sábado, 27 de julio de 2024

Balada en re menor......Maikel Sofiel Ramírez Cruz

Foto: Nikada, Pareja de jóvenes besándose contra la pared (Cuba)
No andas borracho, a pesar de que bebiste muchísimo con tu tío por lo del entierro, aunque tampoco estás sobrio. Atrás quedó el cementerio, atrás quedaron los sepulcros, los gusanos, los muertos, tu abuelo en su eterno reposo. Caminaste despacio unos kilómetros bajo el penetrante sol para llegar al Central.
          Llegas tarde a la reunión. Hasta hoy no sabías que en este lugar trabajaban tantas personas; casi todas quedaron sin empleo. En el patio, cerca de la vieja locomotora norteamericana que se desgasta con el paso del tiempo, no cabe nadie más. Han improvisado una tribuna y uno de la ujotacé pronuncia un encendido discurso. Dice que debemos estar en el lugar que el país nos necesite y que sobre nosotros recae el compromiso de dar continuidad al proceso revolucionario. Dice que es nuestro deber prepararnos para un futuro promisorio y que ahora los jóvenes debemos estudiar. Cualquiera puede notar que no siente nada; es como si leyera con frialdad un panfleto muy mal escrito. Por fin concluye, gritando las mismas consignas que se dicen siempre al terminar actos así, y su rostro se enrojece y se hinchan las venas de su cuello; entonces luce poseído por una pasión verdadera. Algunos aplauden, tú permaneces de brazos cruzados cuando alguien se acerca y te saluda. No sabes quién es, pero te indica que debes ir a la oficina de Personal a firmar los papeles, si es que te interesa estudiar. Es eso o la agricultura, dice, como si se tratara de un veredicto, y sonríe. No lo encuentras gracioso, pero te mueves entre la multitud mientras se escucha una canción de Silvio Rodríguez. Dice que la Era está pariendo un corazón y que la tierra llora, o algo así.
         Golpeas un par de veces la puerta; no consigues respuesta desde el interior, o tal vez sí, pero el volumen de la música no te deja oír, así que pasas. No puedes recordar en ese instante cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que viste a Yuri. No supiste más de ella, solo que no quería saber de ti y que se había ido a otro lugar, como para dejarlo todo atrás. No recuerdas mucho, pero los ojos de la muchacha que está sentada detrás del buró son idénticos a los de ella: los mismos ojos color café, la misma mirada perversa y sensual. Su mirada de puta te lleva lejos, te expulsa de la oficina y caes en el aula, en el pre. En la clase de matemáticas, el profe Pululo habla sin parar de trigonometría, pero tú te babeas examinando el cuello de Yuri, que permanece en el pupitre de enfrente. En la biblioteca lees a Ray Bradbury mientras ella lee a José Martí. Llevas unas ridículas botas de trabajo, una camisa celeste desgastada y un pantalón azul oscuro con un gran filo. Te peinaste con el pelo erizado a fuerza de ateje, ese extraordinario fruto silvestre que sirve como gel para los humildes. Y hay fiesta en la plaza, pero no suena Silvio Rodríguez sino el Where Do You Go de No Mercy, y la mayoría de los estudiantes brincan y se estremecen como si estuvieran siendo electrocutados. Luego As Long as You Love Me”, de Back Street Boys, trae consigo una pausa; te empinas de una botella de ron y te animas a invitar a Yuri a bailar la balada. Entonces te aferras a su cintura como un náufrago a una tabla. Después se cuelan dentro de la cátedra de Física, que tiene uno de esos candados artesanales fáciles de abrir sin necesidad de romperlos. Estás desnudo arriba de ella, tendidos sobre el piso, con sus piernas levantadas en tu pecho, rodeando tu cabeza; ella gime y dice: “Ay, qué rico. Dale, más duro, maricón…”
      Pero la muchacha detrás del buró pregunta tu nombre y qué carrera quieres estudiar, y te trae de golpe de regreso a la oficina. Dice que abrirán una sede de la universidad en el municipio y que las clases serán los sábados alternos. Ella misma impartirá algunas asignaturas del plan de estudios de Psicología. Es recién graduada y la ubicaron allí. Su nombre es Laura. Mucho gusto. No, el gusto es mío, logras responder tú… Pero no, ella no es Yuri; aunque tiene los mismos ojos endiablados y hace gestos exquisitos, tiene las uñas cortas y pintadas de rojo, igual que sus labios, y sonríe todo el tiempo, como si estuviera seduciéndote, del mismo modo que lo hacía Yuri. No sabes si está tratando de embelesarte, pero siempre quisiste estudiar Psicología, así que firmas y te entrega un comprobante que debes llevar a secretaría en los próximos días para formalizar la matrícula y que te entreguen la base material de estudio. Nos veremos en clase, dice, y te da una vez más la impresión de que te seduce.
          Tienes veintiún años, pero parece que tengas treinta. Ni siquiera te rasuraste; quisiste hacerlo, pero la máquina de afeitar no servía. Pones la mano sobre tu boca y percibes tu aliento; hueles a colillas de cigarro y al peor ron, al más barato de todos los rones que existen. Piensas en el hospital, en los doctores y en los puñados de pastillas a toda hora. Observas tus muñecas, las marcas que dejó el filo del vidrio sobre ellas. Piensas que no eres más que un sucio borracho y un cobarde que trató de quitarse la vida. Miras tu añejo pantalón azul oscuro con su horrible filo y tus botas sucias. Esa muchacha no podría fijarse en alguien como yo, piensas, y te detienes frente a La Coctelera.
         Revisas tus bolsillos; lo único que traes es tu vieja fosforera y cinco pesos cubanos. Matarías por un trago y un cigarrillo, pero un trago cuesta justo cinco pesos. Y luego, ¿cómo pagarías por un cigarrillo? Miras a tu alrededor; no hay nadie que te resulte familiar. Entonces pasas, quizás conozcas a alguien que te invite a beber, al menos un trago. Con eso me basta, piensas y lames tus labios, con un buen trago y un cigarrillo. En el bar está solo el cantinero, que limpia el mostrador con un paño húmedo. Te acomodas al final de la barra, en el extremo que da hacia la pared; pones el billete encima y haces un gesto como quien bebe. De inmediato, el empleado viene, te sirve una línea de ron y recoge el dinero.
        El instrumental que se escucha es deprimente. El violín parece que llora en el altavoz, mientras los demás instrumentos guardan silencio, tal vez por respeto a su angustia. Te quedas embelesado mirando la bocina, escuchando. El cantinero nota las lágrimas que emergen de tus ojos; entonces se acerca despacio y pregunta si conoces el tema musical. Mueves la cabeza hacia los lados y secas tu rostro. Se llama Balada en re menor, comenta, y echa un poco más de ron en tu vaso, aunque todavía no lo has probado. “Éste va por la casa, dice. Bebes con los ojos cerrados y las escenas desfilan a toda velocidad, como si estuvieras en el cine, pero algo raro ocurriera con el proyector: peleas con Yuri, que está embarazada; la empujas, la golpeas y tu hijo muere. Un perro maloliente duerme junto a ti a un lado del camino a Vedado 6, hasta que te despiertan a patadas unos niños que, por tu aspecto repulsivo, pensaron que habías muerto. Pero no, no estabas muerto; simplemente soñabas que hacías el amor con Yuri o con Laura o con las dos en la oficina de Personal, en tu casa en El Tejar, en el aula de la universidad, en el parque del pueblo durante la madrugada o a plena luz del día. En todas partes hacían el amor y reían de felicidad. Y no habían cerrado el puto Central ni se habían llevado las piezas para Venezuela. Ni tu abuelo estaba muerto ni tu padre se había largado sabrá Dios a dónde. Y escribías muchísimo: cuentos y poemas y una novela. Entonces ganabas un premio literario y te hacían entrevistas en la televisión y en la radio, y también en los periódicos. Nadie en Chaparra podía creer que algo así fuera posible. Yuri andaba muy disgustada porque te había visto casualmente con tu novia, que para colmo era una atractiva profesora universitaria. Tampoco tu madre se acostaba en cualquier rincón con el primero que le se arrimara, como si fuera una perra ruina.
            El violín solloza en la bocina mientras tú sigues soñando y tus lágrimas se despeñan sobre la barra. 

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