![]() |
Foto: Paco Luna, Kenia |
Tu madre tararea una canción mientras prepara el café. Puedes escuchar el leve sonido de los trastos en el fregadero.
A
tu izquierda, en la parte más cómoda del colchón, donde hay pocos
muelles sueltos, Laura duerme profundamente. La observas y la
estudias con enfermiza calma. Tiene la boca entreabierta y los
párpados ocultan sus ojos de puta, pero imaginas que te mira del
mismo modo que te miró aquella vez en la oficina del
Central.
Me
mira y me embelesa, piensas. Sí, te seduce como una perra cuando
encuentra al indicado; entonces le muestra los colmillos a cualquier
otro que intente acercársele. Y no quiere hacerlo sino es con
ése,
no le importa qué tan sucio o cuán
descuidado esté, no le importa, porque ése
es el que le gusta, y nadie puede entender cómo es posible algo así,
siendo ella una perra elegante y de raza. Nadie entiende qué hace
una mujer como ella con un tipo como tú.
Laura descansa, y te preguntas si estás
despierto o si aún duermes y esto no es más que un sueño. “Pero no tiene
importancia; ella duerme a mi lado y para mí
es suficiente”, piensas.
No
te importa que se haya acabando el arroz y que no tengan nada de
comer, ni que la gente se vaya del país en masa y en balsas o en cualquier cosa hacia el Norte revuelto y brutal, huyendo de los apagones y la crisis. Tampoco te importan los discursos ni las
consignas ni las marchas, ni los resultados de la última zafra
azucarera, ni las noticias en la televisión, ni las críticas que les hacen a tus
cuentos en el Taller Literario de la Casa de la Cultura, ni los
resultados de los concursos. Nada te importa.
Laura duerme y podría roncar con estridencia, que no te importaría. Ella
podría pasar el día durmiendo. No importa si no cocina, si no lava,
si no ayuda a limpiar la casa y si ni siquiera arregla la cama. No te importa.
Cuando un hombre ama a una mujer, no le interesan esas nimiedades.
Se
ha movido intranquila, pero sonríe. Quién sabe, quizás está soñando
contigo.
La
sábana que la cubre rodó hasta su cintura y ha dejado al
descubierto su cuerpo. Su desnudez
abruma, se entrega a tus ojos poseídos. Sus tetas son pequeñas
montañas que se elevan sobre su pecho y se mueven al ritmo de su
respiración. Su vientre es plano como las autopistas de las
películas norteamericanas y, allí, un poco más abajo del ombligo, entre sus
piernas, brota su sexo, ese manantial del que bebes casi a diario, tratando de saciarte, pero solo consigues aumentar exponencialmente tus ganas.
Despertarla
sería un atropello, piensas, mientras hueles tus dedos y te acaricias, y mueves con
destreza la mano derecha con un poco de saliva sobre tu falo. Te parece que está
despierta, porque el vaivén de los muelles del viejo colchón te
delata, pero solo abre un poquito los ojos. Supones que te observa.
Quién sabe si la excita el saberse deseada; quién sabe si su sonrisa
es una sonrisa cómplice; quién sabe si le gusta ese juego
masturbatorio tanto como a ti. Sientes ese escalofrío dulcísimo que
precede a los orgasmos recorrer tu cuerpo. Entonces, cuando estás por vaciarte, tu madre te
llama.
La
vieja termina el café mientras tararea. Te acaba de despertar el ruido que está haciendo ahora con los
trastes dentro de la palangana y el molesto concierto matutino de los
gallos. Gallos de mierda, no entiendes
por qué pinga les gusta tanto madrugar. A tu lado, en la parte más cómoda de la cama, no hay nadie,
pero eso no importa; Laura durmió contigo. Lo sabes porque su
perfume permanece sobre la almohada y porque no es la primera vez que
se va muy temprano. Lo sabes por el aroma en tus manos, alrededor de
tu boca y en tus genitales, es su olor, la sublime fragancia de sus
fluidos. Lo sabes porque tu madre no llora sin alivio como antes, al
amanecer. Lo sabes bien, pues te falta menos de un semestre para graduarte y casi no estás
escribiendo porque estás trabajando muy duro en la tesis. Estás
seguro por muchísimas razones, pero estás convencido porque andas
sobrio.
La
vieja enciende la radio a todo volumen y sintoniza la emisora local.
El presentador interroga a la audiencia, quiere que identifiquen al
personaje. En esta ocasión se trata de un escritor que, durante la
mañana, presentará su libro autobiográfico, “Balada en re menor”, en la biblioteca municipal.
Tu
madre se asoma al cuarto sin dejar de canturrear. Puedes verla en
la penumbra. Sonríe y dice que te acabes de levantar, o acaso eres
comemierda y pretendes llegar tarde a la presentación de tu propio libro.
Observas por un momento las marcas en tus muñecas, las cicatrices que dejó el
filo del vidrio. Recuerdas a Yuri cuando estaba embarazada, luciendo
una preciosa bata azul cubierta de sangre entre sus piernas, y puedes
escuchar el llanto interminable de tu hijo nonato. Piensas en el camino a Vedado
6, en el sendero hacia el monte y en el perro sarnoso que bebió tu
sangre. Recuerdas a tu abuelo, durmiendo eternamente dentro del féretro. Piensas en tu padre, que se largó y nadie sabe dónde cojones está. Recuerdas el hospital, las duchas con agua fría, la comida
pésima del comedor y las pastillas que te hacían tragar a toda hora. Imaginas la consulta donde los doctores te comían a preguntas, y recuerdas aquella hoja de papel en blanco sobre el buró en la que escribiste algo así:
“No
soy más que un cobarde, un borracho paranoico y abusador con
delirios de grandeza, con ínfulas de escritor. Esta es mi
historia.”
En
la radio, Roberto Carlos canta “Lady
Laura” y tu madre
desentona junto a él, mientras fuma y bebe café recién colado. Secas algunas lágrimas de tu rostro, pero también desafinas con ella. Te pones de pie y vas con dificultad hacia el
baño.
“Es cierto eso que dicen del
alcohol: lo transforma todo y le nubla el juicio a uno”, piensas,
observando tu cara de viejo sucio en el pedazo de espejo que cuelga
en la pared.
No hay comentarios:
Publicar un comentario