A
lo lejos
una
hoguera transforma en ceniza recuerdos,
noches
como una sola estrella,
sangre
extraviada por las venas un día,
furia
color de amor,
amor
color de olvido,
aptos
ya solamente para triste bohardilla.
LUIS CERNUDA,
La canción del oeste
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Foto: Stephen J. Cullen, Jack Daniel's |
—Me parece ridículo —acertaste a decir, secándote las lágrimas—. ¿Sabes cuál es tu problema?...
No lo sabía, pero estaba seguro de que tú me lo ibas a explicar. Así que no dije nada: me tomé un buen trago de cerveza, y cuando se bebe no se habla.
—Tu problema es que has basado toda tu
puñetera vida en la juerga y las fiestas, sin pensar que algún día eso se
pudiera acabar. Y ahora se ha terminado y te has quedado boquiabierto, como un
crío al que se le ha pinchado el globito: “¡Ooooh!” —te regodeabas en el
sonido, formando un simulacro de beso con los labios, los ojos exageradamente
abiertos, fingiendo asombro pero sin poder evitar un destello burlón. Siempre
lo he dicho: hubieras sido una gran actriz—. Y en lugar de mirar para delante,
sigues mirando hacia atrás…, a lo mejor porque por delante no ves que pueda
haber otras cosas… Bueno, me parece que por delante no ves nada. En tu interior hay un Pepito Grillo pequeñiiiito, pequeñito, que no se atreve a salir fuera porque le pegas un mazazo en toda la cabeza: “¡Cállate, idiota!...” —Y te pusiste a
imitar mis gritos. No lo conseguías del todo, pero el resultado era lo de menos: estabas encantadora intentando trocar tus melifluos gorjeos de jilguero por el bronco rugido de un ogro furioso, como en la narración de un cuento para
niños—: “¡Déjame en paz, no me toques los huevos!”. Sólo alguna vez el Pepito se atreve a asomar un poquitín la cabeza y te hace decir: “Debería ponerme a estudiar
para las oposiciones…”, o algo así. Pero es sólo un instante, visto y no visto.
Enseguida le pegas un porrazo y se mete otra vez para dentro, todo asustado.
Pobrecillo.
En el fondo hablabas muy en serio, pero
yo no podía parar de reír, hasta que me cercenaste las carcajadas de golpe:
—Tú no lo sabes, pero en el fondo eres un sentimental: tu estado natural es la melancolía.
—Tú no lo sabes, pero en el fondo eres un sentimental: tu estado natural es la melancolía.
—¿Qué?
Entonces me lo soltaste:
—A veces pienso que no empezarás a
quererme hasta que no forme parte de tu pasado.
Te miré asombrado. Me sorprendía la
madurez de la observación, sobre todo viniendo de ti: una chiquilla de
veinticinco añitos recién cumplidos…, y de repente me di cuenta con inquietante
lucidez de que ya no eras una niña. Y pensé en cuánto habías cambiado, cuánto
habías crecido en el poco tiempo que llevábamos juntos…
Apenas hacía tres años que nos habíamos
enrollado, ¿o ya eran cuatro?... Bueno, en cualquier caso ya había pasado casi
un lustro desde aquel glorioso día que me hiciste feliz al declararme con
franqueza adolescente:
—Mira, toca… ¡con cuidado, bruto!...
¿Lo ves?, después de lo de anoche tengo agujetas en las ingles. —Y tus morritos
se cerraron en un sugerente mohín.
Y yo, ni corto ni perezoso:
—Oye, pues lo mejor para las agujetas
es hacer más ejercicio: así los músculos se acostumbran…
Y tú, entornando los ojos, dejándote
querer, coqueta:
—¿Ah, síííí?
Sé que me ofrecí a darte un masaje en
la zona dolorida, pero la verdad es que no consigo acordarme de cómo acabó la
cosa, aunque me lo imagino perfectamente…
Aquel día me curaste de golpe la crisis
de los treinta, una funesta depresión que había empezado a padecer con tres
meses y medio de adelanto. Qué hostias, pensé, si a tus casi treinta tacos eres
capaz de montártelo con un yogurcín de veinte hasta producirle agujetas en las
ingles, es que sigues siendo el Tigre. No tendrás trono ni reina, ni nadie que
te comprenda, pero sigues siendo el Tigre. Y todo lo demás son tonterías.
—¿Sabes cómo acabarás? —preguntaste tú,
enfurruñada, devolviéndome al presente—. O mejor, como tú dirías: ¿sabes lo que
cuenta la leyenda?... Cuenta la leyenda que, después de muchos años, aún se le
oía rugir. Estaba viejo, solo, fatigado y enfermo, hasta el punto de que a
veces se caía por la calle. Lo había perdido todo en la vida, todo menos aquella voz potente que ponía
de los nervios a su chica, aquel aullido ronco que ahora atronaba desde la
esquina más sucia de toda La Rambla, como si surgiera de entre las bolsas de
basura rotas, las latas de cerveza vacías, el alcohol, los orines y los vómitos desparramados por el suelo: “¡Sigo siendo el Tigre! ¡Sigo siendo el Tigre!”. —Y de
nuevo asumías el vozarrón de ogro furioso, ahora sonriente.
No te lo dije, pero recuerdo que pensé:
qué hostias, ésa es una bonita leyenda. Me gustaba, ¿sabes? En lugar de
avergonzarme, me hiciste sentir orgulloso de mí mismo… Hasta que, de pronto,
tronzando bruscamente la risa apenas sugerida, sentí una punzada en la boca del
estómago y la cabeza me empezó a dar vueltas, como en una abrupta bajada de
tensión cuando te incorporas precipitadamente de la cama o del sofá... No, no era la tensión, aquéllos
eran los síntomas inequívocos de una picadura venenosa: el aguijonazo del alacrán de la nostalgia.
Supongo que fue tu renovada sonrisa la
que te delató y me iluminó… ¡después de cinco largos años! Fue como una
revelación: ese timbre de voz, esa vitalidad, esa desenvoltura, esa alegría
ingenua, esa larga melena azabache que flagelaba el aire cuando girabas la
cabeza, esas ansias de vivir y disfrutar de la vida, esa sonrisa jovial, capaz
de borrar de un plumazo toda la tristeza del mundo… Sí, no cabía duda: en todo
eso había mucho de ella. De algún
modo, de forma inconsciente, supongo que algún oscuro segmento de mi corteza
cerebral había estado buscándola furtivamente… y te había encontrado a ti.
¡Ahora entendía de qué me sonaba a mí
la metáfora del globito que explota! No podía dejar de pensar en todo aquello.
Por eso, cuando te marchaste, con el ceño aún fruncido, aunque ahora
tenuemente —enfadada ya no sé
si conmigo o contigo misma—, dando un portazo que retumbó en el edificio entero,
apenas te hice caso: continuaba asomado al borde de la terraza y la melancolía,
la vida entera a mis pies, un manso viento acariciándome el rostro y el vértigo
convertido en ancla, llenándome el estómago.
Continuaba pensando en Sara Dulce.
Sara. Ya han pasado cinco años y medio,
pero en noches como ésta, cuando algo o alguien me la recuerda, aún sigo
necesitando tomar bebidas fuertes para poder borrar la textura y el sabor de su
clítoris de la punta de mi lengua, aquella textura blanda, suave y carnosa, de
rebordes un tanto más ásperos, aquel sabor cálido, liento y salobre,
súbitamente recobrado junto al mullido hormigueo en la cúspide de la nariz, y
que no desaparecerá hasta después de un par de whiskeys. Menos mal que ya voy por el segundo.
La botella de Jack Daniel’s —la que me
regalaste por mi cumpleaños, ¿te acuerdas?— descansa a mi lado, sobre el
antepecho del balcón, ya medio vacía o aún medio llena, según el pesimismo que
contenga tu mirada. Los dos escuchamos el tenue rumor de la noche, a través del
cual se filtra algo del disco que acabas de poner: un disco que suena a
despedida.
El hielo —tres cubitos— se funde con
indolencia en el vaso ancho, trazando bonitas estelas sobre el ámbar dorado del
whiskey de Tennessee. Ésa es una de las imágenes más hermosas que he visto en
mi vida: increíbles variaciones de tonalidad cobriza, entre el castaño oscuro y
el bronce anaranjado, de belleza semejante a la de un amanecer o una puesta de
sol, semejante al color de aquellos ojos brunos cuando de pronto se iluminaban
con una fulgurante sonrisa, no importa lo que hicieran sus labios…
Y la tristeza que emana de un piano que
ha estado bebiendo —él, no yo— también se torna del color de sus ojos cuando
una voz de cazalla, grave y áspera como papel de lija, cascada por los años y
los excesos etílicos y desgarrada por la emoción, empieza a salmodiar en inglés
algo así como que nunca había escuchado la melodía… hasta que necesitó la
canción.
Bueno, ésa es la historia de mi vida.
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Portada del LP The Heart of Saturday Nigth |
Así que recojo con esmero la botella de
etiqueta negra, dejando impreso un bonito cuadrado de bordes redondeados sobre
una de las baldosas de cerámica que cubren la parte superior del pretil (casi
duele ver cómo se esparce el polvo acumulado por la soledad), salgo de la
terraza y me engaño a mí mismo fingiendo que los responsables son el vaso ahora
vacío y la brisa nocturna (¿es posible que sienta escalofríos en pleno mes de
junio?), que me obligan a buscar refugio en la sucesiva calidez del salón, la
cocina y el congelador, que, generoso, me ofrece más cubitos.
Trrrring, trrrring, trrrrring… De repente, el sonido del teléfono se extiende por todo el apartamento, ese ruido agudo y nervioso que suele apresurarnos a cogerlo. Pero ya hace
años que tengo la mala costumbre de no contestar y escuchar cómo las voces se
enlatan en ese aparato tan práctico llamado contestador. Por esta cinta han
dejado su rastro decenas de voces metálicas con mensajes sin sentido, pero la
especialista es mi madre, que utiliza mi contestador como si grabase un
programa de radio: todos los días, siempre a la misma hora, con anuncios
comerciales incluidos, y siempre calentándome la cabeza y los oídos con las
mismas sandeces: consejos meteorológicos, domésticos, laborales o relacionados
con la salud. Sólo le falta la melodía de inicio y la presentación: “Con
ustedes, el programa que esperaba impaciente toda la familia…”
Coloco la botella panzuda sobre el
mármol agrietado de la cocina, entre los cascos de cerveza vacíos y apilados
contra la pared. Un poco más allá, docenas de platos, vasos y cacharros sucios
desbordan el fregadero, rodeados de mangos y puntas de tenedores y cuchillos,
que asoman amenazadores por todas partes. Uno de los vasos muestra una fina
película interior de un extraño moho negruzco. Algún día de estos tendré que
ponerme a limpiar… Algún día…, pero no esta noche.
Esta noche mi
soledad había quedado iluminada por un exiguo resplandor de filigrana de
fantasía: una luz gélida y apenas hilvanada era lo único que me guiaba en la
oscuridad de una memoria descompuesta, hasta convertirse en asquerosa añoranza
de… ¿De qué?... De unos recuerdos seguramente ya desvirtuados.
Dispuesto a exorcizar los fantasmas del
pasado y a acabar de una vez por todas con el buitre carroñero de la nostalgia,
al final me decidí a volver al Falstaff, después de tantos años… Al Falstaff de
los viejos y heroicos tiempos, cuando éramos jóvenes e inconscientes, alegres y
despreocupados, y todo era fácil y divertido, cuando incluso la Revolución
parecía posible y el subcomandante Marcos y Julio Anguita aún salían por la
tele, cuando la muerte era algo remoto e improbable, que sólo les sucedía a los otros, y el dream team del Barça
conquistaba cuatro ligas seguidas con asombroso desparpajo (y Miguel Induráin
cinco tours) y lograba ¡por fin! la anhelada copa de Europa, dejando al mundo
entero boquiabierto con su juego: en dos palabras, fútbol total; cuando aún se
podía fornicar en la playa y en los lavabos de las discotecas sin ningún problema,
y el incivismo era algo natural, hermoso y creativo, y toda la Peña del Falstaff cantábamos Anselma
a voz en grito, el Javi y Amelia bailando desenfrenadamente, y alguien
pedía otra ronda de cervezas, y ¡Viva Zapata, cabrones!, y de ahí pasábamos sin
tregua a ¡Viva la República!, ¡No hay dos sin tres: República otra vez!, y un
colgado la liaba bonita con Hormigón,
mujeres y alcohol, que se le marcaban las venas del cuello como rabos de
lagartija y por momentos conseguía dejar pequeño al mismísimo rey del pollo
frito (hostia, que ahora que lo pienso, me parece que la mayoría de las veces
aquel colgado era un servidor), y algún colega —por lo general, el Cifu—
empezaba: “¡España!...”, y el Dínamo y el Javi respondían al unísono:
“¡MAÑANA!…”, y ahí ya nos incorporábamos todos, a grito pelado, todos a una, el
puño crispado en alto: “¡SERÁ REPUBLICANA!”, y alguien proponía ir a por las
herramientas del coche y destrozar a martillazos la estatua dedicada a la puta
victoria franquista que aún seguía mancillando la plaza de al lado —¿o acaso en
Nou Barris no fuimos capaces de derruir la planta asfáltica?—, el Cinc d’Oros,
que el Ajuntament había rebautizado con el nombre del heredero del dictador
fascista en la jefatura del estado, olvidando que en su centro luce un magno
obelisco de diez bloques de granito originariamente dedicado a la Primera
República (que hasta 1940 estuvo acompañado por la efigie de Josep Viladomat: La Llibertat, una hermosa alegoría
femenina tocada con gorro frigio que ahora, radiante y orgullosa en su pedestal
tras medio siglo de confinamiento en unos sórdidos almacenes municipales,
preside la plaza Llucmajor, en pleno centro neurálgico de Nou Barris), mientras
las botellas de cerveza resbalaban de las manos y rodaban por el suelo, y el
Calvo nos invitaba a otra ronda, y que no decaiga: “¡Y VENGA, VENGA, VENGA! ¡Y
TOMA! ¡Y DALE!”, y el Gaita se ponía a dar botes en medio de la pista —que
tuvieron que quitar el ventilador de aspas del techo para que no le segara la
cabeza—, y Sara y yo nos reíamos de todo y con todos, contentos simplemente de
estar juntos…, y la felicidad parecía estar allí, al alcance de la mano,
flotando ante nosotros, jugando con las cuatro luces blancas que reflejaba la
bola de espejos suspendida sobre el centro de la pista: allí, instalada junto al humo, la música y las carcajadas que
saturaban el aire del local.
El criminal
siempre vuelve al lugar del crimen, pensé en el momento de abrir la oscura
puerta de madera. Pero esa noche descubrí que, por mucho que nos empeñemos, no
se puede regresar al pasado. Ni siquiera un criminal como yo. Y en lugar de
todo lo que esperaba y evocaba, me encontré con un antro triste y semivacío.
Habían pasado cinco años, seis meses y
un día —una larga condena— desde la última vez que puse los pies en el
Falstaff, pero a pesar de conservar el gran espejo de la entrada, tenuemente iluminado, y la misma decoración en negro —el techo, el
improvisado guardarropa, la barra de madera y las grandes fotos, que destacaban
sobre el pálido naranja pastel de las paredes—, casi parecía otro local: sólo
había dos parejitas sentadas en las mesas y cuatro petimetres con corbata en la
barra, blandos, aburridos, descansados y aparentemente satisfechos de sí
mismos, saboreando copas de extraños líquidos fluorescentes y comentando el
prometedor estado de la bolsa y no sé qué pingües dividendos bancarios, que me
miraron como a un bicho raro nada más traspasar el umbral de la puerta. Y ni
tan siquiera estaba el Calvo detrás de la barra...
Habían quitado las fotos panorámicas en
blanco y negro del malecón cubano bañado por la espuma salvaje del mar Caribe,
de la polvorienta botella de ron añejo y el par de vasos que aguardan, de las
chicas risueñas sobre fondo de edificio colonial de La Habana vieja (y ya no te
digo nada de las gloriosas imágenes que decoraron el local a principios de los
noventa, no sé si con la secreta y aviesa intención de que los clientes
siguieran el ejemplo: aquellos ósculos capitaneados, cómo no, por una
reproducción colosal de Le baiser de
l’Hotel de Ville, de Robert Doisneau), y lo peor de todo es que las habían
sustituido por cinco ridículas tomas —desde los tacones de aguja hasta un buen
par de tetas mostrado con generosidad y en todo su esplendor, eso sí— de una
modelo desabrida que subía las escaleras. Y por si fuera poco, sonaba lo
antepenúltimo de Loquillo y los Troglos, trayéndome de vuelta a la cruda
realidad: “La fiesta ha terminado, y tienes treinta y tantos...”, con un coro
de homosexuales playeros de voz aflautada —porque eso tenían que ser tíos— que cantaban Chup chup churup churup chup, chup chup churup churup chúúúú…, en
un mal remedo de las colored girls de
la vieja Velvet Underground.
Estamos jodidos, pensé, si hasta el
Loco está acabado, ¿qué nos queda?
¿ Escorpión ? Cuando un HOMBRE sólo rebusca y rebusca desesperadamente en el fondillo de su sucio pantalón lo que un día fue,ese día se vienen las mayúsculas abajo. De todas formas enternece ver que, pese a todo y a todos, siempre nos quedará el Parque de la Guine. Desde un mundo que ya no es el tuyo, que nunca, fue tuyo. Larga vida al rock and roll !!!!!! Y si me permites, ¡¡¡¡ Que coño !!! Que el jefe soy yo, ya que no has hecho caso nunca a nadie..... Sigue, sigue escribiendo ¡¡¡¡¡ máldito idiota !!!!!
ResponderEliminarCoño, Gallo, me parece que no has percibido lo que un crítico literario denomaría "el contenido aliento poético del relato". De hecho, hoy por hoy es la entrada más vista del blog, y también ha tenido cierto éxito en el Facebook de "Crónicas falstaffianas". Eso sí, estoy completamente de acuerdo con tus conclusiones. Un abrazo y ¡¡¡Larga vida al rock'n'roll!!!!
EliminarComo esto lo puede, ojala, leer mucha mas gente, o no, dejo mi contestación a tu intervención para cuando estemos delante de una birra o un malta ( el bourbon es para los que no tienen historia ). Eso si, antes de que nos trastabillee la voz, ¿ Ok ?
ResponderEliminarMejor un whiskey de Tennessee, Gallo, pero OK!!!
EliminarTopicazo tras topicazo, como una canción de Loquillo. Autocompasivo, autocomplaciente, autotodo. Tom Waits, Chabela... sin palabras
ResponderEliminarEste sábado tuve el honor de asistir a un concierto genial: Los Troglos en el Sidecar, y de poder darles un abrazo al mejor guitarrista que ha parido este país, Xavi Tacker, y a uno de los mejores saxos, Javier "Liba" de Vilavechia. ¡¡¡No sé si es un tópico, Anónimo, pero creo que es grande!!!!! Y no sé si es autocompasivo, pero si así fuera, ¡¡¡viva la compasión!!!!!
EliminarBien escrito Jordi. Te acuerdas del gallego que conociste el pasado 13 de Agosto en un albergue de Cartagena, Colombia?
ResponderEliminarPues soy yo!
Me alegro de haber encontrado tu contacto, perdido entre un amasijo de papeles.
Ya te mando ahora un email
ResponderEliminar¡¡¡Hombreeee, cuánto tiempo, encantado de volver a tener noticias tuyas!!! Muchas gracias y un abrazo
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