martes, 22 de enero de 2013

Brasil......Jordi de Miguel

Foto: Comparsa de indias, Bumba-meu-boi de Morros (oimparcial.com)
Una mezcolanza de olores a humedad estancada, a gasolina de bajo octanaje, sal, pimienta y camarãos, satura el tórrido, sofocante aire ecuatorial, y es que aquí el agua y la lluvia son omnipresentes (al fin y al cabo, la ciudad se alza sobre una isla —la Ilha do Amor—, como Manhattan, se extiende alrededor de la desembocadura del río Anil, por ambas orillas, constreñida entre las bahías de São Marcos y São José de Ribamar, y alberga más de treinta kilómetros de playas dentro de sus límites): desde la elevada humedad relativa hasta el cardenillo y el moho, que forman una bonita pátina de color verdoso sobre las cúpulas metálicas y las estatuas, o una mugrienta lepra negruzca que parece corroer los sobradões —los caserones blancos de tres plantas con ventanas orientadas hacia el mar—, los antiguos palacios coloniales y las iglesias de la acogedora urbe, un moho que acaba por invadirlo todo: desde la ropa semiseca ¡hasta la parte interlentes de los binoculares!, y ya puedes tirar la ropa y los binoculares a la basura, chaval. Calles de nombres poéticos —da Viração, do Sol, da Estrela, da Cotovia, das Flores, dos Prazeres, da Alegria, da Paz, da Saudade, Largo dos Amores— trazadas con consumada habilidad para que fueran abanicadas por la viração, la suave brisa marina y, de pronto, el magnífico centro de la ciudad vieja, formado por un laberinto de escaleras, becos (callejones) y ruas empinadas y adoquinadas con piedras traídas de las canteras de Portugal en el siglo XVIII, cuando se edificó São Luís do Maranhão, que contiene la mejor muestra de arquitectura portuguesa colonial de toda Latinoamérica (se dice que es la urbe más lusitana de Brasil y que recuerda al casco antiguo de Oporto, a pesar de que es la única capital de estado que no fue fundada por los portugueses, sino por los franceses allá por el 1612), pero que está medio deshabitado y cayéndose a cachos: como si de un decorado hollywoodiense o almeriense se tratase, de muchas casas sólo se conservan las preciosas fachadas de azulejos lusitanos, azulejos y tejados carcomidos por la lluvia y el aire salino, a pesar de que la zona ha sido declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO y a pesar del Projeto Reviver (Proyecto Revivir) del ya desaparecido Ministerio de Cultura brasileiro, un plan de restauración a gran escala que parece que por fin empieza a ponerse en marcha. Parques, plazas y paseos extensos y frondosos, con una vegetación exuberante en la que destacan las gigantescas ceibas —de hasta treinta metros de altura—, el bambú y los coqueiros (cocoteros), bulevares interminables entoldados por tamarindos, papayos, guayabos, zapotes, pitangas, carambolos, flamboyanes en flor… —árboles tropicales de tupidas copas, de cuyo fruto se extraen aquellos sabrosos sucos de nombre exótico que puedes tomarte en bares, colmados, tiendas de zumos y puestecillos diversos: manga (mango), cupuaçu, bacuri, siriguela, murici, coco, tamarindo, mamão (papaya), goiaba (guayaba), sapoti (zapote), pitanga, carambola…—; y colibrís (aquí les han dado un nombre poético: beija-flor, es decir, “besa-flor” traducido literalmente) libando el néctar de las grandes flores rojas en forma de tubo que adornan una mangueira gigante en el jardín de la casa del Salvaje —pero no te pongas a mirar debajo, tío, que si te descuidas, te puede caer en la cabeza algún mango maduro—, en pleno centro de São Luís, que luce colosales avenidas pero de asfalto cuarteado, parcheado una y otra vez y aún así lleno de baches, decorado con millones de chapas de cerveza y refrescos incrustadas en el betún, y unas aceras quebradas, descuartizadas aquí y allá por las raíces de los enormes árboles, por donde pasa un ejército de chavales vendiendo cucuruchos de maní, fruta, refrescos, golosinas, camarão seco —y es que aquí los camarones se comen de todas las maneras posibles: frescos o secos, en caldeirada o en el arroz de cuxá, los sabrosos platos típicos del estado do Maranhão, y ¡hasta en tarta! (salada, claro)—…, un grupo de jóvenes de todos los colores, rasgos y tonalidades, uno de los cuales lleva la camiseta del diez del Barça: Romário, un par de mulatas de rompe y rasga, ¡madre mía!, que vienen hacia aquí contoneando sus caderas y acaparando todas las miradas masculinas: miradas francas y naturales de deseo, sin falsas vergüenzas, represiones ni disimulos  —bueno, todas, todas excepto la mía, que aún está algo judeocristianizada, me temo—; niños de cuatro, cinco o seis años, descalzos, semidesnudos y sucios, con la barriga hinchada asomando por encima de los calzones o por debajo de la descolorida camiseta verdeamarela, jugando a fútbol en un descampado de tierra y polvo con una pelota de fabricación casera: un montón de papeles arrugados, prensados y embutidos dentro de una bolsa elástica, atada con una goma, que me recordó a los artilugios que nosotros también fabricábamos de pequeños cuando no teníamos nada esférico a lo que echar mano; y un enano cabezón, sin piernas y con los antebrazos retorcidos hacia atrás —supongo que a causa de la poliomielitis—, que se mueve impulsándose sobre una tabla de madera con cuatro cojinetes de bolas acoplados, y te pide una monedita, por favor. 
          Y es que esa realidad que se llama Brasil supera toda imaginación. 
        Mais um, mais um, tralalararará, mais um, mais um, tralalararará…, la alegre cancioncilla del anuncio de la Brahma, la melhor cerveja do mundo, que jugaba con la calculada ambigüedad propagandística de pedir otro pedazo de birra —que aquí las garrafas son de litro y te las sirven dentro de una capucha de corcho o de plástico para que no se calienten; y yo sin poder beber, hay que fastidiarse— o, ya puestos, otro Mundial de fútbol más para la melhor seleção do mundo, se había convertido en la canción del verano y sonaba en bares, fiestas, praias y por todas partes en el Brasil del 94, y las garotas la bailaban, gozadoras y accesibles, ¡sí, sí, sí!, ¡vive dios que eran accesibles!, mucho más de lo que aparentaban en los insulsos y asépticos reportajes carnavaleros de la Televisión Española, La primera, y no se acababan nunca las fiestas juninas del Bumba-meu-boi de São Luís, la Jamaica brasileira, el único lugar del mundo donde el reggae se baila agarrado: todo un puntazo, y no veas cómo mueven el culo las mulatas, ¡y qué pedazo de bundas!: rotundos, respingones, duros como la piedra, forjados con generosidad de fruta tropical, y tan nacionales como la bossa-nova, porque no nos engañemos, esos bundas sólo se ven en las praias de Brasil, bueno, y del mar Caribe, claro, pero aquí y ahora, en plenas fiestas, se meneaban con desenfreno, hasta el paroxismo, porque esto sí que es danzar y no las gansadas que hacen los ballets, señores, esas cinturitas de avispa que se cimbreaban al delirante compás de cientos de tambores y decenas de miles de matracas: dos tablillas de madera que decenas de miles de manos golpeaban una contra otra con rítmica percusión afrobrasileira, que iba in crescendo, y esto sí que era un crescendo orgásmico y no las mamarrachadas que hacen los tenores italianos en la ópera, señoras, a medida que el artista que porta el buey de madera negra resucita y empieza a dar vueltas alrededor de sí mismo, y la copla explica que el pobre desgraciado del esclavo que había matado al buey para poder comer algo, porque se estaba muriendo de hambre, sería perdonado, y de golpe y porrazo, en pleno clímax, como respondiendo a una señal secreta, todas las matracas dejaban de sonar al mismo tiempo —bueno, todas, todas menos las mías, que siempre me dejaban en evidencia, coño, y el Salvaje se partía el pecho a mi costa—, para dar un respiro al personal, sólo un respiro, porque volvían a recomenzar un instante después, y los abueletes de hasta ochenta o noventa años, que se apuntaban a la fiesta como el que más, y aguantaban despiertos empalmando día tras día a base de pura cachaça, el ron de caña blanco y un pelín espeso con que se prepara el cóctel nacional, la caipirinha (literalmente, “pequeña campesina” en portugués), mezclado con suco de limón verde, azúcar y hielo triturado, pero que ellos se trincaban a palo seco, con un par, sin meterle chorradas que igual se estropea —y yo sin poder privar, hay que joderse—, como mucho la aderezaban con pimienta (bueno, aquí a todo le echaban pimienta, y de la potente), que siempre ayuda a pasar mejor los tragos fuertes, y además con la ventaja añadida de que provoca más sed, y así empalmando un día con otro, sin dormir, porque la locura del Bumba-meu-boi no se acaba nunca y no habrá otro hasta el año que viene, y la cachaça sí que es un buen estimulante y no esas aguachirles modernas de las anfetas o la coca, hasta que un abuelo mulato, con todo el dolor del mundo cincelado a fuego en las arrugas de su rostro, de repente se caía al suelo, a plomo, delante del camión que abría paso a todo el cortejo —uno de los muchos llamados a unirse a una larga procesión pagana en el centro de la ciudad—, y que continuaba avanzando como si nada, porque la locura del Bumba-meu-boi no se detiene nunca, como no se paran los sanfermines porque a algún yanqui mostrenco se le ocurra dejarse coger por el toro en el encierro, como no se chapan las playas de Cañaveral y Arrecifes (en el parque nacional de Tayrona, Colombia) porque cada año se ahoguen cuatro o cinco gringos en sus aguas —que ya van unos doscientos—, arrastrados por las traicioneras corrientes marinas (eso sí, te informan del peligro en un cartel de madera: “No haga parte de las estadísticas”), y el Salvaje y yo éramos los únicos que dejábamos de matraquear y bailar, y teníamos que levantar a pulso al anciano, rápido, rápido, a punto de ser atropellados los tres, y dejarlo caer en el arcén para que durmiera un rato la mona, sólo un ratillo, que pronto se despertaría y continuaría la fiesta, porque la locura del Bumba-meu-boi no se acaba nunca y no habrá otro hasta el año que viene. Porque esa realidad que se llama Brasil supera toda imaginación.
          Y Marlene, la preciosa reina de los carnavales de este año en São Luís: una mulatona rompedora, alta y esbelta, con un par de tetas y un pedazo de cuerpo capaces de quitarle el aliento a un batallón, Marlene, que resulta que era la hermanita pequeña de la chica del Salvaje, Marialena (por lo visto, al padre le encantaba este nombre y había ido practicando mínimas variaciones con sus tres hijas: Marialena, Marilene y Marlene; claro que la palma de la onomástica femenina se la llevaba otro progenitor de la ciudad, que había trabajado en Argentina y volvió prendado de la lengua de Cervantes: inspirándose en un cartel “muito bonito” que vió en unas oficinas, había bautizado a sus hijas como “Fotocopia”, “Autentificada” y “Xerox”), y declaraba a todo aquél que quisiera escucharla que estaba “apaixonada pelo meu queijinho”, ¡por mí, hostia!, que me llamaba “quesito” porque los primeros días estaba más pálido que el conde Drácula, y me hacía sentir orgulloso cuando me presentaba a la gente presumiendo de hombre, y sostenía ante quien fuera que yo era un tío tope sensible y atractivo: “É um boneco!”, mandan huevos, “é tão romântico!...”, que el Salvaje se partía el culo a mi costa, pero mi chica le ignoraba y me pedía que me quedase a vivir con ella en Brasil, y al oído se ofrecía para hacerme todo lo que yo deseara, con tesão, y yo nunca he sido de hacerme rogar, pero es que “tesãããão” sonaba tan sensual y fogoso cuando brotaba de aquellos labios carnosos que casi llegaba al éxtasis sólo de escucharlo (bueno, esto es una metáfora literaria, ¿eh?, ¡ojo!, que un servidor nunca ha sido eyaculador precoz), y más sabiendo cómo era capaz de montarse encima mío a bailar un guaguancó con mi sexo hundido hasta la empuñadura en el fondo de sus entrañas, y mais um, mais um, tralalararará… Porque esa realidad que se llama Brasil supera toda imaginación.
          Y supongo que algo de todo ese chute tropical aún seguía corriendo por mis venas, mujer, o tal vez era el gorrito de cartón verdeamarelo de la Brahma que llevaba encasquetado en la cabeza, con un dedo índice apuntando al cielo, pidiendo otra birra u otro Mundial más: Mais um, mais um, tralalararará…, el caso es que cuando a la una de la madrugada entré en la plaza Reial, sorteando a las putas y los camellos que me salían al paso, después de cuarenta y tres días de grata ausencia, y abracé al Javi y… ¡hombre, ahí estaban Amelia y Sara!, el corazón aún me latía a ritmo de samba carnavalera; “¡¿Dónde vas a estas horas de la noche?! ¡Pero si son las doce y veinte!”, mi pobre madre en camisón vociferando desde la puerta de casa, como siempre, que los vecinos debían estar contentos, “Coño, a pillar un taxi, que si no, no llego. ¿No ves que para mí ahora es de día, que voy con el horario cambiado?”, “¡Pero si no has cenado! ¡Ay, hijo mío, si no te cuidas un poco!...”, y es que quien esta ahíto de alimento espiritual no necesita sostén material, apenas un café, una ducha y un afeitado rápidos después de una siestecilla de seis horas y media para reponerme de las quince del Río-Madrid-Barcelona que me habían dejado molido, bueno, el Río-Madrid-BCN, un jet lag del copón y la última noite carioca con Andrea, una garotinha rubia de bote que me había enrollado en la praia, más que nada para variar un poquillo, que había quedado saciado de tanta mulata sabrosona, como Marlene, Nindinha y Solange —otra que tal: le había puesto a su hijo el elegante nombre de Charles Bronson—, éstas dos más pequeñitas, menos exuberantes, pero ¡cómo les gustaba que les zurrasen la badana!, que llegué a soltarle al Salvaje una frase que jamás hubiera imaginado pronunciar, vamos, ni en mis mejores sueños: “¡Hostia, tío, necesito descanso, que ya estoy harto de tanto follar!”, y el colega se partía el pecho a mi costa, y digo voy a probar con una menina de dieciocho añitos bien puestos, el pelo a juego con el hilo dental amarillo fluorescente, colocado con precisión extrema dentro de la raja que separaba aquellas gloriosas nalgas bronceadas: un bunda turgente y respingón de esos que sólo se ven en las praias brasileiras, y caribeñas, claro, y nos habíamos conocido en la praia mais linda do mundo: la de Botafogo, y eso que en Brasil hay varias que ostentan el título, pero en este caso era cierto: en plena bahía de Guanabara, en el marco incomparable de las colinas de pura roca, los morros, que forman esa anarquía geológica —diríase que diseñada por Gaudí— llamada Río de Janeiro: el Pão de Açúcar y el Morro da Urca, que surgen del mar enfrente de la praia, y el Corcovado y el Morro Dona Marta, justo detrás. Porque esa realidad que se llama Brasil supera toda imaginación.
         El reencuentro con la magia había sido espectacular.

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