A
Mari Loli, incondicional.
Foto: Puerta de entrada al Parque Antiguo en otoño (es.123rf.com) |
En
aquel tiempo adquirimos la costumbre de bajar sobre las ocho, después
de estudiar. Fumábamos y conversábamos sobre nuestras
preocupaciones. En plena adolescencia, todos teníamos un punto de
egoístas. Sin embargo, Lola demostró estar un paso por delante
cuando nos advirtió: «Ese hombre viene todas las noches a cerrar el
parque a las diez. No deberíamos hacerle esperar». Y así actuamos
desde entonces.
Empezamos
a especular. ¿Consistirá su trabajo únicamente en cerrar este
parque, o hará una ruta por todos los del barrio? ¿Cobrará bien?
¿Habrá pasado unas oposiciones? ¿Es el suyo un puesto
específico, una rama de alguna concejalía del ayuntamiento?... No
parece un curro muy difícil. Si lo piensas bien, tiene su atractivo.
¿Abrir un parque a las siete y cerrarlo a las diez y cobrar por
ello? ¿Dónde hay que firmar?... No teníamos un carácter
ambicioso, en lo que respecta al futuro, que digamos.
Un
día, al verlo aparecer, Lola se levantó y se acercó a hablar con
él. El resto nos miramos, sorprendidos y un poco avergonzados. El
hombre reaccionó a la presencia de mi amiga con cordialidad.
Conversaron durante un rato, hasta pasadas las diez y veinte. Según
nos contó luego, fue la propia Lola la que se dio cuenta de que se
hacía tarde y se lo hizo saber al hombre, pero este le quitó
importancia y le agradeció la conversación. ¿Qué más te ha
dicho?, le preguntamos, ansiosos. No mucho más, contestó ella. Supe
que mentía por la expresión de sus ojos.
A
partir de aquel primer encuentro, cuando Lola lo veía aparecer, nos
dejaba para charlar un rato con él. En un principio, nos molestó su
abandono y que no compartiera apenas información sobre su nuevo
amigo. «Se llama Diego», nos dijo en una ocasión. Pero aparte de
eso, lo único que supimos era que fumaba Winston como un carretero.
Llegados a cierto punto, dejamos de interesarnos por él. Lola
continuó sus conversaciones, su ausencia momentánea dejó de sernos
un incordio, nos acostumbramos, y aquella pareja de extraños amigos
–una chica de dieciocho y un hombre que rondaba los sesenta,
fumando entre setos, junto a la caseta del jardinero– pasó a ser
una imagen habitual, figuras cotidianas a las que no prestas mayor
atención que a los naranjos del parque.
Recuerdo
la inquietud de Lola aquella tarde de jueves en que Diego no
apareció. Miraba nerviosa la puerta de hierro abierta y el reloj que
marcaba las diez. Vimos, entonces, los colores verde y amarillo del
mono de trabajo, a través de la espesa hiedra que cubre la verja.
Pero no fue Diego el que apareció, sino un hombre joven, alto y
delgado, que silbando se nos acercó.
–Son
las diez, tengo que cerrar –dijo.
–¿Dónde
está Diego? –preguntó Lola.
–¿Quién?
–Diego
–insistió Lola–, el hombre que cierra este parque todos los
días.
–¡Ah!
Ni idea –contestó el joven–. A mí sólo
me han mandado a sustituirlo.
–¿Qué
le ha pasado? –preguntó, con evidente nerviosismo, Lola.
–No
lo sé, lo siento. Se habrá jubilado, o estará enfermo.
Si
aquel chico hubiera afirmado con rotundidad que Diego se había
jubilado, no hubiera ocurrido lo que ocurrió. Pero quiso añadir que
quizá estuviera enfermo, y eso trastocó a mi amiga. La jubilación
es un hecho aceptable, comprensible dentro del curso natural de las
cosas. La enfermedad, sin embargo, aparece sin atender a la voluntad
del que enferma, interrumpiéndolo todo.
–Ven
conmigo –me dijo Lola, que me agarró de la mano y empezó a
caminar muy deprisa. Salimos del parque, atravesamos el barrio,
recorrimos una calle larga que poco a poco se iba vaciando de gente,
hasta desembocar en una zona de edificios desconchados, entre los
cuales colgaban infinidad de cordeles con ropa tendida. Lola fue
mirando los números de las puertas, hasta que dimos con el 5, y en
el porterillo paseó el dedo sobre los botones buscando el del Bajo
D. El timbre emitió un sonido desconcertante, Lola lo pulsaba con
insistencia, hasta que una mujer de mediana edad, vestida con una
bata morada, se asomó por la ventana.
–¿Qué
queréis? –dijo.
–Venimos
a ver a Diego –dijo Lola.
–¿Quiénes
sois? –volvió a preguntar la mujer.
–Dígale
que soy Lola.
La
mujer se volvió al interior del piso. Poco después, con un sonido
igualmente estridente, la puerta se abrió. El Bajo D era un diminuto
apartamento configurado por salón, cocina, baño y una única
habitación. Se escuchaba la televisión de fondo, y el crepitar de
la cena en la sartén. Nos hizo pasar al fondo del corto pasillo.
Entramos en la habitación, donde Diego se encontraba acostado pero
despierto. Tenía muy mal aspecto. La cara pálida, los ojos rodeados
de unas profundas y oscuras ojeras, el pecho que subía y bajaba
lentamente bajo las sábanas, y una tos que constantemente
interrumpía sus palabras.
Se
estaba muriendo, no había nada que hacer. La mujer era una vecina
que se había ofrecido a ayudarle. Se negaba a recibir tratamiento en
un hospital, no explicó por qué. No permitió la reprimenda que
Lola visiblemente preparaba en su encogida garganta. En cambio, la
llamó a su lado y le habló al oído. Nunca supe qué le dijo, como
tampoco sé de qué iban sus conversaciones, ni la naturaleza de su
afinidad; pero mi amiga se levantó y caminó hacia mí con los ojos
anegados en llanto, y con una palabra en la boca que no conseguía
decir. Abandonamos aquel piso, aquel barrio, caminando en silencio.
Terminamos
el instituto, yo empecé en la universidad. Cada uno de nosotros tomó
un camino muy diferente al resto. Con el paso del tiempo sólo nos
veíamos en fechas importantes. Le perdí la pista cuando me
asignaron mi primer destino como profesor y comencé una vida un poco
trotamundos. Volví a establecerme aquí hace cuatro años, cuando
nació mi hijo. Una tarde quise llevarle a aquel parque. Me senté en
el mismo banco donde nos reuníamos para fumar, aunque ya no fumo.
Durante largo rato le contemplé jugar a perseguir palomas y
gorriones, pero de vez en cuando desviaba la mirada hacia la caseta
del jardinero. La tarde fue cayendo, mi hijo bostezaba y me pedía,
con los ojos húmedos, volver a casa, pero me valí de la todavía
incuestionable autoridad paterna para hacerle esperar.
Ya
de noche, con el niño recostado entre mis brazos, oí el agudo
sonido de un ciclomotor antiguo que se acercaba. Entre la hiedra que
cubre la cancela, vi asomar los colores verde y amarillo del mono de
trabajo. De pie, junto a la caseta del jardinero, Lola fumó un
cigarrillo, esperando a que me fuera para cerrar el parque.
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