradas en sus diminutas estructuras. Me distraigo absorto en la contemplación de la escena, un cuadro de blanca asepsia en el que se maneja el fundamento de la vida. Pienso en lo que significa para la humanidad entera un espacio tan pequeño mientras el Doctor Reoulieau me va presentando a algunos de los miembros de su equipo. La verdad es que no presto demasiada atención a los nombres ni a lo que me dicen esas personas. En este momento estoy en otra parte. En el lugar en que la admiración y la revelación casi se tocan. Como el más beato de los beatos en la Basílica de San Pedro, imagino. Siento un reverencial respeto por el suelo que piso. Alcanzo a escuchar el “Acompáñeme, le voy a enseñar una cosa que le encantará” que me dirige el doctor. Estoy como en una nube. 
         Caminando lentamente, abre una puerta metálica con un ojo de buey en el centro. Le sigo. Entramos en una habitación. Me doy cuenta de que hay más silencio que antes. Se acerca a uno de los investigadores, vestido de naranja, para preguntarle qué está haciendo. El muchacho no nos ha visto venir y se lleva un sobresalto. Se gira y nos mira desde el interior de su traje encapsulado con ojos atónitos. Me pregunto si es normal que una persona sea tan pálida. De repente, me pregunto también por qué llevará un traje de ese tipo. El joven investigador nos dice que en ese preciso instante estaba manipulando unas muestras del virus mientras le caen gotas de sudor por la frente. El Doctor Reoulieau le da unas palmaditas en la espalda mientras murmura “Claro. Claro. Cómo no...” con una afable sonrisa. Un repentino golpe de consciencia me devuelve al planeta tierra y miro nerviosamente alrededor. 
         Fuera de la cámara de aislamiento biológico, a través de los ventanucos, puedo ver a buena parte del equipo de investigadores e investigadoras mirándonos, presas del pánico, y a muchos otros corriendo nerviosos mientras suena una alarma. El Doctor Reoulieau me mira, como siempre, con su característica lozanía y su buen humor, mientras me dice, abriendo los brazos para abrazarme: “Espero que las notas que tenga sobre mi vida sean lo suficientemente claras... ¡Será usted famoso! ¡Y por algo más que ser mi biógrafo!”.

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