Barcelona, Invierno 1994
¿Cuántas navidades he pasado
sumida en la más profunda tristeza?...
Después
de cuestionarme con furia si era una pose el quedarme sola en el
apartamento la noche que todo el mundo celebra el solsticio de
invierno o si era genuina mi sensación de bienestar y alegría al
liberarme del peso ciego que suponen tradiciones tan contradictorias
como la navidad, he saltado a la siguiente fase: la levedad de saber
que puedo elegir entre cenar con la maldita familia, con una amiga o
bien irme a la cama a dormir, mientras mi novio, por supuesto, cena
en casa de su madre con su familia.
Cuando
intento explicar cuál es mi lugar, localizar mi espacio-tiempo, no
paro de imaginarme estar presa en esa línea delgada y simple que
forma la circunferencia, estar arriba o abajo, a derecha o izquierda,
se convierte en lo mismo, te desplazas a la misma velocidad que tus
sentimientos ligados al pensamiento y al raciocinio. De forma
coloquial, la llamamos “la periferia” y la tratamos igual que a
una prostituta vocacional que trabaja para su chulo.
Ayer me pasó una cosa muy curiosa.
Quedé con mi madre para tomar el café, vino a verme y se lo dije:
en febrero se me acaba el año de paro y, si no encuentro trabajo ya,
tendré que volver a su casa. Total, que terminé con los nervios
alterados y echando víboras por la boca. En el mismo instante de
salir del piso, sentí una necesidad absoluta de correr hacia donde
estaba mi Tigre. Necesitaba hallar refugio entre sus brazos y, como
si fuera instintivo, me descubrí caminando hacia su casa. Tuve la
precaución de llamarle por teléfono antes de seguir, y menos mal,
porque vive en la otra punta de Barcelona.
(Jamás hasta ahora había admirado
tanto al señor Bell. No puedo evitar telefonearle todas las noches,
aún a riesgo de hacerme pesada, pero es que su voz me ayuda a
dormir. Después de hablar con él, todo se calma un poco.)
El solo hecho de encontrarnos, de
verle, de mirarle a los ojos y tener media hora de charla fue
suficiente para tranquilizarme, hasta tal punto que empecé a
soltárselo todo: “Mi padre no me habla… Bueno, en realidad es mi
padrastro, pero ha sido como un padre para mí, ya desde muy niña…
Yo no volvería si no es porque no me queda otra. Tú no sabes lo que
es tener que volver a casa para mí… ¿Sabes por qué me fui?...”
Un poco más y acabo por contarle toda la historia de mi vida.
Nunca me había pasado algo así, me
hizo reír, me hizo sentir que le quería, me di cuenta de todo el
amor que siento por él, pero nunca lo había experimentado de esta
manera: me encuentro feliz a su lado; y todo eso me hace tener mucho
miedo, más bien terror, porque la experiencia que tengo es la de
perder a la gente que he amado con más intensidad.
Esto me hace reflexionar sobre si he
sido yo quien ha alejado a esos seres queridos (suelo acabar haciendo
daño a los que más me aprecian, como mi ex o Juanma) o son sólo
las casualidades de la vida, no lo sé…, pero espero sobrevivir si
el futuro me depara otra hecatombe emocional.
Ésa
es una verdad aplastante en mi personalidad. La imaginación me salvó
del pozo inmundo en que se convirtió mi realidad a los dieciocho
años, pero a día de hoy mi imaginación se ha vuelto caprichosa y
un poco desleal, es como si en mi inconsciente, o sea, a mis
espaldas, se hubiera erigido un gran castillo de palillos sujeto por
finísimos hilos de seda y todo su peso descansara en mis manos,
manos trémulas que mantienen el equilibrio. Todo se mueve,
retiembla, pero la sola voluntad de mantener mi obra en pie me hace
aguantar este estrés, provocado por el hecho de amar hasta la muerte
el esfuerzo generado en su construcción.
Por
la noche
quedamos los cuatro juntos, montamos una cena navideña en casa, con
cerveza, vino, champán (por una vez, hasta él bebió un poco),
turrón, polvorones y muchas risas, y nos regaló a Amelia y a mí
dos casetes con una recopilación personal de Joaquín Sabina (días
atrás se había escandalizado cuando le confesamos que apenas lo
conocíamos). Los ha titulado “Dirty Songs for Rustic Girls” (I y
II) y estuvimos escuchándolos toda la noche, Javi y él cantando a
coro un corrido mexicano: “Y nos dieron las diez y las once, las
doce y la una, y las dos y las tres…”, que esto es música y no
la mariconada de los villancicos, decía Javi. Sabina nos gustó
mucho —Amelia ya se ha comprado su último disco— y nos lo
pasamos en grande (hacía muchas navidades que no disfrutaba tanto),
pero lo que de verdad me cautiva es la definición: “Chica
rústica”.
Me voy a dormir, que no aguanto más.
Mmmh, mi cama huele a ti… Mmmmh, y la camiseta que te dejaste
también. Me la pongo y me dejo invadir por tu olor…
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