Fragmentos de un diario del dolor existencial (X)
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Acuarela de Esther Aguilà, Ari |
Cafetería
del Hospital Clínic
Barcelona,
Primavera 1996
A
punto de hacerme una
radiografía torácica en el Clínic
radiografía torácica en el Clínic
Cada
vez que piso este inmundo lugar, vulgarmente conocido como hospital,
recuerdo mi frágil condición humana. Y, muy a mi pesar, también me
acuerdo del Tigre: después de año y medio sin tocarlo, he tenido
que volver a usar el Ventolín... En fin, debería dejar de fumar.
Cuanto
mejor le comprendo, mayor es la sensación de mirar a través de un
caleidoscopio. Su temperamento da para una dramática y hermosa
historia de amor… ¿como la que hemos disfrutado? Tiene la pasión
indómita de Otelo, aquella que Shakespeare le confirió para que
poseyera a Desdémona, la pasión que da la naturaleza misma de
irracional al hombre. Y su ternura, que mantiene a flor de piel y
siempre muestra con satisfacción sincera, al imaginarse a todas sus
chicas como el barro: pastosas, dúctiles, manipulables… Con
habilidad de maestro alfarero, emplea la suavidad de sus manos, el
abrigo de su voz y la pujanza de su sexo para moldear la voluntad de
sus mujeres, hasta conseguir adueñarse de ellas sibilina y
fálicamente. No sé cómo denominarlo..., ¿machismo con aroma a
espliego y desinfectante?
Yo
he sido una de sus chicas y la magnitud de mi escultura habría
podido depender del tiempo, la perseverancia y el arte que él
hubiera invertido… ¿o acaso no estuve a punto de aceptar la
invitación a Antananarivo? Sí, es muy difícil no someterse a él,
al amparo de un Hombre de verdad y con mayúsculas. Nada que ver con
el pobre Javi.
Sin
embargo, al final los besos, las caricias, las sonrisas y los sueños
—también las pesadillas— quedaron ajados por el uso, la rutina y
la inercia, girando sin cesar hasta retroceder al punto inicial. Lo
nuestro ha sido como una joven embarazada a punto de abortar. Una
ilusión perdida, muerta, eso ha sido él, Él, que me prometía
vivir y sólo se quedó impreso en aquella foto instantánea que nos
hicieron en la fiesta irlandesa del Falstaff, ambos con muecas de
estúpida felicidad.
Bueno,
por mucho que duela, yo siempre he estado a favor del aborto.
Seis
años después de haberle visto por primera vez en el Falstaff (no
sabe que ya me había fijado en él, nunca se lo dije), debe pensar
que mi amor fue falso. Jamás. Le quise, yo sé que le quise (odio lo
cursi que suena esto), y en mi memoria —no en aquella Polaroid—
siempre, SIEMPRE será mi Tigre, a pesar de que me haya llamado Puta
Barata. Bueno, por algo será...
Le
quise y, no puedo engañarme, aún le sigo queriendo. Vaya, no
pensaba escribir esto. Después de trazar la “a” tras la coma, me
he quedado diez o doce segundos dudando, y al final he decidido
trasladar el pensamiento al papel. ¿O acaso, como Melissa de
Alejandría, no elegí en el pobre Javi la boca más cercana a la
suya?...
Cuando
cortamos, mi madre, intentando consolarme, me dijo que hay que besar
a muchas ranas para encontrar a un príncipe (es curioso que usara
esas palabras: “rana” y “príncipe”). Así que terminemos y
dejemos la historia como si fuera un bonito cuento de hadas, de
aquellos que me contaba mi padre cuando era pequeña, antes de que me
quedase dormida, y que conseguían hacerme feliz. Un cuento de
princesas en el que surgían dragones y príncipes, dispuestos a
ocupar el horizonte de mi párvula imaginación. De esta forma
pasaron los años, y yo creía que esos relatos formaban parte de la
vida real, de mi vida, pero cuando descubrí el amor en su realidad cruel supe cuál era el final de aquellos encantadores cuentos
infantiles que me transportaban a…, qué importa.
¿Cuántas
ilusiones se forjan a lo largo de una vida?... Con él, más de dos
mil, una por cada vez que he mirado en sus ojos, una por cada
amanecer de dos mil días, al principio monótonos y cotidianos. Son
tan frágiles estas ilusiones mías como hermosas esferas de cristal
que, etéreas, flotan a mi alrededor, son tan quebradizas que se
fueron rompiendo, transformadas en polvo en manos de su creador.
Incluso
después de todo lo que ha ocurrido, a veces siento la tentación
de abandonarme de nuevo entre sus brazos, sin pensar en nada más
(algo así debió pasarle a Amelia con el Suso), de volver para no
irme nunca. Eso sería un descenso al infierno, lo sé, pero es una
idea terriblemente seductora. El averno de Dante era ardiente y
bello. Con él, mi vida también ha sido ardiente, bella e infernal,
casi de cuento de hadas..., ¿como la de Francesca de Rímini?
La
muerte dantesca da paso inmediato a la comedia inédita de mis sueños
más extravagantes: el crepitar del quinqué y su luz ambarina que
refulge a mis espaldas; tranquila, sentada, espero subir a las
estrellas en una noche sin luz. Llevo mucho tiempo aguardando, tanto
que olvidé el ansia de mi espera.
Hoy
sólo me preocupa recuperar el humor, sin querer se me diluyó en el
camino. A partir de ahora me conformo con que la vida sea mediocre,
incluso vulgar y pedestre, pero eso sí, apacible, tranquila,
descansada y confortable.
Extraño
tanto lo que más odio… Lo necesito: odio lo que más quiero. Me
gustaría desaparecer en la lejanía, salirme por la tangente de todo
ese rencor invisible que nubla mi andar.
Hielo
seco siento por dentro. No se derrite, mantiene latentes sus
quemaduras en mis entrañas. Me paraliza hasta la exasperación la
profunda soledad que me pudre por dentro.
Wau...duro. muy bueno Jordi! Escribes hermosamente
ResponderEliminarMariano Contrera
Muchas gracias, compañero!!!
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