Foto: Parc Güell (www.traveler.es) |
Al
despertarme aquella mañana, me llevo tiempo ubicarme espacialmente, no sólo
porque estaba en una cama desconocida, sino también por el horario, en
Barcelona hay seis horas de diferencia con Buenos Aires y el cuerpo tarda en
adaptarse. Estaba en la ciudad para recibir un premio al que recientemente me
habían acreditado, era una entrega de diplomas y medallas. Afortunadamente mi
amigo Jordi me había facilitado alojamiento en su casa, ya que si no, me
hubiera sido imposible pagar un cuarto de hotel teniendo en cuenta lo que ya
había gastado en el pasaje. Era un jueves y la ciudad atravesaba una no tan
inusual ola de calor abrasador, y ya a las ocho de la mañana hacía cerca de
treinta grados. El departamento estaba ubicado en un barrio de edificios bajos,
de no más de cuatro o cinco pisos, todavía las inmensas torres futuristas no
habían llegado hasta aquel sector. La zona era de lo más tranquila, con grandes
árboles en las veredas, y mucha gente andando en bicicleta o trotando.
Desayunamos y, con mi improvisado guía turístico, salimos a recorrer la ciudad.
Jordi dictaba en aquel entonces clases en la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, además de dirigir un blog literario, pero afortunadamente, a pesar de su frondosa agenda, los viernes eran su día libre. Recorrimos el centro de la ciudad, el casco antiguo, el paseo de Gracia con los distintivos y enigmáticos edificios de Gaudí, el arquitecto modernista, y entramos en la eternamente en construcción catedral de la Sagrada Familia. Tétrica, oscura, ininteligible, sorprendente, y llena de turistas maleducados sin respeto alguno por el lugar.
Jordi dictaba en aquel entonces clases en la Facultad de Filología de la Universidad de Barcelona, además de dirigir un blog literario, pero afortunadamente, a pesar de su frondosa agenda, los viernes eran su día libre. Recorrimos el centro de la ciudad, el casco antiguo, el paseo de Gracia con los distintivos y enigmáticos edificios de Gaudí, el arquitecto modernista, y entramos en la eternamente en construcción catedral de la Sagrada Familia. Tétrica, oscura, ininteligible, sorprendente, y llena de turistas maleducados sin respeto alguno por el lugar.
Por la tarde, ya exhaustos, volvimos por una ducha y algo fresco para tomar.
Podía verse el sol caer hasta el horizonte por entre los demás edificios desde
el balcón de su departamento. Una brisa fresca aliviaba el calor de la tarde,
aliviaba la ciudad abochornada y hacía circular el aire por entre las calles
ahogadas. En ese preciso momento una revelación golpeó mi cabeza, supe que al
fin lo había logrado, fue uno de esos momentos en los que uno sabe que todas
las decisiones que ha tomado en su vida, incluso la más mínima desde el momento
en que nació hasta el presente, fueron todas correctas. Cuando no se tiene
remordimiento alguno sobre un camino tomado en el ayer y se está completamente feliz
con la dirección elegida, se aprende que cada paso pretérito no fue más que un
escalón subido en la dirección del éxito (entendido como la realización
personal interior). Fueron dos los momentos en mi vida que tuve ese tipo de
certezas, el anterior había sido cuando fui padre, y supe que cada uno de los
episodios fallidos que tuve en el amor no fueron más que un peldaño en la
escalera para llegar a la madre correcta para mis hijos. Allí, en ese balcón
con barandas de estilo antiguo y un cigarrillo en la mano, no solo supe que
había elegido bien la trayectoria, sino que también tomé conciencia de las
cosas que debí dejar atrás, y no lo digo en el sentido melancólico y
culpabilizador de las películas de Hollywood, sino sólamente a modo de
conocimiento pleno, sin juicios de valor. Quedaron atrás los trabajos en negro,
y los de paga fija también, quedaron atrás los amigos, la ciudad de Lobos que
me vio crecer, dejé de lado mi país, que me retribuyó mi esfuerzo dándome la
espalda, pero también a mis viejos que desde allá me extrañan, a mis hijos y mi
esposa que buscaron la estabilidad donde yo no logré dársela (no puedo
culparlos). Las cosas van quedando atrás, y solo existía el momento presente, y
en ese instante preciso supe que había elegido bien. Una editorial
internacional me había ofrecido un contrato, pobre pero contrato al fin. Podría
vivir en Europa, la cuna de la civilización y la cultura, lo que siempre
anhelé, conocer todas las ciudades del viejo continente y cumplir mi sueño de
una vida distinta, diferente, lejos de la mediocridad y la estupidez nacional.
A la mañana siguiente, para cuando llegamos al Parc Güell, a pesar
del aire acondicionado del auto, ya estábamos empapados de sudor.
Afortunadamente la gracia de las formas, lo intrincado del diseño y lo bello de
los mosaicos eran suficientes para no abandonar el paseo, con botella de agua
en mano (la cual costó tres euros y medio) y refugiándonos en
la sombra, completamos un recorrido de ensueño. Por la tarde fui llevado hasta
la sede de la asociación que entregaba los premios (digo fui llevado porque fue
casi contra mi voluntad, no quería abandonar aquel paseo) y obligado a
pronunciar algunas palabras, recibí una placa, unos libros y dos mil quinientos
euros.
Jordi
vivía solo, pero su novia casi compartía el departamento, pasaba allí desde el
mediodía hasta largas horas de la noche, como si estuvieran dispuestos a
convivir pero se negasen por algún motivo secreto o algo se lo impidiera,
quizás su propia inseguridad. Ya en sus treinta y pico, estaban más que en edad
de empezar a sentar cabeza, sobre todo él, que con una novia tan hermosa no sé
qué esperaba para proponérsele. Sofía se llamaba, morocha, alta y de piel
apenas morena, muy delicada tanto en modales como físicamente. Para qué les voy
a mentir, no puedo negar que más de una vez me pareció atractiva, en especial
durante la excursión a la playa del sábado. La belleza del paisaje no alcanzaba
para distraerme de la suya. Sus ojos negros, enormes y enigmáticos, llamaban la
atención, pero se la pasaban depositados en él, apenas si de reojo se posaban
por unos segundos en mi persona. Luego fuimos los tres a tomar unas cervezas al
bar Glaciar, un bar esquinero de la plaza Reial, en pleno barrio gótico. De
techos altos, con arcos y columnas potentes, la enorme barra de mármol era
testigo de nuestra amistad. Hablábamos vagamente de literatura y de películas,
mientras el dorado elixir de la cerveza corría y embriagaba nuestras almas.
Ella jugueteaba con unos sobrecitos de azúcar que habían quedado olvidados en
la mesa, casi como nerviosa o ansiosa. Sus manos eran delicadas y bellas, de
uñas rapaces. De vez en cuando contestaba algo de manera escueta, seca, un despojo
de mirada y eso era todo, casi con desdén hacia mi persona, como si sospechase
o percibiera la atracción que sentía de vez en cuando por ella. Tampoco es que
estuviera locamente enamorado o ciego de lujuria, no vayamos a los extremos,
pero era preciosa y la estadía europea se estaba haciendo larga en soledad.
El contrato con la editorial española realmente me tomó por sorpresa, no era
algo que me esperara, por lo que la búsqueda de un departamento para alquilar
demoró una semana y pico, tiempo durante el cual permanecí con Jordi de Miguel.
El tipo era verdaderamente de lo más copado y buena onda, a pesar de sólo
conocerlo de forma virtual a través de Facebook, se arriesgó a invitarme a su
casa y a confiar de buena voluntad en un casi ignoto indocumentado como yo. Ya
dije que era de treinta y muchos, flaquito y de rulos, con una sonrisa
permanente en su rostro.
Fue en la última noche que estuve en su departamento, casi una semana o dos
después de mi llegada (ya tenía alquilado un pequeño dos ambientes en las
cercanías de un barrio antiguo), cuando me le propuse. Le dije que estaba loco
por ella y que la quería por siempre para mí; la verdad, exageré, pero bueno,
algo había que decir. No me dio ni pelota, con una mirada tan fría como el hielo
del whiskey que tenía en la mano, cortó en seco mis expectativas.
Afortunadamente no me delató con Jordi, ya que hubiera sido sufrir una doble
humillación.
Fue en esa última noche en su departamento que supe que las decisiones que
había tomado en mi vida no eran tan correctas como pensé. No debí dejar que mi
esposa se fuera, ni que mis hijos buscaran otro padre presente, no debí dejar
que mis viejos me extrañasen… Los veía a Jordi y a Sofía, en un sillón,
sentados en el balcón los dos apretujados, sin más pertenencias que las
necesarias y sin más necesidades que las que les pertenecían, y quise eso,
volver a cuando vivíamos con mi ex esposa en un barrio de calles de tierra, sin
más pertenencias que el amor.
Tomamos unas cervezas heladas y comimos unas tradicionales tapas. Luego de tres
vasos, cuando ellos fueron a acostarse y me quedé solo en el balcón viendo las
estrellas y la luna entre las nubes de una próxima tormenta de verano, decidí
casi caprichosamente que no hay decisiones buenas, correctas, ni malas o
erróneas. No hay un camino que nos lleve a nuestros sueños, ni una autopista
que nos alcance hasta los deseos, sólo está el presente y lo que hacemos hoy.
Tres días después estaba en Lobos, en casa de mis viejos y llamando por
teléfono a mi ex esposa. Ya volvería a Europa, a conocer Londres y París, pero
mis viejos y mis hijos, a diferencia de la Sagrada Familia y la torre Eiffel,
no van a estar por siempre en la tierra.
Gracias Jordi! Me alegra muchisimo ver mi texto publicado. Un abrazo amigo!
ResponderEliminarGracias a ti, Mariano, por confiar en nosotros. Un fuerte abrazo desde Barcelona
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