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Foto: www.idealista.com |
Alargué el brazo para avisar a María, pero estaba profundamente
dormida y apenas se inmutó. El animal puso sus zarpas sobre el colchón y abrió
la boca en un prolongado bostezo. Pude ver con todo detalle su colosal dentadura.
Aquel animal parecía capaz de descuartizarme sin esfuerzo. Tal espectáculo me
convenció de la imperiosa necesidad de avisar a mi mujer. La agité con fuerza para
despertarla, pero sólo conseguí que me propinara un buen puñetazo en el brazo
sin abrir los ojos. Insistí varias veces hasta que acabó por despertarse y gritarme:
—¡¿Se puede saber qué te pasa?!
—¡¿Se puede saber qué te pasa?!
—Hay un oso en la habitación. —Me miró a los ojos un
segundo, después cogió la almohada y me la estampó con fuerza en la cabeza.
Yo insistí con más énfasis:
—¡En serio! ¡Hay un oso en la habitación!
Cuando ella se giró no vio ningún oso.
—Aquí no hay nada…
Efectivamente, ya no estaba allí. Me levanté, encendí la luz y… había
desaparecido. Busqué algún rastro del animal sobre el colchón, en el suelo, en
las paredes… nada. No podía ser una alucinación, lo había visto, era real,
estaba seguro. Me quedé de pie en medio de la habitación, incapaz de articular
palabra.
—Estarías soñando, venga, ¡vuelve a la cama! —me dijo María con actitud comprensiva.
Le hice caso, pero no fui capaz de volver a dormir. Ella, en cambio,
lo consiguió casi de inmediato. Unos minutos más tarde, el plantígrado volvió.
Entró tranquilamente en la habitación, se acercó a la cabecera de la cama y
empezó a lamerme la cara. Yo estaba tan desconcertado que no sentí ni asco ni
miedo. Decidí no despertar a María. No podía ser real. El oso levantó una zarpa
y la apoyó en mi estómago, se me quedó mirando como si quisiera decirme algo.
Nos quedamos unos segundos cara a cara, muy cerca, sentía su apestoso aliento y
su intensa mirada cruzarse con la mía. De repente, un súbito y agudo grito nos
asustó, él salió disparado y yo me incorporé sobresaltado. María se había
despertado, había visto al animal y ahora estaba de pie junto a la cama, incapaz
de dejar de gritar. Me levanté y la abracé.
—Tranquila, no hace nada, es muy manso. —En realidad, daban más miedo los berridos de mi mujer que aquellas
poderosas fauces malolientes. María me agarraba con fuerza, apretando mi cuerpo
contra el suyo, como buscando cobijo entre mis brazos. Permanecimos abrazados
unos minutos, hasta que por fin pareció calmarse y me soltó.
Cuando nos separamos, María se percató de la mancha en mi pijama.
—¡Estás sangrando!
No me había dado cuenta. Imaginé que el animal me habría herido cuando
se asustó. Me toqué la herida, era superficial. Inmediatamente pensé en la
necesidad de desinfectarla.
—Voy a por el botiquín del lavabo.
—¡El oso corre por ahí!
—Tranquila, es inofensivo. —No lo decía sólo para
tranquilizarla. Creía realmente que no era peligroso. Estaba acostumbrado a la
presencia humana. En absoluto parecía un animal salvaje.
Al salir del cuarto de baño, pude ver al oso agazapado en un rincón
del comedor, en efecto, parecía más asustado que nosotros. Así que decidí
dejarlo tranquilo y volver al dormitorio con todo lo necesario para curar la
herida. Tras de mí cerré con llave. María me curo en apenas unos minutos.
Estábamos derrotados, así que nos metimos en la cama, nos abrazamos y nos
dormimos.
Nos despertó el estruendo de la puerta del dormitorio cuando caía. El
oso la había tirado abajo, estaba a dos patas sobre la puerta y emitía un feroz
gruñido. Parecía muy cabreado. Cogí el teléfono y marqué el número de
emergencias. Pensé que era increíble que no se nos hubiera ocurrido antes. Pero
aún era más difícil de creer que aquel animal cortara el cable del
teléfono. No podía ser una simple casualidad, fue un zarpazo certero en el momento
preciso.
María y yo nos abrazamos con fuerza, estábamos absolutamente
paralizados por el miedo. La furia del oso pareció declinar, mutó de cabreado
bípedo a manso cuadrúpedo en apenas unos segundos. Se acercó a nosotros hasta
el punto de hacernos sentir el calor de su aliento y nos lamió a ambos la cara.
A pesar de lo asqueroso de la situación, me alegré sobremanera del cambio de
actitud del animal. María empezó a acariciarle la nuca, al oso le encantaba, se
tumbó en la cama entre nosotros como hacen los niños cuando son pequeños y se
meten en la cama de sus padres un sábado por la mañana. Le empecé a frotar la
barriga. La cosa empezaba a cobrar tintes de familia feliz, cuando de repente
el oso quedó inánime sobre la cama.
De pronto, no se movía. Primero creímos que se había dormido, pero no
respiraba, si alguien tiene tan mal aliento es fácil darse cuenta. Ausculté el
corazón del animal acercando mi oído a donde suponía debía estar su corazón.
Por mucho que busqué, no hallé latido alguno. Efectivamente, había muerto. Nos
levantamos de la cama y nos lo quedamos mirando.
—Pobre —acerté a decir, y me santigüé. A pesar de que era
un ateo convencido con ramalazos anticlericales, me pareció que aquel gesto
dotaba de una cierta liturgia a tan trascendental momento. María me miraba con
cara de extrañeza, pero esbozó una sonrisa.
—No sé, quizás el oso era católico —dije a modo de disculpa.
De repente, el cuerpo del oso empezó a sufrir una especie de
metamorfosis, la pelambre empezó a desaparecerle, el cuerpo se le empezó a
encoger… en pocos segundos, lo que antes era un inmenso oso se había convertido
en un bebé recién nacido, con cordón umbilical incluido. Un bebé lloraba tumbado en medio de nuestra cama. María cogió con mucho cuidado al niño, y
empezó a mecerlo en sus brazos.
—Tiene hambre —dijo.
Fui a la cocina a ver si encontraba algo con lo que improvisar un
biberón. La verdad es que no tenía muy claro por dónde empezar, pensé en ir a
la farmacia. Ya tenía las llaves en la mano cuando María dijo:
—No te preocupes, ya está.
No podía ser, fui hacia el dormitorio y allí estaba mi mujer dando de
mamar al niño. ¿Cómo era posible? Pero sí, le estaba dando el pecho como si fuera la madre…
—¿Cómo lo has hecho? —Ella se limitó a sonreír.
Apenas era de día, había sido una noche muy larga, pero en ese momento
sentía una paz que no recordaba haber sentido nunca. Una cosa estaba clara,
aquel niño era nuestro, no me refiero a que iba a tener en nosotros a su
familia, quiero decir que había surgido de nosotros. Era hijo nuestro en el
sentido biológico de la palabra, y en consecuencia obramos.
Ha crecido sano y fuerte. Ha oído mil veces la historia de su
alumbramiento y se siente orgulloso de sus orígenes. Tiene un carácter fuerte y
apasionado, es generoso en el esfuerzo y siempre está dispuesto a ayudar, pero
también es capaz de ser agradecido y de pedir ayuda cuando es preciso. Es
humilde, sincero y honesto, tanto consigo mismo como con los demás. Vive como
siente y siente como es. Tiene lo que de bueno tienen los animales, que es,
precisamente, de lo que los humanos solemos carecer y que curiosamente llamamos
humanidad. Su único defecto es un no sé qué en su aliento que me retrotrae a
aquella noche en que todo empezó para él. El otro recuerdo de aquella noche es
la bonita cicatriz que me ha quedado en el vientre.
Mi mujer y yo hemos intentado tener más hijos, pero no fue posible,
tras un tiempo de probarlo con el método tradicional buscamos ayuda médica,
pero nos dejaron claro que no había nada que hacer. Tanto ella como yo
resultamos ser estériles y, desgraciadamente, ningún oso nos ha vuelto a
despertar a medianoche.
Lo que empieza siendo un cuento más de situación surrealista graciosilla, acaba despertando la emotividad.
ResponderEliminarGracias, me ha gustado mucho.
Sí, los relatos de Albert García siempre tienen algo que nos acaba emocionando. Gracias a ti de parte del autor, Anónimo.
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