Segundo Premio del V Concurso Internacional "Litteratura" de Relato
Nadar contracorriente cansa. Pero qué tristeza hay
en
esos troncos que se dejan llevar hacia el mar.
LORENZO
OLIVÁN
Foto: La Piedra de Ordovés, Huesca (turismoverde.es) |
Los
autobuses aparcaron en un rebaje del terreno entre dos campos, y los
viajeros descendieron vistiendo los distintos plumajes de la muerte:
un ejército de enfermos, desahuciados de la medicina tradicional, en
tránsito hacia otra forma de vida, hacia la gloria del cielo, sin
saber que la gloria no era otra cosa que un primer beso en una noche
de verano, el nacimiento de una hija, el abrazo de un amigo en una
plaza desierta. Venían de la capital, tras horas y horas de incómodo
viaje, con la promesa velada de la sanación. Era un acto subversivo,
un desembarco de Normandía inverso donde los tullidos recuperarían
brazos y piernas en lugar de perderlos. La esperanza era un
rompecabezas para entretener al cerebro. Unos trataban de esconderse
en el espesor de su fe religiosa, otros en el vacío existencial,
pero todos andaban desesperados. Porque nadie estaba preparado, no
había fiestas para el buen morir.
Un
reportero había publicado un artículo sobre una piedra que curaba.
Por casualidad, al equivocarse de carretera para cubrir un congreso
de micología, dio con sus huesos en el pueblo de Malacia. Y
descubrió carne periodística de primer orden, una historia que
contar: disponían de una piedra mágica que, al sumergirla en agua,
sanaba a los animales y a las personas. La piedra era un tesoro,
magia comunal que provenía de la noche de los tiempos. En Malacia se
moría de viejo, por accidente o suicidio, pero nunca por enfermedad.
Las redes sociales habían amplificado la noticia de forma
exponencial y el efecto llamada no tardó en llegar. Sin duda, los
ocho autobuses sólo eran el comienzo.
Perdidos
como cosmonautas en un club de jazz, fueron recorriendo el pueblo,
con el olor de la tierra mojada impregnándoles las fosas nasales, en
una especie de procesión silenciosa, hasta que se cruzaron con un
lugareño.
Queremos
ver la piedra,
tomó la palabra el presidente de una asociación de enfermos. Tenía
una de esas caras en las que se podía adivinar el niño que fue, uno
de esos niños malos que arrancaban las alas a las moscas y abrasaban
los hormigueros con una lupa.
Con
normalidad, el lugareño señaló una casa, y allí se dirigieron.
Al
abrir la puerta, sintió algo totalmente alejado de la lástima.
Estaba acostumbrado, formaba parte de su legado, de la tradición
familiar. Pudo sentir el pulso acelerado por la esperanza, sus venas
de sangre cuajada, la metástasis de la enfermedad. Se adentró en la
casa sin decir nada, dejando la puerta entornada, y regresó poco
tiempo después con una humilde caja de ajedrez de la que extrajo una
piedra pequeña, pulida, sujeta por alambres de latón y con forma de
planeta sin nombre. Parecía un hacha de sílex prehistórica.
Parecía un meteorito llegado de los confines del Universo. Parecía
el corazón de un ángel petrificado. Sin más preámbulos, la
introdujo en el agua de una gran tinaja de color ceniza y luego, una
por una, fue llenando las botellas y los frascos que le fueron
entregando. Todo el mundo era invulnerable una única noche de
juventud, y ese poder parecía dormir en el agua de la tinaja. Unos
le besaban la mano al recibir el regalo, otros rezaban entre
lágrimas. El agua con magia –un
agua blanda, de pozo–
sabía igual que el agua sin magia. Pero, placebo o no, a veces los
milagros tomaban la absurda forma de una piedra.
Oscurecía
pronto en el pueblo de Malacia. Las crestas de los montes se
convertían en siluetas inquietantes y el valle comenzaba a devorarse
a sí mismo.
Subieron
a los autobuses camino de la capital.
¿Falta
alguien?
Hay
un asiento libre al fondo.
Se
habrá confundido de autobús. Arrancamos, todavía tenemos un largo
trecho.
Cuando
los viajeros se adentraron en ese infierno de curva, contracurva y
precipicio, el pueblo de Malacia se preparó para el sacrificio: era
año bisiesto y en año bisiesto se alimentaba al dragón. Como
hicieron sus padres y sus abuelos, y los abuelos de sus abuelos.
La
piedra tenía un precio.
Oscar Sipán |
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