Foto: Enrique Simonet, ¡Y tenía corazón!... |
En
pocos pasos alcanzó su destino: allí, en la misma esquina de la calle Compañía,
y materialmente encajado entre la iglesia del Santo Cristo y el neoclasicista
Palacio del Consulado (sede de la Sociedad Económica de Amigos del País, desde
donde se editaba El Popular de Málaga, que los milicianos leían a diario
en el frente casi como una obligación de fe), se levantaba el mínimo caserón
barroco de la Escuela Náutica de San Telmo o antiguo Noviciado de San Sebastián, sede casi inverosímil, por su pequeñez, de la
Academia de Bellas Artes, de la Escuela de Artes y Oficios y del propio Museo
Provincial.
En aquel momento nadie custodiaba el edificio,
y Joaquín abrió con su propia llave el postigo de acceso del portalón de
madera, que volvió a cerrar de inmediato tras de sí. En la Galería de Entrada
todo parecía estar en orden, dentro del caos que la guerra había supuesto desde
su inicio, y la recorrió rápidamente en busca del pequeño cuartito de servicio
que compartían los escasos empleados de la institución. A su alrededor, los
cuadros se apiñaban avaramente en las paredes unos junto a otros, sin dejar
apenas espacios entre ellos, en una especie de horror vacui que
constituía probablemente la seña de identidad más destacada de aquel minúsculo
y abigarrado museo. Un museo donde, a pesar de las joyas exhibidas, lo más
valioso parecía seguir siendo el espacio, por su escasez.
Joaquín, sin encender ninguna luz, se dirigió a
su diminuta mesita de trabajo –el pupitre de un escolar le parecía a menudo–,
abrió los cajones y sacó rápidamente todos los papeles que le parecieron
comprometedores, que troceó en pedacitos lo más pequeños que pudo, con la intención de arrojarlos en cuanto
pudiera en la letrina más cercana. Comprobó que no quedaba ninguno más oculto
entre otras carpetas ni legajos, y volvió a ordenar cuidadosamente todas sus
plumas, sus tinteros y el resto de su material de trabajo, como si hubiesen de
pasar una revisión en breve por parte de algún superior quisquilloso. Y se
dispuso a abandonar el edificio, antes de que pudiese entrar nadie más por
sorpresa y se le ocurriese pedirle incómodas explicaciones.
Pero antes de marcharse, no pudo resistir el
impulso de ir a verla a ella, una vez más.
Furtivamente, como si cometiese un delito o una
profanación, Joaquín se dirigió hacia la Sala Ricardo Orueta de pintores
contemporáneos. Por el camino se demoró en la Galería de Antiguos –abarrotada
de óleos flamencos, españoles e italianos del siglo
XVII, entreverados con alguna que otra tabla española o alemana del XVI, e
incongruentemente mezclados con las vitrinas de restos romanos y andalusíes–, y
se detuvo un momento ante la cabeza tallada de San Juan de Dios, del escultor
Pedro de Mena: único resto de la imagen destruida
que había decorado uno de los pilares de la iglesia de Santiago hasta mayo del 31, cuando tantos edificios eclesiásticos habían
sucumbido víctimas de las llamas y de la cólera de la multitud. La cabeza había
llegado al museo dentro de una caja sellada y precintada, pero sin remitente, y
jamás llegó a conocerse la identidad de su misterioso salvador. Aquella cabeza
que ahora parecía contemplar a Joaquín –o quizá al conjunto de la raza humana–
con una triste mirada de misericordia y preocupación.
Por fin entró en la Sala Orueta y, sin
malgastar un parpadeo sobre las flores adocenadas
de Murillo Bracho ni sobre los previsibles toreros de José Denís (“Si esto
fuera de verdad arte contemporáneo, aquí habría algún Picasso”, pensaba con
frecuencia cuando entraba en aquella sala), se plantó de una ansiosa zancada
ante el gran lienzo de Simonet, Anatomía del Corazón.
Ni un solo día desde que entró a trabajar en el
museo había dejado de ir a ver aquel cuadro, que le conmovía más que ningún
otro de los que hubiese visto en su vida. Y eso que había visto muchos y
gloriosos, durante sus estancias en Roma y Florencia, cuando el Obispado
todavía le consideraba un brillante seminarista y todos creían que llegaría a
ser un respetado profesor de Teología o de Historia del Arte.
Joaquín respiró profundamente y se dejó
sumergir en la atmósfera del cuadro, como hacía siempre. Aunque la luz que
entraba en la sala era escasa –los pesados cortinajes estaban corridos, y las
ventanas protegidas por tablones para evitar su rotura durante los bombardeos–,
a él le bastaba para identificar y reconocer hasta el último detalle del
lienzo: se sabía de memoria todas sus formas, sus contrastes de luz y sus
matices de color.
Como siempre, notó que la tristeza le subía
desde el fondo del pecho al contemplar el rostro exánime de la muchacha, sus
ojos cerrados y los labios entreabiertos en el acto de exhalar su último
suspiro. Anheló poder sumergir sus dedos entre los rizos abundantes y cobrizos
que caían como una cascada sobre el borde de la mesa del forense y casi
llegaban al suelo, y acariciarlos en un inútil gesto de consuelo. Sintió una
mezcla de deseo y ternura al deslizar su vista por la piel blanquísima, que
debió ser muy blanca en vida pero que lo era aún más ahora, a causa de la mortal palidez; por el perfecto brazo desmayado,
por el seno redondo, pequeño y pleno, de sonrosado pezón, que descubría la
piadosa sábana ensangrentada; por el delicado torso que parecía torneado por un
alfarero, por la suave curva de su vientre y el delicioso cráter de su ombligo,
por el tentador pliegue entre el muslo y la cadera, sobre el que tanto le
hubiese gustado depositar un amoroso beso. Y
como siempre, sus ojos se detuvieron sobre el denso arranque del vello del
pubis –de brillantes reflejos anaranjados, los mismos de la larga melena–, que
el faldón de la sábana con que habían tratado de cubrirla no conseguía del todo
ocultar.
Cuando sintió que no podía impregnarse más de
la belleza de la joven muerta, volvió su mirada hacia la venerable figura del
doctor de barba blanca y revueltos cabellos que permanecía de pie junto a ella,
apoyado en la mesa de disecciones, y que contemplaba absorto el rojo corazón
que sostenía entre sus dedos. El corazón que él mismo acababa de extraer del
inanimado pecho de la muchacha.
Joaquín había leído muchas historias sobre aquel cuadro. Que su modelo había sido una
afamada prostituta romana, a cuyos pies los hombres se postraban derrotados, y
que había muerto víctima de su mala vida –más probablemente de
tuberculosis, o de alguna enfermedad de transmisión sexual–. O una prometedora
actriz, que se había suicidado por desamor. Y siempre le había irritado el
timorato título alternativo que el acomodado público malagueño le había dado al
llegar al museo, pocos años atrás: ¡Y tenía corazón…!, con el que
parecían hacer un cínico juicio moral sobre la vida de una pobre muchacha
muerta; una muchacha que quizá había desafiado los prejuicios de la sociedad
burguesa muy a su pesar, por huir del hambre o de las agotadoras jornadas en
una fábrica, y que ahora yacía sin vida sobre una fría mesa de disección.
–Un muchacho de su edad hace tiempo que debería
estar casado –le decía muchas veces don Hermógenes, cuando le veía pasar las
horas muertas absorto y en silencio delante de aquella tela, adivinando la
pasión malsana que bullía en su interior–. Al fin y al cabo, ya no está usted
en el Seminario.
Joaquín había pensado en más de una ocasión que
el anciano forense del cuadro era como un trasunto del propio don Hermógenes,
con su mismo aire profundo y reflexivo y su mismo aspecto pulcramente
desaliñado. Pero esta vez se sorprendió con el descubrimiento de que también
percibía algo de sí mismo en aquella figura: absurdamente vivo, culpablemente
vivo, ante lo injusto e insoportable de la muerte que imperaba a su alrededor.
Entonces buscó con la vista el otro gran cuadro de Simonet que había en aquella
misma sala, el dramático y misterioso Flevit super illam, en el que
Jesús lloraba por la futura destrucción de Jerusalén, rodeado por sus
acongojados y sorprendidos discípulos en el Monte de los Olivos, y se preguntó
si al Maestro le quedarían aún lágrimas por derramar ante la suprema tragedia
de España.
Al girarse se encontró ante el rostro de Pablo
Iglesias, el fundador del PSOE y de la UGT, que emergía –como en un angustioso
sueño– de su bloque de mármol gris. La efigie le miraba con sus ojos de máscara
funeraria, vacíos y desesperanzados, y Joaquín se sintió súbitamente culpable:
su autor, el escultor Emiliano Barral, había muerto hacía pocas semanas
defendiendo Madrid contra las tropas de Franco. Como un hombre, como un verdadero
hombre, con el fusil en la mano. Y él, en cambio, allí estaba: pensando tan
sólo en salvar el pellejo y destruyendo papeles comprometedores, por si
entraban los fascistas en el museo. Pero no, no, se dijo, yo no soy un cobarde, no soy un merdellón, no soy un cagao;
pero es que no haría nada bueno en el frente, soy torpe, flojo, indisciplinado,
no sé tirar con fusil, no valgo para ir a la guerra. No, no me voy a pasar a
los fascistas, no voy a agachar la cabeza ni voy a ir por ahí diciendo Arriba
España, yo también quiero defender la libertad, la razón, el progreso, la
República de los trabajadores. Pero tengo que hacerlo con armas que sepa
usarlas, no con bombas ni con fusiles, que no son lo mío. Yo no me puedo poner
delante del fusil de un moro o un legionario, encamado como un conejo en el
fondo de una trinchera: me matarían en menos que se santigua un cura loco, me
cagaría al primer tiro, sería un lastre, un estorbo, una rémora para mis
compañeros, para qué mierda me voy a meter yo en ese lío.
Pero yo también quiero defender a la República,
digo que si quiero, voy a defenderla del mejor modo que sepa. Nada más tengo que encontrar el momento, nada más tengo que encontrar la manera.
Nada más que encuentre la manera.
Y a lo mejor ya la había encontrado.
Recordó a su amigo Antonio, el maestro del
pueblo. ¿Seguiría aún vivo? No había vuelto a verle ni a saber nada de él desde
el día en que vino al Museo, poco antes de que estallara la rebelión, a
traerles aquella extraña joya antigua: un delicado pendiente de oro en forma de
abanico, orlado de flores y palmetas, que afirmaba haber encontrado en la
sierra, yendo de excursión con sus alumnos. Según él, formaba parte de un
extraordinario ajuar funerario oculto en el interior de una cavidad que, por su
descripción, debía ser uno de aquellos viejos dólmenes que abundaban por la
comarca; uno, probablemente, que había pasado desapercibido hasta la fecha,
confundido con un montículo más del paisaje, y que no había sido aún
inventariado.
La pretensión de Antonio era que el Museo
avalara la autenticidad del hallazgo, y que se organizara lo antes posible una
excavación arqueológica seria para evitar el expolio de las piezas, que sin
duda se produciría en cuanto se corriese la voz del hallazgo. Antonio había
demostrado, con ello, ser extraordinariamente escrupuloso y responsable y tener
un gran amor por la Ciencia: si se hubiese llevado las joyas él mismo, aunque
fuera para protegerlas, sin duda habría destruido sin
querer gran cantidad de información irrecuperable, más valiosa que las
propias alhajas. Pero la decisión de dejarlas in situ también conllevaba gran
riesgo: pues no cabía duda de que la tumba, tarde o temprano, acabaría por ser
saqueada, y entonces se perdería todo: la información y las joyas.
Y luego, todo pasó muy deprisa: el golpe de los
generales en los cuarteles, la inesperada resistencia del pueblo y la Guardia
de Asalto en las calles, la constitución del Comité de Salud Pública, el caos,
el desgobierno, la guerra, la revolución. La Junta de Protección e Incautación
del Tesoro Artístico, que empezó a funcionar en agosto, pero con objetivos más
urgentes e imperiosos que el de organizar azarosas expediciones de incierto
resultado. Y a mitad de ese mismo mes, las tropas del general Varela que
ocupaban el interior de la provincia –el pueblo de Joaquín y los demás de la
comarca incluidos–, y la línea del frente que quedó establecida en los agrestes
parajes de la Sierra, es decir, allí donde el misterioso tesoro les aguardaba.
¿Estaría todavía allí, esperándoles? Joaquín
tenía la esperanza de que el desconocido dolmen que debían buscar hubiera
quedado protegido y olvidado en mitad de la tierra de nadie. Pero si era así, esa protección ahora había
desaparecido; porque si el frente se había desplomado, nada impediría ya a los
fascistas, o a cualquier otro desaprensivo, el poder encontrarlo si llegaban a
saber de su existencia. Y allí, en el Museo, estaba la prueba de que el tesoro
existía: el delicado pendiente que les trajo Antonio y que el director del
Museo había guardado en un cajón de su despacho.
Y ésa iba a ser la misión de Joaquín. Ésa iba a
ser su contribución a la causa de la República. Joaquín no podía evitar que
Málaga, ni los cuadros de Simonet, ni el resto del Museo, cayesen en manos de
los fascistas. Pero sí podía evitar que encontrasen aquel pendiente de oro, que
había llegado providencialmente a sus manos tras siglos de profundo sueño en
las entrañas de la tierra, y quizá podría, con ello, mantener un poco más de
tiempo su secreto; quizá, sólo quizá, hasta que cambiase el curso de la guerra
y el Gobierno legítimo de la República pudiese organizar la expedición
arqueológica prometida.
Joaquín dedicó un pensamiento a su amigo
Antonio, a quien no sabía si volvería a ver algún día, y a la confianza que
éste había depositado en él mismo y en el Museo. Y decidió que aquella
confianza no iba a ser traicionada.
Con la nueva entereza de ánimo que le daba la
determinación tomada, contempló una vez más el cuadro del que había venido a
despedirse, que ahora le inspiró un poco menos de tristeza; como si empezase a
entrever que, incluso ante lo irreparable de la muerte, siempre pudiese quedar
un resquicio para la esperanza. Dedicó también una afectuosa última mirada a la
Esclava en venta de Jiménez Aranda –aquella adolescente de pechos
diminutos y vientre delicadamente redondeado, cuya condición de persona era
brutalmente negada y transmutada en mercancía por la tablilla de madera que
colgaba de su blanco y desnudo cuerpo–, y salió de la sala, sabiendo que podía
hacer su propia pequeña contribución a la liberación de los que hoy en el mundo,
seguían siendo esclavos, o podían caer en
una nueva esclavitud.
Sin más demoras, entró en el despacho del
director del Museo, abrió el cajón del escritorio cerrado con llave –la llave
que le había confiado la Junta Delegada, como persona de confianza afiliada al
Sindicato–, y allí localizó el pendiente: en el mismo lugar donde el director
lo había guardado, y de donde no lo había vuelto a sacar en todos aquellos
meses. Lo contempló apenas unos segundos –era tal como lo recordaba:
extrañamente semejante a algunas de las valiosas piezas orientales que, mucho
tiempo atrás, había tenido ocasión de examinar en los Museos Vaticanos–, se lo
metió en el bolsillo y abandonó el edificio.
En la plaza, de nuevo, agitación y ajetreo.
Cada vez más gente acarreando bultos de ropa o comida, familias enteras,
mujeres, ancianos, niños, con el terror pintado en el semblante. Joaquín trató
de abrirse paso por la calle Compañía, pero esta vez la empresa parecía
imposible.
–¡No te vuelvas p’atrás, que están a
punto de entrar los moros!
La masa comenzaba a ser un río, una corriente
imparable. Y el torrente, como si de agua realmente se tratara, fluía
newtonianamente cuesta abajo, buscando la ruta más corta hacia el Paseo del
Parque: buscando la salida al mar.
–Pero, ¿dónde vais, locos? Como os acerquéis al
puerto, los barcos fascistas os van a freír a cañonazos.
–¡Tú no eches cuentas de los barcos y aligera,
que van a venir los moros y te van a poner el culo como un abrevadero de patos!
¡Hay que coger la carretera y salir escopeteaos, que si nos pillan aquí encandilaos
te vas a enterar tú de lo que vale un peine!
Aunque Joaquín trataba de conservar la calma,
el frenesí de la muchedumbre comenzó a bloquear su capacidad de raciocinio.
¿Volver hacia casa o unirse a la estampida? Al menos coger una maleta, algo de
ropa, algo de dinero. ¿Y para ir adónde? Los Nacionales llegarían por el norte
y por el oeste, y eso sólo dejaba la posibilidad de huir hacia el este, hacia
Torre del Mar o hacia Nerja, por la carretera de Almería, salvo que les
pinzaran también por ahí. Pero huir, ¿en qué medios de transporte? Si se
trataba de una evacuación auténtica, ¿estaban facilitándola de algún modo las
autoridades?
Joaquín ya no era dueño de su cuerpo, el río lo
arrastraba como a un madero entre la devastación de la calle Larios y a lo
largo de la calle Strachan hacia la Catedral de la Encarnación. Y al llegar al
Paseo del Parque, el caos allí reinante le hizo comprender la magnitud del
desastre: las familias acarreando a pie sus bultos se mezclaban con las
carretas, los caballos y los mulos, y algunos trataban de subir, sin éxito, a
los coches y camiones cargados de milicianos, que les ignoraban en su
vergonzante huida.
–¿Os han dado la orden de retirada?
–¡Calla, chalao! ¿No ves que se está
marchando todo el mundo?
Joaquín ya no decidía, no pensaba. Era una
hormiga siguiendo a sus congéneres, una partícula más de la atribulada
marabunta. Sin equipaje, sin transporte, ya todo daba lo mismo: lo único
importante era huir, abandonar la ciudad cuanto antes por los medios que
fueran, hasta donde los pies le llevasen, lo más lejos posible, huir, huir,
huir ya.
Ante él se extendía la bella fachada marítima
de Málaga, ahora destruida y en ruinas, rota entre boquetes y escombros: el
edificio neomudéjar de Correos, las columnas y frontones neoclásicos del nuevo
Banco de España y del Ayuntamiento, la Alcazaba tras ellos, presente y pasado,
mora y cristiana, comunista, libertaria, republicana. Málaga, La primera en el
peligro de la Libertad, la muy Noble, muy Leal, muy Hospitalaria, muy Benéfica,
muy Ilustre y siempre Denodada Ciudad de Málaga.
Más adelante, a su izquierda, la mole del
Gibralfaro parecía cubrir la retirada con mirada alerta sobre las montañas que
se extendían al norte y al oeste de la ciudad, desde donde de un momento a otro
podían llegar los enemigos que tanto temían. Pero también se le antojó a
Joaquín que por momentos el viejo castillo adquiría la apariencia de un ángel
vengativo y terrible, con espada de fuego, que les vetaba para siempre el
retorno a sus hogares, reos de un grave delito que no se podía perdonar.
Al dejar atrás el Paseo del Parque a la altura
de la plaza de toros, rumbo hacia la Caleta y hacia las salidas orientales de
la ciudad, Joaquín notó de repente que la congoja le subía por la garganta y
que los ojos se le agolpaban de lágrimas. Se giró una última vez para
despedirse del gran palmeral ahora dañado por las bombas, de las glorietas con
sus estanques y sus fuentes, de aquella frondosidad de plantas tropicales que
parecían desmentir la crueldad de la guerra y el frío del invierno, y se sintió
–ahora sí, definitivamente– expulsado del paraíso. Desterrado para siempre hacia el Este del Edén.
El
lunes 8 de febrero de 1937 entraron en Málaga, casi sin resistencia, las tropas
italianas del general Roatta y las franquistas del coronel Borbón, duque de
Sevilla. El día antes, una inmensa marea humana de decenas de miles de
refugiados que huían de la ciudad inundó la carretera de la costa, en dirección
hacia Almería. Durante la huida, los fugitivos –familias enteras: ancianos, mujeres,
niños–
fueron incesantemente hostigados por la aviación italiana y los barcos de
guerra rebeldes, que les ametrallaban desde el cielo y les cañoneaban desde el
mar, encajonados como estaban entre la playa y los acantilados. Fue la llamada
“Desbandá”: la mayor matanza de civiles de toda la guerra, en la que perdió la
vida un número aún indeterminado de personas; más de cinco mil, según fuentes
documentadas.
La noche del 9 de febrero, en su habitual
charla radiofónica y con su conocido sentido del humor, el general Queipo de
Llano se refería a ello con estas palabras: “Un parte de nuestra aviación me
comunica que grandes masas de rojos huyen hacia Motril, como alma que lleva el
Diablo. Y nosotros, para ayudarles, hemos enviado a nuestra aviación a que les bombardee,
para que corran más deprisa.”
En Málaga se instauró un régimen de terror que
se prolongó hasta después de la guerra y se ejecutaron, tras vergonzosos procedimientos
“sumarísimos” desprovistos de garantías procesales, millares de penas de
muerte. Ejerció de acusador en aquellos juicios el joven fiscal Carlos Arias
Navarro, llamado desde entonces “el Carnicerito de Málaga”: un inquisidor tan
inflexible que no quiso salvar de la muerte ni siquiera a los hijos de la familia
en cuya casa él había hallado, meses antes, generosa protección y refugio. El
mismo Carlos Arias Navarro que muchos años después, por televisión y entre
lágrimas, nos anunció que Franco había muerto.
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