Padre amado, llego hasta ti con toda humildad para pedirte que ilumines mi vida devolviéndome la libertad: mi libertad. Es lo único que te pido, libertad para poder hacer mi vida más allá de estas rejas que oprimen mi cuerpo y mi mente cada día, que anulan mi existencia, la misma vida, que es el regalo más preciado con el que me has bendecido. Te doy gracias, Señor, por escuchar mis humildes plegarias, hincando las rodillas ante tu inmensidad, obsequiándote con mis más sinceras loas por tu intersección llevándote a mi esposa lejos de mí para encontrarme con mi propia vida, liberar el potencial físico e intelectual con el que me has honrado sin los obstáculos de este error garrafal que entrampa mis días. Sabes de mi cobardía, Señor, sabes que por mis medios no soy capaz de deshacerme de ella. Creo en ti, creo en tu infinita misericordia, en tu inmensa sabiduría…
Ricardo separó las manos lentamente —dando por finalizado el mudo rezo— y desvió la cabeza hacia su izquierda.
—Anda, abrázame…
Él accedió y pasó los brazos con delicadeza por la espalda de su esposa, enroscándose en su cuerpo. Ella acarició sus manos y sonrió en la oscuridad del dormitorio.
—Gracias, amor.
—Es mejor que cada uno siga con su vida.
—¿Y qué hago yo con todo esto que llevo dentro? No te alejes…
—No puedo seguir así toda la vida, siendo tu amante. Tú has decidido continuar con tu mujer, así que apechuga. No he sido más que un fantasma, y no quiero seguir conformándome con las babas de nadie.
—Pero no puedo, no sé cómo… Separarme de mi mujer significaría vivir lejos de mis dos hijos, Irene y Luis… ¿Y si se ponen enfermos y no puedo estar a su lado?... No podría…
—Hasta siempre, Ricardo. Todavía te amo y esto es muy duro para mí. Los sueños, sueños son. Vivirás una vida de mentira.
—Conocerás a alguien y te olvidarás pronto de mí, pero yo conviviré con alguien a quien no quiero ni querré, y te amaré siempre, y te seguiré pensando… Y ésa será mi condena. La condena del cobarde.
—¿Has visto cómo maneja Irene la bicicleta sin patines? Luis tiene dos años más y todavía tiene miedo.
—Sí, Irene es más decidida. En eso se parece a ti.
—Anda, ven a mi lado, Ricardo, pásame el brazo por los hombros, que no me he echado la chaqueta y tengo algo de frío. Siempre estás tan despegado… Venga, sentémonos en ese banco.
Irene, de cinco años, daba media vuelta manejando con presteza el manillar, mientras Luis tenía que bajar de la bicicleta al final del paseo y volver a subir para tomar la dirección contraria, temblándole todo el mecanismo.
—Mírame, Ricardo. ¿En qué piensas, siempre tan callado?
—Miro a los críos.
—Anda, dame un beso, que estás muy guapo con este abrigo. ¿Me quieres?
—Claro.
—Qué solos nos hemos quedado, ¿verdad, Ricardo?
—Es lo que toca.
Ricardo no apartaba la vista de la televisión, mientras su esposa le hablaba desde otro sillón, escrutándole de perfil, con los ojos enrojecidos.
—Luis en su laboratorio de California e Irene en su pisito de Lyon con su pareja… Han seguido su camino, y nosotros les hemos apoyado en todo. Debemos sentirnos orgullosos de que cultiven sus propios sueños.
—Era nuestro deber.
—Que sean felices.
—Y valientes.
Ella desvió la mirada hacia la pantalla, hasta perderse en un concurso sobre nuevos talentos que ocupaba la parrilla de la noche veraniega. Un nudo pareció apretarse un poco más en su interior. Le hacia falta sentir un abrazo de amor, un necesario afecto con su tacto de calor. Se despegó del sillón y de la pantalla, marchando en silencio, con los ojos aún más enrojecidos, hasta la cama.
Agonizando en su lecho, se negó en redondo a recibir la extremaunción, cuando nunca había despreciado sacramento alguno a lo largo de su existencia. Ricardo dejó de respirar con los labios contraídos y los puños muy apretados, sin llegar a emitir una palabra durante su agonía.
En sus últimas voluntades dejó dispuesto que no quería entierro ni exequias religiosas, ni que sus huesos acabaran en el panteón familiar. Todos sus familiares, empezando por su esposa, jamás hubieran sospechado que optara por la incineración, y aún mucho menos que las cenizas fueran arrojadas a cualquier contenedor de basura; con todo, sus disposiciones fueron estrictamente respetadas.
Su viuda quedó en el coche acompañada de sus dos hijos —venidos de tan lejos para ese particular último adiós—, observando cómo el camión de la basura vaciaba el contenedor que albergaba los restos de Ricardo. Ella, desde el asiento de atrás, acarició los hombros de Luis e Irene.
—Os invito a cenar en un restaurante del que he oído maravillas. Es de estilo francés, con el encanto de un bistró parisino a orillas del Sena o cerca de Montmartre. Preparan una fondue con el auténtico queso según su tradición, todo ello acompañado por unos vinos espumosos deliciosos. Está a pocos minutos de aquí, junto a la zona de museos.
Sus hijos besaron su mano y la sonrieron. Irene, que iba al volante, arrancó el auto y activó las intermitencias.
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