Foto: c7wwalmiracam, Nicaro puerto, Mayarí 2010 |
Miraba fijamente al barco
que había fondeado en el puerto, y preguntó que qué bandera era, no lo
sabíamos. La noche antes le había oído a papá cosas de ese barco, pero no escuché bien de qué país era, sé que venía a buscar níquel, eso dijo papá, y
papá se hacía mieles en la boca porque oí que se podía ganar unos cuantos
dólares, y que si se ganaba el dinero que tenía pensado, se compraría el barco
que Godiardo le quería vender, pero le exigía pagar una cantidad en dólares y
la otra parte, menos de la mitad, en pesos.
Los fines de semana me iba
para Lengua de Pájaro con él, a pesar de que a mamá eso la ponía furiosa, porque decía que lo único que yo
aprendía con papá eran ideas malas, que allí con aquella familia me corrompía.
Mamá, que siempre exageraba las cosas, y cuando no era que me corrompían las
ideas en casa de mis abuelos por parte de padre, era que en el colegio el
maestro Canito no tenía la mano lo suficientemente recia para devolvernos al camino
recto, según sus palabras.
Esa Isla de mierda se nos
quedó allí dentro flotando en los pensamientos, a más de uno se nos quedó. Al
llegar a casa, mamá me preguntó rabiosa que por dónde andaba. Le dije que estaba
repasando las tareas en casa de Nereo, pero yo sabía que en el fondo no me
creería lo que le dijera, porque ya desde por la mañana antes de salir de casa
estaba hecha una furia porque la noche anterior no ayudé a mi hermana con unos
ejercicios de Geografía, ella se entretenía con sus amiguitas jugando por ahí,
y luego mamá quería que yo la sacara de apuros cuando en el colegio la ponían
en jaque.
No hice caso a lo que
decía porque luego era peor. Me fui al río a bañarme. Abuelo me prestó su
linterna y me fui al río, y allí me pasé un buen rato. Cuando regresaba de Lengua
de Pájaro y mamá estaba caliente, agarraba el jabón, abuelo me prestaba la linterna
y me largaba para el río hasta que se le pasaba la fiebre.
No era un río muy
caudaloso, pero en él fui feliz, cogí mis buenos camarones, pergeñé más de tres
maldades, borré más de una huella cuando era conveniente borrarlas, esos
momentos en que me perseguían y con sólo cruzarlo los perros que me caían
detrás perdían el rastro, y yo muriéndome de risa, sentado por allá por lo de
tío Eusebio, muertísimo de risa, y cuando lo contaba me decía el Jábico: “¿Los
perros de Serafín? Presume de que son pastores alemanes, pero esos perros son
hueveros, esos perros no son capaces de matar ni a un ratón de campo”. Y nos
reíamos todos y nos moríamos de risa juntos, mientras mi hermana nos miraba desde
el portal con malas y enviándome miles de maldiciones, porque cuando la ponían en
jaque yo no le echaba esa mano que mamá quería.
Llegué del río y comí de
mala gana porque mamá no dejaba de lanzarme púas, que decían por ahí por Mayarí, el municipio cabecera de nosotros, que no sé qué de una ley contra los vagos
y los maleantes y los que se dejaban el pelo largo, que eso no era bueno, que
dejarse el pelo largo era provocar y estar de parte de los gusanos que vivían
en Estados Unidos, esos desgraciados que querían montarnos una guerra, y abuelo
se metía:
“No exageres, Sofía, no
exageres.”
Pasado el chaparrón, me
acosté pensando en la frase que dijo Javier, como si alguna fuerza de dentro lo
empujara lejos, pero lo supe después, días más tarde, cuando dijo que echaba de
menos a su padre, y que no podía dormir bien por las noches porque la imagen de
su padre no se le iba de la cabeza. Y que esa isla de mierda no merecía tenerlo
a él, lo dijo con convicción y muy triste, y sus palabras no eran
condenatorias, eso noté, que no condenaban nada, sólo se sentía solo.
Las buenas ideas se me
están amotinando, me decía, y a veces tengo miedo de hacer una locura y que
me metan en la cárcel y no salga nunca más, y yo callaba porque tenía razón y
casi sentía cosas parecidas, a pesar de esos nuestros pocos años en el portal
de la razón, con causas que defender y justificar. Porque ya empezábamos a
cuestionarnos cosas, lo poquito básico que pocos años antes nos tenía medio
contentos, y medio dormidos, empezaba a rebelársenos. No era cuestión de
volvernos egoístas y girar la cara para un lado y olvidar a los que estaban peor,
esa no era la baza, no. Abuelo me contaba cosas de la Guerra de los Diez Años,
de cuando su padre peleó para que de una buena vez esto dejara de ser colonia, a
pesar de su inamovible creencia de que siempre por desgracia habría los que
mandaban y los mandados, los jefes y los esclavos, los pobres y los ricos, y
que aquí en esta isla de mierda se dejó la piel para que avanzáramos en algo, mijo, para que ganáramos unos derechos que siempre nos pertenecieron, pero
siempre hay quien voltea la tortilla y engaña con palabritas y promesas, mijo,
así que tienes que cuanto más estudies mejor, cuanto más se te abran las ideas,
será mejor para ti y para los que te sigan, mijo.
En una de esas que tuve
ganas de preguntarle si esta isla merecía que se la tratara como si fuera una
vulgar prostituta. Ya me imagino defendiéndola con los dientes como un gato
bocarriba, porque aquí moriría se pusiera esto como se pusiera. Que allí en aquel pedacito de tierra que con tanto esmero había cultivado y defendido se
quedaba para siempre, y que ni con una grúa Kato podrían sacarlo de allí. Y veía
las raíces de abuelo, las primeras raíces, desde que su abuelo llegó como
quinto para defender a los españoles, a pelear con ellos, pero vio lo que vio y
se pasó al otro bando, y se le buscó por desertor y no pudieron agarrarlo.
Él también perdía el rumbo
de su emoción cuando hablaba de aquellos tiempos en que el analfabetismo era
el rey, el dios y señor, y bastaba que cualquier caprichoso capataz se
levantara con las ideas poco despejadas para castigar a un pobre infeliz que
sólo intentaba llevar un poco de frijoles a los pichones de su nido, sin preocuparse
ese hijo de puta, mijo, se emocionaba el abuelo, sin preocuparse de que rotas las
ilusiones, roto todo, mijo, y las ilusiones empiezan por tener algo que llevarles a la boca a los que esperan en el nido sin poder valerse por ellos mismos, mijo.
Abuelo, en el fondo del
fondo, y hasta en la misma superficie, era un romántico incorregible, y a mí me
gustaba como decía las cosas y la pasión con que vestía las palabras, que se
reflejaba en esa emoción que le bullía dentro. Cuando nos quedamos sin casa
porque a papá se le ocurrió venderla y beberse toda la plata, fue al municipio y
allí se peleó con no sé cuantos jefazos para que le dejaran un pedacito de
tierra y hacernos una casa, ahí, cerca de la suya, para tenernos vigilados,
según sus palabras, palabras sagradas del abuelo y que hoy recuerdo con alegre
devoción.
Tenernos vigilados, pero
nunca nos vigiló. Abuela en cambio sí, abuela no dejaba escapar una y siempre
andaba chismorreando y aumentando el tamaño de las cosas, así era esa vieja
gruñona, que cuando le contaban un chisme el muchacho del chisme ya era otro, y
tenía antecedentes penales y era de una familia poco menos que criminal, que la
policía buscaba por maleante y sinvergüenza.
De allí, de Mayarí, se trajo
los papeles firmados, los permisos, y nos hicimos la casa a un tiro de ballesta
de la suya. Ese fue uno de los momentos más felices de mi vida, porque me sentí
muy dichoso construyendo la casa en la que pasaría los años más ricos de mi vida.
Es cierto que había
ocasiones que cuando llovía fuerte, casi se podía decir que llovía más dentro
que fuera, pero eso no era motivo lo bastante grande para sentirnos
desgraciados, porque volvíamos a juntarnos cuatro y a arreglar el techo. El que
más y el que menos se sumaba, y era un gozo saber que uno nunca estaba del todo
solo cuando las mismas hambres eran amigas sin conocerse y sin haberse visto nunca los ojos, como aquel que dice.
Era un gozo.
Nos quedamos sin casa por
el capricho de papá, al que le importamos una mierda en esos momentos, éramos
tres y mamá y no le importamos, la bebida le confundía las ideas y obraba mal, pero nunca se lo reprochamos, yo por lo menos nunca lo hice.
Abuelo enseguida se
presentó allí, pocos días antes de que ya tuviéramos que dejar aquella casa
para siempre, y le cantó las cuarenta, y se lanzó para Mayarí a conseguir que
por parentesco directo le permitieran construir una casa a su hija en un
trocito de sus tierras. Y ahora venía Javier y decía lo que decía, él, que tuvo
bastante porque su padre era ingeniero y un ingeniero al servicio de los rusos
alcanzaba a conseguir lo que no podían otros, pero yo no lo juzgaba, no le dije
ni esta boca es mía, ni le reproché que dijera lo que decía, pero sí que dejé
que pasara el tiempo y que esa idea que tenía terminara por solidificarse en su
cabeza, a ver si se atrevía a dar un paso que bien bien podía costarle la vida,
y entendía que estaba triste, como muchos otros familiares que se quedaron
esperando noticias de los que se habían ido prometiendo esto y aquello, y nunca
se supo más de ellos. Lo entendía.
Me levanté temprano por la
mañana y cogí el cubo para llenar el tanque de agua, así a mamá se le iba
pasando la rabia y cuando llegara al mediodía de casa de mi tío Eusebio no
estaría tan rabiosa, si bien insistiría una y otra vez en que tenía que ayudar a mi
hermana con la Geografía para no desaprobar el sexto grado.
Me gustaba mucho la Historia y la Geografía , y en otras asignaturas era un desastre, según mamá
porque no tenía interés ninguno en esas otras, y en aquello no le faltaba su cuenco
de razón.
Cuando el tanque estuvo
lleno, para coronar la obra y ganar unos puntos más de ñapa, llamé a mi hermana
y le dije que nos fuéramos para debajo de la ceiba, que allí le aclararía un
poco las ideas. Mi hermana fue de mala gana, eso es cierto, fue de mala gana
porque le molestaba mucho tener, una vez más, que bajarse del caballo de su
orgullo. Al principio miraba para el cuaderno y no decía nada, aunque luego se fue
relajando y acabó por claudicar, pero no mentiré, no, me interesaba que le fuera
poco a poco ablandando el carácter a Anabel, una de sus amiguitas, que me
gustaba mucho y me tenía los nervios descalabrados de lo que me gustaba esa
jebita.
Anabel era muy religiosa, pero eso no me importaba, ya podía ir si quería a todas las iglesias del mundo
a rezar las misas que quisiera, que a mí de cierto, ni fú ni fá, como aquel que
dice. Bueno, al final todo se quedó en un caprichoso espejismo de esos mis
primeros lances. Hasta llegué a pensar que si le echaba una brujería, aquí que
somos muy aficionados a esos asuntos, ella caería rendida, pero luego me
acangrejé, y no, no pasé de aquella idea medio fuera de sintonía. Había una mujer
por allá por el Pilón que rumoreaban que tiraba los cocos y era buena, pero
nones, no me atreví. Aquí la gente es muy creyente, creen en todas esas cosas
de santería, y yo no digo que no acierten los que se dedican a tirar los cocos
o mandar remedios, vete a saber. A un tío mío una santera de esas le quitó el
asma, fue tres veces a verla y le pronosticó que el último viernes le daría
un asma muy fuerte, pero que después de aquel día ya se le iría y nunca más
volvería, y así ocurrió, así que sabrá Dios qué corriente se mueve por dentro
de esos territorios tan misteriosos.
Por la tarde, como el que
no quiere la cosa, le dejé caer a mamá que tenía que ir a Lengua de Pájaro a
casa de Nereo, que Nereo me estaba enseñando a jugar ajedrez, aquello le pareció
bien, Así aprendes algo bueno, y además los rusos eran buenos en eso, y que a lo
mejor un día me hacía campeón y ganaba dinero por el extranjero y la ayudaba,
me dijo medio riéndose, lo dijo como tratando de congraciarse conmigo, como
recordándome que si un día pasaba por ese trance, no me olvidara de
ayudarla. La miré como diciéndole Sí, mamá, siéntate a esperar, anda, siéntate a
esperar.
Le pedí dinero a abuelo y me fui a esperar yo a que pasara la
guagua de los obreros de la Ramos Latour , que cuando pasaba y el chófer me reconocía, aunque
no hubiera nadie en la parada, él se detenía y me llevaba, gran tipo
Linen, tenía una hija de lo más buena, con un pelo y unos faros arrebatadores.
Con ésa estuve a puntito de llegar a mayores, pero por mi mala fama no se relajó
del todo, o sea que también el asunto se quedó en un bosquejo.
En la guagua ya se venía
comentando la noticia, pero yo no estaba para nada, mis oídos andaban por otros
rumbos. Esa tarde pensábamos reunirnos un rato detrás de la Iglesia de los Adventistas del Séptimo Día, nada, un asunto
ahí que nos traíamos entre manos con el almacén donde guardaban los guantes de
boxeo y las pelotas y los guantes de béisbol.
Al llegar la guagua a la
parada del Cinco, me llegaron retazos de voces que por un momento distrajeron mis
pensamientos,
“No, no es de Grecia esa
bandera, creo que no, eso no dijeron en la radio”, y otro que por allá al
fondo se sumaba,
“Es de Turquía, esa
bandera es de Turquía.” “¿A quién se le ocurre algo así?, pobre muchacho”, rezongó
otro por allá, y manipulaba una emisora como si estuviera molestísimo de que
nadie lo dejara escuchar una canción, El progreso, de Roberto Carlos, al tipo se
le notaba entusiasmado con la canción del carioca.
Llegué a la parada del Dos
y me bajé. En la parada no estaba el Jábico ni nadie, ¿y estos embarcadores qué?, me dije, ya me oirán cuando los encuentre. Fui para la Iglesia de los Adventistas del Séptimo Día y allí tampoco
había nadie. En el puerto había ajetreo de patrullas y bastante gente, y la
bandera del barco la tenían a media asta. Lo del montón de pastillas que se
tomó para llenarse de valor, como un camino sin orillas, lo supe más tarde.
Un placer leerte de nuevo, Ubaldo. Besos desde Sabadell
ResponderEliminarEsther
Se los transmitimos de tu parte, Esther. Ubaldo está en Cuba, pero como podrás ver, vamos a ir publicando muchas cosas suyas...
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