domingo, 1 de septiembre de 2024

¿Quién cerrará los parques?......Manuel Rufo Olivares

A Mari Loli, incondicional.

Foto: Puerta de entrada al Parque Antiguo en otoño (es.123rf.com)
Lola fue quien me hizo reparar en el hombre que cierra los parques al llegar la noche. Era un tipo bajito, calvo y rechoncho, que iba siempre vestido con un mono de trabajo verde y amarillo, y aparecía montado en un ciclomotor antiguo. Sobre las diez de la noche, se apostaba junto a la caseta del jardinero, se encendía un cigarrillo y nos miraba fijamente. Esperaba a que recogiéramos y nos marcháramos para cerrar, con una gruesa cadena, la cancela de hierro. Nunca se acercó a meternos prisa. Simplemente llegaba y aguardaba.
En aquel tiempo adquirimos la costumbre de bajar sobre las ocho, después de estudiar. Fumábamos y conversábamos sobre nuestras preocupaciones. En plena adolescencia, todos teníamos un punto de egoístas. Sin embargo, Lola demostró estar un paso por delante cuando nos advirtió: «Ese hombre viene todas las noches a cerrar el parque a las diez. No deberíamos hacerle esperar». Y así actuamos desde entonces.
Empezamos a especular. ¿Consistirá su trabajo únicamente en cerrar este parque, o hará una ruta por todos los del barrio? ¿Cobrará bien? ¿Habrá pasado unas oposiciones? ¿Es el suyo un puesto específico, una rama de alguna concejalía del ayuntamiento?... No parece un curro muy difícil. Si lo piensas bien, tiene su atractivo. ¿Abrir un parque a las siete y cerrarlo a las diez y cobrar por ello? ¿Dónde hay que firmar?... No teníamos un carácter ambicioso, en lo que respecta al futuro, que digamos.
Un día, al verlo aparecer, Lola se levantó y se acercó a hablar con él. El resto nos miramos, sorprendidos y un poco avergonzados. El hombre reaccionó a la presencia de mi amiga con cordialidad. Conversaron durante un rato, hasta pasadas las diez y veinte. Según nos contó luego, fue la propia Lola la que se dio cuenta de que se hacía tarde y se lo hizo saber al hombre, pero este le quitó importancia y le agradeció la conversación. ¿Qué más te ha dicho?, le preguntamos, ansiosos. No mucho más, contestó ella. Supe que mentía por la expresión de sus ojos.
A partir de aquel primer encuentro, cuando Lola lo veía aparecer, nos dejaba para charlar un rato con él. En un principio, nos molestó su abandono y que no compartiera apenas información sobre su nuevo amigo. «Se llama Diego», nos dijo en una ocasión. Pero aparte de eso, lo único que supimos era que fumaba Winston como un carretero. Llegados a cierto punto, dejamos de interesarnos por él. Lola continuó sus conversaciones, su ausencia momentánea dejó de sernos un incordio, nos acostumbramos, y aquella pareja de extraños amigos –una chica de dieciocho y un hombre que rondaba los sesenta, fumando entre setos, junto a la caseta del jardinero– pasó a ser una imagen habitual, figuras cotidianas a las que no prestas mayor atención que a los naranjos del parque.
Recuerdo la inquietud de Lola aquella tarde de jueves en que Diego no apareció. Miraba nerviosa la puerta de hierro abierta y el reloj que marcaba las diez. Vimos, entonces, los colores verde y amarillo del mono de trabajo, a través de la espesa hiedra que cubre la verja. Pero no fue Diego el que apareció, sino un hombre joven, alto y delgado, que silbando se nos acercó.
Son las diez, tengo que cerrar –dijo.
¿Dónde está Diego? –preguntó Lola.
¿Quién?
Diego –insistió Lola–, el hombre que cierra este parque todos los días.
¡Ah! Ni idea –contestó el joven–. A mí sólo me han mandado a sustituirlo.
¿Qué le ha pasado? –preguntó, con evidente nerviosismo, Lola.
No lo sé, lo siento. Se habrá jubilado, o estará enfermo.
Si aquel chico hubiera afirmado con rotundidad que Diego se había jubilado, no hubiera ocurrido lo que ocurrió. Pero quiso añadir que quizá estuviera enfermo, y eso trastocó a mi amiga. La jubilación es un hecho aceptable, comprensible dentro del curso natural de las cosas. La enfermedad, sin embargo, aparece sin atender a la voluntad del que enferma, interrumpiéndolo todo.
Ven conmigo –me dijo Lola, que me agarró de la mano y empezó a caminar muy deprisa. Salimos del parque, atravesamos el barrio, recorrimos una calle larga que poco a poco se iba vaciando de gente, hasta desembocar en una zona de edificios desconchados, entre los cuales colgaban infinidad de cordeles con ropa tendida. Lola fue mirando los números de las puertas, hasta que dimos con el 5, y en el porterillo paseó el dedo sobre los botones buscando el del Bajo D. El timbre emitió un sonido desconcertante, Lola lo pulsaba con insistencia, hasta que una mujer de mediana edad, vestida con una bata morada, se asomó por la ventana.
¿Qué queréis? –dijo.
Venimos a ver a Diego –dijo Lola.
¿Quiénes sois? –volvió a preguntar la mujer.
Dígale que soy Lola.
La mujer se volvió al interior del piso. Poco después, con un sonido igualmente estridente, la puerta se abrió. El Bajo D era un diminuto apartamento configurado por salón, cocina, baño y una única habitación. Se escuchaba la televisión de fondo, y el crepitar de la cena en la sartén. Nos hizo pasar al fondo del corto pasillo. Entramos en la habitación, donde Diego se encontraba acostado pero despierto. Tenía muy mal aspecto. La cara pálida, los ojos rodeados de unas profundas y oscuras ojeras, el pecho que subía y bajaba lentamente bajo las sábanas, y una tos que constantemente interrumpía sus palabras.
Se estaba muriendo, no había nada que hacer. La mujer era una vecina que se había ofrecido a ayudarle. Se negaba a recibir tratamiento en un hospital, no explicó por qué. No permitió la reprimenda que Lola visiblemente preparaba en su encogida garganta. En cambio, la llamó a su lado y le habló al oído. Nunca supe qué le dijo, como tampoco sé de qué iban sus conversaciones, ni la naturaleza de su afinidad; pero mi amiga se levantó y caminó hacia mí con los ojos anegados en llanto, y con una palabra en la boca que no conseguía decir. Abandonamos aquel piso, aquel barrio, caminando en silencio.
Terminamos el instituto, yo empecé en la universidad. Cada uno de nosotros tomó un camino muy diferente al resto. Con el paso del tiempo sólo nos veíamos en fechas importantes. Le perdí la pista cuando me asignaron mi primer destino como profesor y comencé una vida un poco trotamundos. Volví a establecerme aquí hace cuatro años, cuando nació mi hijo. Una tarde quise llevarle a aquel parque. Me senté en el mismo banco donde nos reuníamos para fumar, aunque ya no fumo. Durante largo rato le contemplé jugar a perseguir palomas y gorriones, pero de vez en cuando desviaba la mirada hacia la caseta del jardinero. La tarde fue cayendo, mi hijo bostezaba y me pedía, con los ojos húmedos, volver a casa, pero me valí de la todavía incuestionable autoridad paterna para hacerle esperar.
Ya de noche, con el niño recostado entre mis brazos, oí el agudo sonido de un ciclomotor antiguo que se acercaba. Entre la hiedra que cubre la cancela, vi asomar los colores verde y amarillo del mono de trabajo. De pie, junto a la caseta del jardinero, Lola fumó un cigarrillo, esperando a que me fuera para cerrar el parque.

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