I
Este canto apócrifo y antiguo
es la existencia de un niño en soledad,
es la existencia de un niño en soledad,
la voz de un patio soleado
lleno de plantas y árboles frutales,
donde palpita gozoso el universo
y hace danzar las flores con su brisa lejana.
Hay tanto silencio en el suspenso,
en este asombro aristotélico ante las cosas,
que el amor se reduce al cobijo de los árboles
y al diamante que deja al pasar un caracol.
Yo soy el niño que está vivo y se canta
con esta lengua amada de mis antepasados,
que no fueron raíz de este sueño de versos,
Poeta de un Río Negro, donde pintados pájaros
nacidos para volar hasta la muerte
se detienen, a veces, en muelles de palabras
y en las flores del tiempo de un patio interminable.
La soledad buscada, necesaria, del niño a plena luz,
la del lenguaje cósmico donde lee el poeta
vive conmigo, incluso, en medio de la noche
y lleva por el mundo sus perfumes de siesta
cuando ya nadie duerme y tiemblan las estrellas.
Soy un poeta con los sueños intactos
y con la certeza de que su canto apócrifo y antiguo
es la existencia de un niño en soledad.
II
¿Será que todas las infancias son recuerdos de un patio
vasto como la noche y más largo que la vida?
En mi verde infancia,
los patios de la memoria se continúan
y llegan hasta esta página,
como los robles de la cabaña del monte
hasta el terciopelo de aquel alto sillón.
Son largas extensiones de flores y conejos
con horizontes de perros y
sombras que picotean la tierra
hasta perderse en un pino inclinado donde viven los pájaros.
Todos los patios de mi niño son un gran patio,
soy testigo de enredaderas, de enanos de jardín,
de naranjos que al evocarlos adquieren color y movimiento.
¿Será que todas las infancias son recuerdos de un patio
basto como la noche y más largo que la vida?
III
La tarde con su imperio de luz y de silencio
en el eterno patio de la infancia,
los cipreses danzantes de ese vecino
que era sordo y pintaba,
el palo borracho de mi abuela
la socialista, la costurera,
todos los paraísos del cerro y
hasta los sauces que lloran a la orilla del río.
El pino inclinado donde viven los pájaros,
el de las sombras y los picos,
El naranjo que ha visto pasar al caracol
con su diamante y su espiral,
el limonero melancólico y
hasta la higuera que da a la vieja escuela.
La tarde con su imperio de luz y de silencio
bajo el reinado albo del fragante jazmín
y de la roja rosa de todos los poetas,
el estallido de pétalos que supone la dalia
en los canteros del fondo,
las hojas en el suelo de los otoños
y la nobleza de todos los perros que me han visto pasar.
La tarde con su imperio de luz y de silencio,
las bibliotecas, los escritores queridos y admirados
y hasta los altos hombres que sé me precedieron,
viven en estos versos.
Fernando Chelle |
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