martes, 14 de enero de 2025

Gracia Divina......Antonio Sensada Bautista*

Mención Especial del Jurado del V Concurso Internacional Litteratura de Relato 

El Jaimico estaba escondido detrás de un banco al fondo de la iglesia. Observaba a la pequeñica del Señorito. El pelo rizado de oro con una moña azul que le hacía juego con el vestidico y con los calcetines que le cubrían hasta las rodillas. Estaba sentadica en primera fila con las piernas colgando del banco. El cura vestía la sotana negra y cíngulo a la cintura. Se sentó al lado de la niña, la madera gimió, dejó la copa dorada colmada de vino en el suelo y la ocultó con el bajo del alba. La zagalica movía las piernecicas y miraba al Cristo que había sobre el altar, sin quitarle ojo tampoco al hombre que parecía a punto de explotar. Había algo en él que no le acababa de cuadrar. No sabía si era porque hablaba muy alto y raro, por los perdigonazos de saliva que disparaba o porque cada dos por tres se agachaba a coger la copa, le miraba por debajo del vestido, bebía, y la volvía a dejar en el suelo. Se acercaba a ella y le hablaba bajo sobre el Espíritu Santo que tenía dentro de él y lo podía compartir con ella, y cuando lo hacía, el pestazo de su aliento la mareaba.
¿Comprendes lo que digo?, dijo el cura.
            La niña dejó de mover las piernas y miró al hombre y vio unos ojos tan rojos como la cara. ¿Podré sentir el Espíritu Santo?
Asintió y le puso la manaza ardiente en la poca carne que había entre las medias y la falda. Sin saber por qué, ella miró la mano con el mismo miedo con que vio al alacrán que se encontró una vez en el cortijo y su padrecico reventó a balazos con la pistolica que se sacó del cinto. Sólo así podrás estar cerca del Señor, eso es hacer el bien y rechazar el mal camino. Encarnación, a sus seis años, no entendía mucho sobre Dios, ni el Señor, ni la anatomía humana, ni el bien ni el mal, pero se acordó del día del alacrán que acabó despedazao, le dejó la cara manchaíca de sangre y trozos del bicho en el pelo y el suelo arenisco to pringoso. Ese día echó hasta la papilla y no quería que le pasara lo mismo.
Jaimico escuchaba desde el final de la iglesia cómo el cura le decía a la niña las mismas cosas que le dijo a él. Entrelazó los dedos y miró al patrón del pueblo que tenía a su derecha y le pidió la valentía necesaria para esta vez no mearse encima, que siempre ayudaba a vestirlo y a ponerlo decentico para la Semana Santa y las fiestas, y en las procesiones hacía de turiferario aunque le mareara estar todo el día con el incienso para arriba, incienso para abajo.
El sacerdote le ofreció un trago a la chiquilla.
Ella lo olisqueó y arrugó la nariz y él le detuvo la cabeza con la mano. Le acercó aún más la copa. Ella lo miró, luego miró la copa, y bebía a medida que el hombre le inclinaba el cáliz. El cura lo retiró, observó el interior satisfecho, pasó el índice por dentro de la copa y luego se chupó el dedo. Se levantó y extendió la mano. La niña bajó con un saltito y la aceptó. Al pasar junto al altar, el cura dejó el cáliz sobre él sin detenerse, y el Jaimico vio cómo empujaba la pesada puerta y entraban en la sacristía, de donde él salió tantas veces deseando no haber entrado nunca. El Jaimico tenía los dedos blancos y los tendones y venas se le marcaban en el cuello, y le pidió al Patrón que protegiera a aquella niña rubica de pelo rizado, que a él no hacía falta que lo protegiera, pero el Santo seguía con la mirada puesta en el presbiterio como si aquello no fuera con él.
El Jaimico echó a andar hacia la puerta. Apoyó la mano en el pomo. Abrió la puerta y el calor húmedo y hediondo de la sacristía le dio un guantazo en la cara. A la izquierda, el hombre sentado en una silla, arrellanado y empapado en sudor, con la sotana arremangada sobre el barrigón y, entre los mulsos flácidos y peludos, le asomaba la polla moraíca y arrugá. Se cogía con fuerza el pecho a la altura del corazón y al respirar, sus pulmones hacían silbar el aire que echaba. Miró al Jaimico.
Jaimico, gracias a Dios, se exaltó, ayúdame a vestirme.
El Jaimico posó los ojos sobre la niña a su derecha, que tenía la mirada gacha y los calzones por las rodillas en aquella postura.
Jaimico, por favor, hay que avisar al médico del Señorito.
El Jaimico miró detrás de la niña, donde había una réplica de la Inmaculada Concepción rezándoles a unos ángeles que pululaban a su alrededor, y se preguntó si la Inmaculada Concepción también estuvo a cuatro patas sobre unos tablones de madera sin brillo igual que él, igual que la niña.
¡Jaimico!, espetó, trémulo.
La Inmaculada tampoco le miraba.
¡Jaimico!, balbuceó.
El Jaimico lo miró. La cara perlada en sudor, los ojos rojos, la saliva brotaba de su boca y bajaba viscosa por la barbilla.
¡Ayúdame!
El Jaimico miró al frente y contempló la cristalera estrecha con una cruz roja en mitad de ella por la que entraba el sol vespertino y teñía toda la habitación de fuego, e iluminaba el extremo del escritorio, donde había un cenicero con un puro de picadura humeante y, junto a él, un abrecartas en forma de estilete con mango en cruz. Se acercó. Cogió el abrecartas y se giró hacia el cura.
¿Te gusta?, dijo el cura, te lo daré si me ayudas.
El Jaimico le atravesó el estómago con el abrecartas.
El sacerdote frunció el ceño, molesto.
¿Qué coño haces?
Y el Jaimico repitió el proceso una y otra vez, y mientras el cura luchaba contra la inmovilidad de su cuerpo, de cada aguijonazo del abrecartas que le atravesaba la carne salía un chorro de sangre espesa que le hacía sentir ligero y le liberaba un poco más de la culpa y del pecado, y lo eximía de su condena. La niña se giró, el cura sonrió hasta que el brazo que le sujetaba el corazón cayó inerte y el Jamico paró. Dejó caer el arma y se miró las manos llenas de sangre.
¿Lo has matado?
El Jaimico se volvió a la niña. Asintió. Fue hacia ella y la ayudó a levantarse. Jaimico le miró las piernas y en los calzones cayeron dos goterones rojos. Se agachó y se los subió con cuidadico, y le alisó el vestido y le ofreció la mano.


Antonio Sensada Bautista
Nació en 1993 en Barberà del Vallès, Barcelona. Es profesor de instituto y acaba de finalizar el primer borrador de su segunda novela. La primera, Serpiente de cascabel (Amazon y Goodreads, 2022), es una suerte de acid western mediterráneo ambientado en los 2000 con toques de humor. En su nueva obra, Malas pulgas, un muchacho cuyo hermano se acaba de suicidar irá descubriendo que éste no era como él pensaba. Ha querido reflejar la ira, rebeldía y, a la vez, desgana de la juventud en el contexto de la crisis económica (2009-17), y cómo este contexto va forjando las identidades de un colectivo vulnerable, al que si se le suma la clase social, se convierte en carne de cañón. Es una literatura peculiar, por la influencia de McCarthy, Lorca el cante jondo en una novela sobre adolescentes en plena recesión, y también por el costumbrismo, drama, delincuencia, personajes sesudos... que conforman un urban western jondo. Mención Especial del Jurado del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.

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