Mención Especial del Jurado del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
El
Jaimico estaba escondido detrás de un banco al fondo de la iglesia.
Observaba a la pequeñica del Señorito. El pelo rizado de oro con
una moña azul que le hacía juego con el vestidico y con los
calcetines que le cubrían hasta las rodillas. Estaba sentadica en
primera fila con las piernas colgando del banco. El cura vestía la
sotana negra y cíngulo a la cintura. Se sentó al lado de la niña,
la madera gimió, dejó la copa dorada colmada de vino en el suelo y
la ocultó con el bajo del alba. La zagalica movía las piernecicas y
miraba al Cristo que había sobre el altar, sin quitarle ojo tampoco
al hombre que parecía a punto de explotar. Había algo en él que no
le acababa de cuadrar. No sabía si era porque hablaba muy alto y
raro, por los perdigonazos de saliva que disparaba o porque cada dos
por tres se agachaba a coger la copa, le miraba por debajo del
vestido, bebía, y la volvía a dejar en el suelo. Se acercaba a ella
y le hablaba bajo sobre el Espíritu Santo que tenía dentro de él y
lo podía compartir con ella, y cuando lo hacía, el pestazo de su
aliento la mareaba.
¿Comprendes
lo que digo?, dijo el cura.
La
niña dejó de mover las piernas y miró al hombre y vio unos ojos
tan rojos como la cara. ¿Podré sentir el Espíritu Santo?
Asintió
y le puso la manaza ardiente en la poca carne que había entre las
medias y la falda. Sin saber por qué, ella miró la mano con el
mismo miedo con que vio al alacrán que se encontró una vez en el
cortijo y su padrecico reventó a balazos con la pistolica que se
sacó del cinto. Sólo así podrás estar cerca del Señor, eso es
hacer el bien y rechazar el mal camino. Encarnación, a sus seis
años, no entendía mucho sobre Dios, ni el Señor, ni la anatomía
humana, ni el bien ni el mal, pero se acordó del día del alacrán
que acabó despedazao, le dejó la cara manchaíca de sangre y trozos
del bicho en el pelo y el suelo arenisco to pringoso. Ese día echó
hasta la papilla y no quería que le pasara lo mismo.
Jaimico
escuchaba desde el final de la iglesia cómo el cura le decía a la
niña las mismas cosas que le dijo a él. Entrelazó los dedos y miró
al patrón del pueblo que tenía a su derecha y le pidió la valentía
necesaria para esta vez no mearse encima, que siempre ayudaba a
vestirlo y a ponerlo decentico para la Semana Santa y las fiestas, y
en las procesiones hacía de turiferario aunque le mareara estar todo
el día con el incienso para arriba, incienso para abajo.
El
sacerdote le ofreció un trago a la chiquilla.
Ella
lo olisqueó y arrugó la nariz y él le detuvo la cabeza con la
mano. Le acercó aún más la copa. Ella lo miró, luego miró la
copa, y bebía a medida que el hombre le inclinaba el cáliz. El cura
lo retiró, observó el interior satisfecho, pasó el índice por
dentro de la copa y luego se chupó el dedo. Se levantó y extendió
la mano. La niña bajó con un saltito y la aceptó. Al pasar junto
al altar, el cura dejó el cáliz sobre él sin detenerse, y el
Jaimico vio cómo empujaba la pesada puerta y entraban en la
sacristía, de donde él salió tantas veces deseando no haber
entrado nunca. El Jaimico tenía los dedos blancos y los tendones y
venas se le marcaban en el cuello, y le pidió al Patrón que
protegiera a aquella niña rubica de pelo rizado, que a él no hacía
falta que lo protegiera, pero el Santo seguía con la mirada puesta
en el presbiterio como si aquello no fuera con él.
El
Jaimico echó a andar hacia la puerta. Apoyó la mano en el pomo.
Abrió la puerta y el calor húmedo y hediondo de la sacristía le
dio un guantazo en la cara. A la izquierda, el hombre sentado en una
silla, arrellanado y empapado en sudor, con la sotana arremangada
sobre el barrigón y, entre los mulsos flácidos y peludos, le
asomaba la polla moraíca y arrugá. Se cogía con fuerza el pecho a
la altura del corazón y al respirar, sus pulmones hacían silbar el
aire que echaba. Miró al Jaimico.
Jaimico,
gracias a Dios, se exaltó, ayúdame a vestirme.
El
Jaimico posó los ojos sobre la niña a su derecha, que tenía la
mirada gacha y los calzones por las rodillas en aquella postura.
Jaimico,
por favor, hay que avisar al médico del Señorito.
El
Jaimico miró detrás de la niña, donde había una réplica de la
Inmaculada Concepción rezándoles a unos ángeles que pululaban a su
alrededor, y se preguntó si la Inmaculada Concepción también
estuvo a cuatro patas sobre unos tablones de madera sin brillo igual
que él, igual que la niña.
¡Jaimico!,
espetó, trémulo.
La
Inmaculada tampoco le miraba.
¡Jaimico!,
balbuceó.
El
Jaimico lo miró. La cara perlada en sudor, los ojos rojos, la saliva
brotaba de su boca y bajaba viscosa por la barbilla.
¡Ayúdame!
El
Jaimico miró al frente y contempló la cristalera estrecha con una
cruz roja en mitad de ella por la que entraba el sol vespertino y
teñía toda la habitación de fuego, e iluminaba el extremo del
escritorio, donde había un cenicero con un puro de picadura humeante
y, junto a él, un abrecartas en forma de estilete con mango en cruz.
Se acercó. Cogió el abrecartas y se giró hacia el cura.
¿Te
gusta?, dijo el cura, te lo daré si me ayudas.
El
Jaimico le atravesó el estómago con el abrecartas.
El
sacerdote frunció el ceño, molesto.
¿Qué
coño haces?
Y
el Jaimico repitió el proceso una y otra vez, y mientras el cura
luchaba contra la inmovilidad de su cuerpo, de cada aguijonazo del
abrecartas que le atravesaba la carne salía un chorro de sangre
espesa que le hacía sentir ligero y le liberaba un poco más de la
culpa y del pecado, y lo eximía de su condena. La niña se giró, el
cura sonrió hasta que el brazo que le sujetaba el corazón cayó
inerte y el Jamico paró. Dejó caer el arma y se miró las manos
llenas de sangre.
¿Lo
has matado?
El
Jaimico se volvió a la niña. Asintió. Fue hacia ella y la
ayudó a levantarse. Jaimico
le miró las piernas y en los calzones cayeron dos goterones rojos.
Se agachó y se los subió con cuidadico, y le alisó el vestido y le
ofreció la mano.
Antonio Sensada Bautista |
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