Ganadora del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
The feeling that I´m losing her forever
And without really entering her
world
I´m glad whenever I can share her
laughter
That funny little girl.
ABBA, Slipping Through My Fingers
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Foto: Tom Hussey, Reflexiones del pasado |
A
la niña la harán reír mis ojos nublados cuando cante la vieja
canción del grupo sueco sobre la madre que ve a su hija marcharse a
la escuela, sobre la niña que se le escapa de entre los dedos. La
risa de ella será una caricia en mis párpados cansados. Tendré
toda una vida que envidiarle a sus ojillos negros, gorriones astutos
en revuelo constante. En sus cejas pobladas anidará la duda, la paz
y la cólera de no permanecer despierta una hora más para culminar
el último capítulo del libro de su madre, mi libro, sobre la mesa
de noche de ambas.
Todo
esto escribo en mi cuaderno. Son las señas exactas por las que
podrían fabricarme, de aquí a mil años, una niña ya adulta que se
sentara al borde de mi cama. No hubo tiempo o, quizás, tan solo
faltó el coraje. Lo cierto es que ahora la habitación blanca no
guarda otra mujer, ni el florero mustio de la esquina sabe a qué
huele el rocío de las margaritas. Ignoro cómo vibra el eco de otra
voz femenina tomándome de la mano, hablándome de las nubes sobre
nuestras cabezas, de la salida inminente del Sol.
Prefiero
no ceder al sueño, mantener los ojos obligatoriamente abiertos para
retratar con palabras, como siempre he hecho, el rostro de una hija.
Escribir sobre dinero reciclado en un marasmo de manos iguales, de
gases cegando ojos, de mujeres de sonrisas cubiertas por una tela
amarga, me separaron de tus mejillas suaves al tacto, de tus dientes
afilados para triturar magdalenas, caramelos, poemas, de tu boca
grande que sabría gritar para verme correr en su ayuda.
Quizás
por ello reniego de la vena rebelde que tendrás de muchacha. La
ignoro, la condeno
al olvido de ni siquiera describir en mi cuaderno tu cuello lastimado
por el girar constante de la nuca al ritmo de canciones ásperas,
violentas, de riffs encerrados en tu habitación que buscan una
salida al mundo, a conciertos con demasiadas personas preguntándose
cómo vivir más en una sola madrugada. Tampoco me intimida el sudor
agrio de jóvenes mezclándose con el olor menos escandaloso que
comienzan a destilar tus caderas, las marcas rosas aparecidas en tu
cuello cuando regresas sigilosamente a casa, la puerta entreabierta a
ladrones que harán menos ruido que tú, muchacha de pasos de
elefante.
También
yo quise comerme el mundo. También fui moderna y austera, pero sé
que lo nuevo, lo rápido, lo adrenalínico, aleja a las niñas de los
contornos de las páginas. Ya
sé, no queda de otra. Deberé relatar tus pies grandes para los
pasos de elefante, el talón que se marcha en una caminata apresurada
por la ciudad, por el país, por el continente… Necesito más
tiempo. Ya la enfermera entró, me tomó el pulso a la antigua en un
gesto amigo de establecer contacto humano, pidió a un joven
estudiante que, por favor, trajera unas margaritas del jardín del
hospital y las colocara en un vaso de agua tibia.
¿También
irás tú en busca de historias?, pregunto en una página que
quisiera arrancar, pues en ella están descritas mis manos
temblorosas alrededor del timón mientras manejo hacia el aeropuerto
y huele a despedida. Ya pasó lo peor. Sucedió el exceso de control,
el odio, el reproche, las condenas mutuas. Ahora estamos en un puente
entre dos islas-mujeres y ella busca cobijo en mis brazos, teme los
días por venir. El cabello corto no pesa sobre la cabeza de la niña.
Algo comprendió en veinte años juntas. Un pelado simple, sin
flequillo, cuadrado a la altura de los hombros, es mejor para las
mujeres ambulantes.
La
niña no contará historias, pero quiere ver la materia de la que
están hechas y limar algunas esquinas en exceso arrugadas. Yo sé lo
que necesita para este viaje. Corazón ligero de mosquito. Mente
calmada de ballena. Un hueco en la memoria donde habita la palabra
casa. Y, por supuesto, que no falten las piernas robustas, los brazos
fuertes que sepan propinar buenos puñetazos a quienes los merezcan.
¿Sabrás utilizar la boca grande que te di para gritar ayuda?
La
enfermera regresa. Ajusta la almohada, se ofrece a acompañarme por
unas horas. La dejo marcharse a casa, no sin antes acercar las
margaritas a mi cama, dejarlas justo encima de las sábanas.
La
niña se cuela por entre las persianas. Cabello aún a la altura de
los hombros sí, pero tan encanecido ya, sin una hebra del marrón
infantil. Su risa carga el mismo consuelo de antes, pero en sus
piernas robustas que se complacieron con correr sobre la bahía,
parece una risa amarga. Y es que la niña rebelde me devuelve una
mirada esquiva, orgullosa y tan triste, una mirada hartamente
conocida en los espejos de los aeropuertos, los hoteles y los
hospitales. Nunca tuvo ella su triste canción sueca ni su despedida,
siquiera un cuaderno donde crear niñas huérfanas.
Mis
manos tumban el florero, el agua de las margaritas disuelve en un río
la tinta entre las páginas del cuaderno. Esta vez no es sólo ella
quien escapa. Abrazadas bajo las sábanas, dejamos vencer al sueño.
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Sofía Miragaya |
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