Segundo Premio (ex aequo) del V Concurso Internacional "Litteratura" de Poesía
Petrona:
mantilla, rosario y vestido negro,
era
la plañidera de su pueblo.
Lloraba
y rezaba
pecados
y heridas de otros.
El
duelo se le metía en el cuerpo,
la
extenuaba y llegaba maltrecha a su casa,
los
ojos enrojecidos por la tristeza ajena.
Hablaba
del cansancio de despedir
a
los cuerpos que se quedaban sin alma,
rogarles
que sean amables
en
el mundo de los espíritus
Madre
Toma
siempre el mismo cinturón
con
una medida exacta que sólo ella conoce.
Estira
el lazo arriba del ombligo
y
lo recoge en tres pasos
desde
el puño al codo.
Tres
veces repite la operación
mientras
susurra plegarias secretas.
Identifica
el lugar del vientre inflamado,
se
persigna
y
le hace tres cruces con mano suave.
Hay
que repetir el ritual por tres días.
Las
palabras y gestos sagrados
miden
con certeza el daño,
bendicen
y espantan el dolor.
No
sabemos de dónde le vino el don
ni
a quien lo transmitirá.
Nadie
se atreve a preguntarle.
Lo
ha administrado con prudencia y miedo,
casi
en silencio, clandestinamente.
Mates
Mate
a mate deshojábamos el tiempo que fue,
bajo
la sombra de ingáes y sauces junto al río Uruguay.
Allí
aspirábamos todos los cantos de chicharras y pájaros.
Guardábamos
gorjeos para armonizar el invierno
que
desnuda las ramas,
cuando
el sol apenas se filtra
y
avanza el frío húmedo de la sudestada.
En
el patio rojo de la casa, junto al limonero y el rosal
brotaban
las hojas de cedrón, bálsamo de serenidad,
junto
con las de burrito que curan el hígado y la tristeza.
Ahí
bebíamos canciones, la hija guitarreaba sones latinos.
Siempre
las perras dormitaban guarecidas entre los pies.
Los
lugares amados conservan la espuma,
el
verde sabor, la misma humedad y tibieza de los mates.
Se
volaron los pájaros de la casa,
la
pava de aluminio, el fogón de la isla
se
fueron llenando de ausencias.
Ana María González |
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