Tercer Premio del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
|
Foto: Lee Jeffries, Lost Angels |
A
través de la ventana puedo ver el páramo al que no logro acceder.
Está ahí afuera, como esperando, pero al abrir la puerta es otra
vez la ciudad y las casas y las habladurías. Y de nuevo él, con sus
tres o cuatro amigos, con naipes en una mano y cervezas en la otra.
Yo corro a la cocina y enciendo el fuego en una hornilla, el agua
hirviendo, las verduras mal lavadas, mal cortadas, caen en grupos al
agua. La puerta azota el marco y él está dentro, se acerca y puedo
sentirlo por detrás, rozándome, apretándome contra la olla, el
fuego calentando mi vientre y los mil bichos que se me escapan por el
ombligo, ninguna mariposa, solo gusanos, larvas que alguna vez
soñaron con tener alas y colores; pero sólo
son capaces de arrastrarse y el único color es un amarillo verdoso
que los domina y los somete y los hace nauseabundos. Se mueven por
toda la cocina, hacia todos los espacios, pasan por debajo de los
pies de los tres o cuatro amigos que muerden sus labios y se tocan el
sexo y dejan que la cerveza se derrame de sus bocas al ver como él
mete sus manos por debajo de mi vestido y me aprieta los muslos y me
huele como un animal, y yo ahí con el cuchillo en una mano y
verduras en la otra, lo empujo y corro. No soporto su nariz
inhalando, no soporto su sexo que
despierta rígido y sus garras en mis piernas. Quiero huir hacia el cuarto, pero tengo
que pasar frente a sus tres o cuatro amigos y eso me detiene, no
quiero oírlos, no quiero sentir sus miradas consumiéndome, sus
silbidos, sus manos que quieren tocarme. Son como bestias que
ven
por primera vez a una mujer, encerrados en una jaula de barrotes
estrechos a través de los cuales estiran los brazos, desesperados
por cogerme. Retrocedo y siento que mis cabellos son arrancados de mi
cabeza, entonces la puerta al páramo se abre y soy yo corriendo
despavorida, el campo que veía a través de la ventana no tiene más
el sol calentando el pasto ni las mariposas, ni el cielo despejado;
esta vez todo es azul y llueve por segundos y hay una bestia que me
persigue, me acecha, me acorrala. Ni el campo abierto me salva, la
bestia me embiste y se abalanza sobre mí, se va comiendo los
bichitos que siguen saliendo del ombligo, y me muerde el cuello y me huele y
golpea y golpea... Sus patas son puños contra mi carne, yo no quiero
que salgan más bichitos así que intento tapar mi vientre con las
manos, trato de ser un bicho más que se hace bola y se agazapa, me
oculto en mí misma pero no tengo caparazón, y entonces los golpes
son más pero se sienten menos, como si ya el dolor fuera una
anécdota; y el páramo es ahora un lugar del que quiero salir pero
no puedo, no hay puerta, sólo campo y golpes y sangre y lágrimas y
baba de la bestia cayendo sobre mi rostro, que no es mi rostro sino
una máscara que se descascara y se desprende, y yo miro esa cara que
también me mira desde sus fragmentos y cuando se hunde en el suelo
se hace polvo, y ese polvo adopta forma y de pronto son dos balas que
yo me guardo y aprieto el puño para no soltarlas más y me quedo
pensando en por qué aparecieron, hasta que una botella cae al suelo
y los vidrios se desparraman y soy yo de nuevo en el suelo de la
cocina y no hay bichos ni máscara, sólo
sangre en las baldosas y cerveza derramada. Entonces me levanto y
corro despavorida al baño, adonde él mira y me manda un beso y
entrecierra los ojos y se los señala mientras les dice a sus tres o
cuatro amigos que el amor es ciego. Y todos se ríen y siguen jugando
naipes y derramando cerveza. Y
yo en el baño intento lavarme el rostro, pero el agua duele más que
los golpes anteriores, y en el espejo mi cara hinchada y mis ojos
casi cerrados y los múltiples tonos de violeta y rojo esparciéndose
en mi piel, y las lágrimas que se escapan y no puedo controlarlas y
arden y forman caminos que se mezclan con sangre y se pierden bajo mi
cuello. Y agacho la mirada, más agua y más dolor, y en cuanto veo
el espejo, de nuevo soy yo en el páramo, que se parece mucho a mi
cocina, y estoy corriendo con mi exmarido atrás. Y puedo notar que
tengo una mano apretando algo en un puño impenetrable y mientras
corro parece que sonrío, y volteo a mirarme a mí misma al otro lado
del espejo y parezco hacer un gesto para que dirija la mirada primero
a mi mano, donde puedo ver dos balas, y luego hacia mi exmarido desnudo en la vieja cama que solíamos compartir y en la que tantas veces
creí entrar al páramo;
y
luego otra vez sólo
soy yo en el baño mirando mi cara en el espejo, así que cierro el
grifo y corro al dormitorio. Y me siento al borde del colchón y
aprieto un puño como si tuviera algo dentro y desde ahí lo veo a él
jugando naipes, en una silla en mitad del páramo con una nube gris
lloviéndole encima, y
permanezco sentada mientras espero a que se vayan los tres o cuatro
amigos para mostrarle a él que el amor no es sólo ciego sino
también sordo y mudo, para después comprobarlo
junto
a mi exmarido, que ahora yace con un balazo en un oído y otro en la garganta, los dos desnudos
en la vieja cama que solíamos compartir y en la que esta vez espero,
por fin, entrar al páramo.
|
Carlos Martín Morales Herrera |
*
Nació en Lima (Perú) en 1992, y actualmente reside en Atarfe (Granada).
Comunicador audiovisual con estudios en fotografía y Máster en Bellas Artes por la Universidad de Salamanca (2024), se encuentra orientado a la práctica artística mediante el uso de la imagen y la
escritura. En la actualidad, desarrolla proyectos artísticos relacionados
con el sentido de pertenencia y el desarraigo, siguiendo métodos de
trabajo que integren la palabra, no sólo como punto de partida sino
como el eje principal de su obra. Ha obtenido el Tercer Premio del V
Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.
No hay comentarios:
Publicar un comentario