sábado, 19 de octubre de 2013

Primero estaba la lluvia (Homenaje a Tomás González)......Alberto Bejarano*

Finalista del I Concurso Litteratura de Relato

Portada de Primero estaba el mar
Empezó a pasar sus mañanas en la sala de espera de la Biblioteca José Manuel Arango de Bogotá, a veces leía los diarios gratuitos que dejaban sobre las mesas otros tipos como él (¿como él?) o se ponía a llenar crucigramas que recortaba de revistas recicladas, o simplemente se quedaba dormido hasta que llegaba un vigilante y tenía que irse a dar una vuelta por las salas de la biblioteca. Al menos de allí no podían sacarlo tan fácilmente. Era uno de los pocos lugares cubiertos en los que podía sentirse como en casa, y a la vez, conservar la esperanza de hablar con alguien. El tema era lo de menos. La compañía era lo más importante para él. Sólo el que conoce la experiencia de la intemperie sabe lo que es esto. Pompilio lo sabía. Era uno de esos pensionados
sin pensión que ya no tenía amigos de su generación, de esos que no habían hecho familia ni fortuna. No había sido un emprendedor ni un inversionista. Todo lo había hecho a plazos, sin pensar en el futuro, sin guardar nada, pero sin deberle nada a nadie. No había cambiado mucho a lo largo de los años, ni siquiera en su facha. De su tiempo de actor había guardado un vestuario variado que le permitía ser el mismo sin tener que aparentar lo contrario. Ya pocos lo recordaban, aunque de vez en cuando alguien se le acercaba y le preguntaba si no se habían visto antes, leve reminiscencia de viejos papeles-pegados que a nadie importaban, ni siquiera a él. Hacía tanto tiempo que se había desvinculado de su medio... Había renunciado a todo y no se había dejado tentar por la televisión ni por el jet-set a la criolla, a pesar de que, como le decían, “pinta no le faltaba”. No hizo carrera como director ni como mánager ni se volvió escritor. Le hizo quite a la fama sin despeinarse.
         Uno que otro sábado extrañaba los escenarios y sentía la imperiosa necesidad de meterse en una sala de cine y cerrar los ojos, y llorar un rato sin ningún motivo concreto. Fuera cual fuera la película, si era sábado, lloraría. Así era Pompilio. Un par de amigos que habían hecho el tránsito hacia la escritura le preguntaban cómo hacía para sobrevivir sin dedicarse a exorcizarse en público a través de las letras. Las novelas, le decían, son el mundo de los solitarios. No entendían por qué, siendo él un trashumante de tiempo completo, no había dado el paso hacia la ficción. Él tampoco. Quizá no hablaban la misma lengua. Pompilio se encogía de hombros cuando le hablaban de creación. Sus amigos, a diferencia de él, eran intelectuales, de café, pero al fin y al cabo eran algo así. En cambio él, poco dado a la lectura y a las cosas académicas tan ajenas, tan innombrables, era un tipo de otro siglo, tal vez no sólo del pasado. Se habían cansado de tratar de convencerlo y de invitarlo a lanzamientos de libros y a charlas de expertos. Mitad en broma, mitad en serio, lo llamaban Poeta, quizá porque siempre tenía los ojos rojos... en permanence.
         La ciudad es muy pequeña para tanto poeta... y yo sólo creo en los poetas que cargan su obra a cuestas, como si (en) cada calle dejara una huella... ¡poeta di paso!
         Las bibliotecarias le tenían un ojo encima cada vez que entraba a una sala. Era muy conocido por rayar los libros, por anotar cosas intraducibles en los márgenes, por meter papeles-pegados en los volúmenes... por todo eso ya lo habían sancionado muchas veces.
         Ah, si yo fuera escritor, todo sería distinto. Si fuera uno de los famosos, subastarían cada ejemplar que llevara mi firma y harían exposiciones basadas en mis tachaduras. Aunque todo eso pasa en lo póstumo, como le ocurrió a Melville.
          Una cosa es rayar una obra y otra robarla, y además depende de quién lo haga. Una cosa es ser un Jean Valjean de los libros y otra es ser un Bonny and Clyde. Pompilio no aprendió eso en los libros, sino en la calle, y un poco en los cines. Sin embargo, en la biblioteca Pompilio siempre se sentía en casa. Cuando le da por coquetear, todavía le queda charme para que en la cafetería le inviten a un tinto o algo más. Las meseras lo saludan por su nombre y él les regala volúmenes de fotos-de-celebridades que él mismo ensambla. Una cosa es leer una obra y otra es dejar huellas en ella. Es como salir a caminar bajo la lluvia y pensar en cada gota.           
         A la librería no me dejan entrar. Me dicen que no sé tratar los libros.
         Su sala preferida es la de “ejemplares raros y curiosos”. Religiosamente, carga unos guantes de látex y un tapabocas y se aventura en las texturas y en los pliegues de los libros casi intocables, incúmbales que llaman. Su sueño es tener un taller de restauración de volúmenes antiguos. Es un fetichista de ocasión. Lo suyo no es la lectura sino el libro como objeto, como un ser que adora, como en el poema de Jattin.
         Pompilio es un buen conversador. Ha conocido muchos viajeros, de esos que dejan su casa y su linaje o pedigree atrás y se echan a andar como si una llama-doble los quemara por dentro y por fuera, de esos que terminan viviendo en una pensión cualquiera y despilfarran sus herencias. Con una de ellas estuvo casado un par de años. De ella escuchó historias como la del museo Maeght... Pompilio no conoce el mar.
        ¿Quién puede preciarse de conocer el mar?
       “Primero estaba el mar” es una novela de Tomás González. Este nombre no le decía nada a Pompilio esa mañana, sin embargo le atrajo el título apenas lo vio. El hombre que estaba a su lado ese día, en lugar de leer los diarios gratuitos, leía esta novela. Era alguien parecido a él -como en La flor amarilla de Cortázar-, pensó, pero esa impresión no habría de ser duradera. Su nombre era Marcel Borda. Era un lector consumado, pensionado también, pero de otra clase, de los que sí tienen pensión. Era un viajero lento, oblicuo. El mejor lector que hemos conocido. Durante unos años fue diplomático en Madagascar, pero su pasión por la fotografía terminó doblegándolo. Era un virtuoso con las naturalezas muertas, a las que llamaba en su inglés casi nativo, “still life”. Toda una ucronía. Al igual que Pompilio, no había tenido hijos y ese vínculo poderoso los acercó.
         Mientras unos tejen, otros escriben. Si no hubiera conocido a Marcel esa mañana, no habría sabido quién era yo. Si él no hubiera estado leyendo esa novela de Tomás González, nada habría ocurrido. Si yo hubiera conocido el mar primero, tampoco habría sido posible este encuentro...
         Mientras unos escriben, otros tejen. Es la ley de la vida. Unos creen en el destino y otros se hacen leer las cartas. Marcel y Pompilio piensan que, sin duda, primero estaba el mar... 


Alberto Bejarano
* Aprendiz de escritor bogotano, nació en 1980. Su primer libro de cuentos, Litchis de Madagascar, se publicó en 2011 en la editorial El fin de la noche de Buenos Aires. Ha escrito una novela inédita, A tientas, en torno a las memorias de un hombre retirado llamado Pompilio Téllez, protagonista de este relato. Ganador de los concursos “Bogotá paralela, capital mundial del libro” (2008), Revista Rilttaura (Universidad Nacional, 2009), Concurso internacional de relato Radio Nacional de España (2011) y Concurso de relatos Boaventurianos (Cali, 2011), finalista en los concursos de cuento de Bogotá (2012) y de la revista Archivos del sur de Argentina (2011), y cuarto puesto en el Concurso El mirador del Norte, (Madrid, 2011), ha publicado varios cuentos en diversas revistas hispanoamericanas: Revista de segunda mano (Bogotá, 2005), Gaceta literaria virtual Nº 2 (Argentina, 2008), Suma cultural (2009), Relatos, cuentos y ensayos sobre cine clubes (Cartagena, 2009), Revista literaria El puñal (Chile, 2009 y 2010), La Movida Literaria (Bogotá, 2010), Culturama (España, 2010), Siderola (Bogotá, 2010), Odradek (Medellín, 2010), Recetas (2011), Medir calles, Tamandua (2012) y Phoenix 2012-II de literatura de la Universidad Nacional (2012). Finalista del I Concurso Litteratura de Relato.

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