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Foto: Nikada, Pareja de jóvenes besándose contra la pared (Cuba) |
Llegas
tarde a la reunión. Hasta hoy no sabías que en este lugar trabajaban tantas
personas; casi todas quedaron sin empleo. En el patio, cerca de la
vieja locomotora norteamericana que se desgasta con el paso del
tiempo, no cabe nadie más. Han improvisado una tribuna y uno de la ujotacé pronuncia un encendido discurso. Dice que
debemos estar en el lugar que el país nos necesite y que sobre
nosotros recae el compromiso de dar continuidad al proceso
revolucionario. Dice que es nuestro deber prepararnos para un futuro
promisorio y que ahora los jóvenes debemos estudiar. Cualquiera puede notar que no
siente nada; es como si leyera con frialdad un panfleto muy mal escrito. Por fin concluye, gritando las mismas consignas que se dicen
siempre al terminar actos así, y su rostro se enrojece y se hinchan
las venas de su cuello; entonces luce poseído por una pasión
verdadera. Algunos aplauden, tú permaneces de brazos cruzados cuando alguien se acerca y te saluda. No sabes quién es, pero te
indica que debes ir a la oficina de Personal a firmar los papeles, si
es que te interesa estudiar. Es eso o la agricultura, dice, como si
se tratara de un veredicto, y sonríe. No lo encuentras gracioso, pero
te mueves entre la multitud mientras se escucha una canción de
Silvio Rodríguez. Dice que la Era está pariendo un corazón y que
la tierra llora, o algo así.
Golpeas un par de veces la puerta; no consigues respuesta desde el interior,
o tal vez sí, pero el volumen de la música no te deja oír, así que
pasas. No puedes recordar en ese instante cuánto tiempo ha pasado desde la última vez
que viste a Yuri. No supiste más de ella, solo que no quería saber
de ti y que se había ido a otro lugar, como para dejarlo todo atrás.
No recuerdas mucho, pero los ojos de la muchacha que está sentada
detrás del buró son idénticos a los de ella: los mismos ojos color
café, la misma mirada perversa y sensual. Su mirada de puta te lleva
lejos, te expulsa de la oficina y caes en el aula, en el pre. En la
clase de matemáticas, el profe Pululo habla sin parar de trigonometría,
pero tú te babeas examinando el cuello de Yuri, que permanece en el
pupitre de enfrente. En la biblioteca lees a Ray Bradbury mientras
ella lee a José Martí. Llevas unas ridículas botas de trabajo, una
camisa celeste desgastada y un pantalón azul oscuro con un gran
filo. Te peinaste con el pelo erizado a fuerza de ateje, ese
extraordinario fruto silvestre que sirve como gel para los humildes. Y hay fiesta en la plaza, pero no suena Silvio Rodríguez sino
el “Where Do You Go” de No Mercy, y la mayoría de los estudiantes brincan y se
estremecen como si estuvieran siendo electrocutados. Luego “As Long as You Love Me”, de Back Street Boys, trae consigo una pausa; te
empinas de una botella de ron y te animas a invitar a Yuri a bailar la balada. Entonces te aferras a su cintura como un náufrago a una tabla. Después se
cuelan dentro de la cátedra de Física, que tiene uno de esos
candados artesanales fáciles de abrir sin necesidad de romperlos.
Estás desnudo arriba de ella, tendidos sobre el piso, con sus
piernas levantadas en tu pecho, rodeando tu cabeza; ella gime y dice: “Ay,
qué rico. Dale, más duro, maricón…”
Pero
la muchacha detrás del buró pregunta tu nombre y qué carrera
quieres estudiar, y te trae de golpe de regreso a la oficina.
Dice que abrirán una sede de la universidad en el municipio y que las
clases serán los sábados alternos. Ella misma impartirá algunas
asignaturas del plan de estudios de Psicología. Es recién graduada
y la ubicaron allí. Su nombre es Laura. Mucho gusto.
No, el gusto es mío, logras responder tú… Pero no, ella no es
Yuri; aunque tiene los mismos ojos endiablados y hace gestos
exquisitos, tiene las uñas cortas y pintadas de rojo, igual que sus
labios, y sonríe todo el tiempo, como si estuviera seduciéndote, del
mismo modo que lo hacía Yuri. No sabes si está tratando de embelesarte, pero siempre quisiste estudiar Psicología, así que
firmas y te entrega un comprobante que debes llevar a secretaría en
los próximos días para formalizar la matrícula y que te entreguen
la base material de estudio. “Nos veremos en clase”, dice, y te da una vez más la
impresión de que te seduce.
Tienes
veintiún años, pero parece que tengas treinta. Ni siquiera te
rasuraste; quisiste hacerlo, pero la máquina de afeitar no servía.
Pones la mano sobre tu boca y percibes tu aliento; hueles a colillas
de cigarro y al peor ron, al más barato de todos los rones que
existen. Piensas en el hospital, en los doctores y en los puñados de
pastillas a toda hora. Observas tus muñecas, las marcas que dejó el
filo del vidrio sobre ellas. Piensas que no eres más que un sucio borracho y un cobarde que trató de quitarse la vida. Miras tu añejo
pantalón azul oscuro con su horrible filo y tus botas sucias. “Esa
muchacha no podría fijarse en alguien como yo”, piensas, y te
detienes frente a La Coctelera.
Revisas
tus bolsillos; lo único que traes es tu vieja fosforera y cinco
pesos cubanos. Matarías por un trago y un cigarrillo, pero un trago
cuesta justo cinco pesos. Y luego, ¿cómo pagarías por un
cigarrillo? Miras a tu alrededor; no hay nadie que te resulte familiar. Entonces pasas, quizás conozcas a alguien que te invite a
beber, al menos un trago. “Con eso me basta”, piensas y lames tus
labios, “con un buen trago y un cigarrillo.” En el bar está solo el
cantinero, que limpia el mostrador con un paño húmedo. Te acomodas
al final de la barra, en el extremo que da hacia la pared; pones el
billete encima y haces un gesto como quien bebe. De inmediato, el empleado viene, te sirve una línea de ron y recoge el dinero.
El
instrumental que se escucha es deprimente. El violín parece que
llora en el altavoz, mientras los demás instrumentos guardan
silencio, tal vez por respeto a su angustia. Te quedas embelesado mirando la bocina, escuchando. El cantinero nota las lágrimas que
emergen de tus ojos; entonces se acerca despacio y pregunta si conoces el tema
musical. Mueves la cabeza hacia los lados y secas tu rostro. Se llama “Balada en re menor”, comenta, y echa un poco más de ron en tu vaso,
aunque todavía no lo has probado. “Éste va por la casa”, dice. Bebes
con los ojos cerrados y las escenas desfilan a toda velocidad, como
si estuvieras en el cine, pero algo raro ocurriera con el proyector: peleas con Yuri, que está embarazada; la empujas, la golpeas y tu
hijo muere. Un perro maloliente duerme junto a ti a un lado del
camino a Vedado 6, hasta que te despiertan a patadas unos niños que,
por tu aspecto repulsivo, pensaron que habías muerto. Pero no, no
estabas muerto; simplemente soñabas que hacías el amor con Yuri o con Laura o con las dos en
la oficina de Personal, en tu casa en El Tejar, en el aula de la universidad, en el parque del pueblo durante la madrugada o a plena luz del día. En todas
partes hacían el amor y reían de felicidad. Y no habían cerrado el puto Central ni se habían llevado las piezas para Venezuela. Ni tu abuelo
estaba muerto ni tu padre se había largado sabrá Dios a dónde. Y
escribías muchísimo: cuentos y poemas y una novela. Entonces ganabas un premio
literario y te hacían entrevistas en la televisión y en la radio, y también en los periódicos. Nadie en
Chaparra podía creer que algo así fuera posible. Yuri andaba muy disgustada porque te había visto casualmente con tu novia, que para colmo era
una atractiva profesora universitaria. Tampoco tu madre se acostaba en cualquier rincón con el primero que le se arrimara, como si fuera
una perra ruina.
El
violín solloza en la bocina mientras tú sigues soñando y tus lágrimas
se despeñan sobre la barra.
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