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Foto: Comparsa de indias, Bumba-meu-boi de Morros (oimparcial.com) |
Y es que esa realidad
que se llama Brasil supera toda imaginación.
Mais um, mais um, tralalararará, mais um, mais um, tralalararará…, la alegre cancioncilla del anuncio de la Brahma, la melhor cerveja do mundo, que jugaba con la calculada ambigüedad propagandística de pedir otro pedazo de birra —que aquí las garrafas son de litro y te las sirven dentro de una capucha de corcho o de plástico para que no se calienten; y yo sin poder beber, hay que fastidiarse— o, ya puestos, otro Mundial de fútbol más para la melhor seleção do mundo, se había convertido en la canción del verano y sonaba en bares, fiestas, praias y por todas partes en el Brasil del 94, y las garotas la bailaban, gozadoras y accesibles, ¡sí, sí, sí!, ¡vive dios que eran accesibles!, mucho más de lo que aparentaban en los insulsos y asépticos reportajes carnavaleros de la Televisión Española, La primera, y no se acababan nunca las fiestas juninas del Bumba-meu-boi de São Luís, la Jamaica brasileira, el único lugar del mundo donde el reggae se baila agarrado: todo un puntazo, y no veas cómo mueven el culo las mulatas, ¡y qué pedazo de bundas!: rotundos, respingones, duros como la piedra, forjados con generosidad de fruta tropical, y tan nacionales como la bossa-nova, porque no nos engañemos, esos bundas sólo se ven en las praias de Brasil, bueno, y del mar Caribe, claro, pero aquí y ahora, en plenas fiestas, se meneaban con desenfreno, hasta el paroxismo, porque esto sí que es danzar y no las gansadas que hacen los ballets, señores, esas cinturitas de avispa que se cimbreaban al delirante compás de cientos de tambores y decenas de miles de matracas: dos tablillas de madera que decenas de miles de manos golpeaban una contra otra con rítmica percusión afrobrasileira, que iba in crescendo, y esto sí que era un crescendo orgásmico y no las mamarrachadas que hacen los tenores italianos en la ópera, señoras, a medida que el artista que porta el buey de madera negra resucita y empieza a dar vueltas alrededor de sí mismo, y la copla explica que el pobre desgraciado del esclavo que había matado al buey para poder comer algo, porque se estaba muriendo de hambre, sería perdonado, y de golpe y porrazo, en pleno clímax, como respondiendo a una señal secreta, todas las matracas dejaban de sonar al mismo tiempo —bueno, todas, todas menos las mías, que siempre me dejaban en evidencia, coño, y el Salvaje se partía el pecho a mi costa—, para dar un respiro al personal, sólo un respiro, porque volvían a recomenzar un instante después, y los abueletes de hasta ochenta o noventa años, que se apuntaban a la fiesta como el que más, y aguantaban despiertos empalmando día tras día a base de pura cachaça, el ron de caña blanco y un pelín espeso con que se prepara el cóctel nacional, la caipirinha (literalmente, “pequeña campesina” en portugués), mezclado con suco de limón verde, azúcar y hielo triturado, pero que ellos se trincaban a palo seco, con un par, sin meterle chorradas que igual se estropea —y yo sin poder privar, hay que joderse—, como mucho la aderezaban con pimienta (bueno, aquí a todo le echaban pimienta, y de la potente), que siempre ayuda a pasar mejor los tragos fuertes, y además con la ventaja añadida de que provoca más sed, y así empalmando un día con otro, sin dormir, porque la locura del Bumba-meu-boi no se acaba nunca y no habrá otro hasta el año que viene, y la cachaça sí que es un buen estimulante y no esas aguachirles modernas de las anfetas o la coca, hasta que un abuelo mulato, con todo el dolor del mundo cincelado a fuego en las arrugas de su rostro, de repente se caía al suelo, a plomo, delante del camión que abría paso a todo el cortejo —uno de los muchos llamados a unirse a una larga procesión pagana en el centro de la ciudad—, y que continuaba avanzando como si nada, porque la locura del Bumba-meu-boi no se detiene nunca, como no se paran los sanfermines porque a algún yanqui mostrenco se le ocurra dejarse coger por el toro en el encierro, como no se chapan las playas de Cañaveral y Arrecifes (en el parque nacional de Tayrona, Colombia) porque cada año se ahoguen cuatro o cinco gringos en sus aguas —que ya van unos doscientos—, arrastrados por las traicioneras corrientes marinas (eso sí, te informan del peligro en un cartel de madera: “No haga parte de las estadísticas”), y el Salvaje y yo éramos los únicos que dejábamos de matraquear y bailar, y teníamos que levantar a pulso al anciano, rápido, rápido, a punto de ser atropellados los tres, y dejarlo caer en el arcén para que durmiera un rato la mona, sólo un ratillo, que pronto se despertaría y continuaría la fiesta, porque la locura del Bumba-meu-boi no se acaba nunca y no habrá otro hasta el año que viene. Porque esa realidad que se llama Brasil supera toda imaginación.
Mais um, mais um, tralalararará, mais um, mais um, tralalararará…, la alegre cancioncilla del anuncio de la Brahma, la melhor cerveja do mundo, que jugaba con la calculada ambigüedad propagandística de pedir otro pedazo de birra —que aquí las garrafas son de litro y te las sirven dentro de una capucha de corcho o de plástico para que no se calienten; y yo sin poder beber, hay que fastidiarse— o, ya puestos, otro Mundial de fútbol más para la melhor seleção do mundo, se había convertido en la canción del verano y sonaba en bares, fiestas, praias y por todas partes en el Brasil del 94, y las garotas la bailaban, gozadoras y accesibles, ¡sí, sí, sí!, ¡vive dios que eran accesibles!, mucho más de lo que aparentaban en los insulsos y asépticos reportajes carnavaleros de la Televisión Española, La primera, y no se acababan nunca las fiestas juninas del Bumba-meu-boi de São Luís, la Jamaica brasileira, el único lugar del mundo donde el reggae se baila agarrado: todo un puntazo, y no veas cómo mueven el culo las mulatas, ¡y qué pedazo de bundas!: rotundos, respingones, duros como la piedra, forjados con generosidad de fruta tropical, y tan nacionales como la bossa-nova, porque no nos engañemos, esos bundas sólo se ven en las praias de Brasil, bueno, y del mar Caribe, claro, pero aquí y ahora, en plenas fiestas, se meneaban con desenfreno, hasta el paroxismo, porque esto sí que es danzar y no las gansadas que hacen los ballets, señores, esas cinturitas de avispa que se cimbreaban al delirante compás de cientos de tambores y decenas de miles de matracas: dos tablillas de madera que decenas de miles de manos golpeaban una contra otra con rítmica percusión afrobrasileira, que iba in crescendo, y esto sí que era un crescendo orgásmico y no las mamarrachadas que hacen los tenores italianos en la ópera, señoras, a medida que el artista que porta el buey de madera negra resucita y empieza a dar vueltas alrededor de sí mismo, y la copla explica que el pobre desgraciado del esclavo que había matado al buey para poder comer algo, porque se estaba muriendo de hambre, sería perdonado, y de golpe y porrazo, en pleno clímax, como respondiendo a una señal secreta, todas las matracas dejaban de sonar al mismo tiempo —bueno, todas, todas menos las mías, que siempre me dejaban en evidencia, coño, y el Salvaje se partía el pecho a mi costa—, para dar un respiro al personal, sólo un respiro, porque volvían a recomenzar un instante después, y los abueletes de hasta ochenta o noventa años, que se apuntaban a la fiesta como el que más, y aguantaban despiertos empalmando día tras día a base de pura cachaça, el ron de caña blanco y un pelín espeso con que se prepara el cóctel nacional, la caipirinha (literalmente, “pequeña campesina” en portugués), mezclado con suco de limón verde, azúcar y hielo triturado, pero que ellos se trincaban a palo seco, con un par, sin meterle chorradas que igual se estropea —y yo sin poder privar, hay que joderse—, como mucho la aderezaban con pimienta (bueno, aquí a todo le echaban pimienta, y de la potente), que siempre ayuda a pasar mejor los tragos fuertes, y además con la ventaja añadida de que provoca más sed, y así empalmando un día con otro, sin dormir, porque la locura del Bumba-meu-boi no se acaba nunca y no habrá otro hasta el año que viene, y la cachaça sí que es un buen estimulante y no esas aguachirles modernas de las anfetas o la coca, hasta que un abuelo mulato, con todo el dolor del mundo cincelado a fuego en las arrugas de su rostro, de repente se caía al suelo, a plomo, delante del camión que abría paso a todo el cortejo —uno de los muchos llamados a unirse a una larga procesión pagana en el centro de la ciudad—, y que continuaba avanzando como si nada, porque la locura del Bumba-meu-boi no se detiene nunca, como no se paran los sanfermines porque a algún yanqui mostrenco se le ocurra dejarse coger por el toro en el encierro, como no se chapan las playas de Cañaveral y Arrecifes (en el parque nacional de Tayrona, Colombia) porque cada año se ahoguen cuatro o cinco gringos en sus aguas —que ya van unos doscientos—, arrastrados por las traicioneras corrientes marinas (eso sí, te informan del peligro en un cartel de madera: “No haga parte de las estadísticas”), y el Salvaje y yo éramos los únicos que dejábamos de matraquear y bailar, y teníamos que levantar a pulso al anciano, rápido, rápido, a punto de ser atropellados los tres, y dejarlo caer en el arcén para que durmiera un rato la mona, sólo un ratillo, que pronto se despertaría y continuaría la fiesta, porque la locura del Bumba-meu-boi no se acaba nunca y no habrá otro hasta el año que viene. Porque esa realidad que se llama Brasil supera toda imaginación.
Y Marlene, la preciosa reina de los
carnavales de este año en São Luís: una mulatona rompedora, alta y esbelta, con
un par de tetas y un pedazo de cuerpo capaces de quitarle el aliento a un
batallón, Marlene, que resulta que era la hermanita pequeña de la chica del Salvaje,
Marialena (por lo visto, al padre le encantaba este nombre y había ido practicando
mínimas variaciones con sus tres hijas: Marialena, Marilene y Marlene; claro
que la palma de la onomástica femenina se la llevaba otro progenitor de la
ciudad, que había trabajado en Argentina y volvió prendado de la lengua de
Cervantes: inspirándose en un cartel “muito bonito” que vió en unas
oficinas, había bautizado a sus hijas como “Fotocopia”, “Autentificada” y
“Xerox”), y declaraba a todo aquél que quisiera escucharla que estaba “apaixonada
pelo meu queijinho”, ¡por mí, hostia!, que me llamaba “quesito” porque los
primeros días estaba más pálido que el conde Drácula, y me hacía sentir
orgulloso cuando me presentaba a la gente presumiendo de hombre, y sostenía ante
quien fuera que yo era un tío tope sensible y atractivo: “É um boneco!”,
mandan huevos, “é tão romântico!...”, que el Salvaje se partía el culo a
mi costa, pero mi chica le ignoraba y me pedía que me quedase a vivir con ella
en Brasil, y al oído se ofrecía para hacerme todo lo que yo deseara, con tesão,
y yo nunca he sido de hacerme rogar, pero es que “tesãããão” sonaba tan
sensual y fogoso cuando brotaba de aquellos labios carnosos que casi llegaba al
éxtasis sólo de escucharlo (bueno, esto es una metáfora literaria, ¿eh?, ¡ojo!,
que un servidor nunca ha sido eyaculador precoz), y más sabiendo cómo era capaz
de montarse encima mío a bailar un guaguancó con mi sexo hundido hasta la
empuñadura en el fondo de sus entrañas, y mais um, mais um, tralalararará…
Porque esa realidad que se llama Brasil supera toda imaginación.
Y supongo que algo de todo ese chute
tropical aún seguía corriendo por mis venas, mujer, o tal vez era el gorrito de
cartón verdeamarelo de la Brahma que llevaba encasquetado en la cabeza,
con un dedo índice apuntando al cielo, pidiendo otra birra u otro Mundial más: Mais
um, mais um, tralalararará…, el caso es que cuando a la una de la madrugada
entré en la plaza Reial, sorteando a las putas y los camellos que me salían al
paso, después de cuarenta y tres días de grata ausencia, y abracé al Javi y…
¡hombre, ahí estaban Amelia y Sara!, el corazón aún me latía a ritmo de samba
carnavalera; “¡¿Dónde vas a estas horas de la noche?! ¡Pero si son las doce y
veinte!”, mi pobre madre en camisón vociferando desde la puerta de casa, como
siempre, que los vecinos debían estar contentos, “Coño, a pillar un taxi, que
si no, no llego. ¿No ves que para mí ahora es de día, que voy con el horario
cambiado?”, “¡Pero si no has cenado! ¡Ay, hijo mío, si no te cuidas un
poco!...”, y es que quien esta ahíto de alimento espiritual no necesita sostén
material, apenas un café, una ducha y un afeitado rápidos después de una
siestecilla de seis horas y media para reponerme de las quince del
Río-Madrid-Barcelona que me habían dejado molido, bueno, el Río-Madrid-BCN, un jet
lag del copón y la última noite carioca con Andrea, una garotinha
rubia de bote que me había enrollado en la praia, más que nada para
variar un poquillo, que había quedado saciado de tanta mulata sabrosona, como
Marlene, Nindinha y Solange —otra que tal: le había puesto a su hijo el
elegante nombre de Charles Bronson—, éstas dos más pequeñitas, menos
exuberantes, pero ¡cómo les gustaba que les zurrasen la badana!, que llegué a
soltarle al Salvaje una frase que jamás hubiera imaginado pronunciar, vamos, ni
en mis mejores sueños: “¡Hostia, tío, necesito descanso, que ya estoy harto de
tanto follar!”, y el colega se partía el pecho a mi costa, y digo voy a probar
con una menina de dieciocho añitos bien puestos, el pelo a juego con el
hilo dental amarillo fluorescente, colocado con precisión extrema dentro de la
raja que separaba aquellas gloriosas nalgas bronceadas: un bunda turgente
y respingón de esos que sólo se ven en las praias brasileiras, y
caribeñas, claro, y nos habíamos conocido en la praia mais linda do mundo: la
de Botafogo, y eso que en Brasil hay varias que ostentan el título, pero en
este caso era cierto: en plena bahía de Guanabara, en el marco incomparable de
las colinas de pura roca, los morros, que forman esa anarquía geológica
—diríase que diseñada por Gaudí— llamada Río de Janeiro: el Pão de Açúcar y
el Morro da Urca, que surgen del mar enfrente de la praia, y el
Corcovado y el Morro Dona Marta, justo detrás. Porque esa realidad que
se llama Brasil supera toda imaginación.
El reencuentro con la magia había sido espectacular.
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