 |
Foto: Carlos Villalón, "La Bestia" |
El tren, dijo Jesús. El tren. Luego
se levantó y muy animado gritó ¡El tren! Los ocho nos juntamos y
nos acuclillamos a un lado de las vías, emocionados, sudados, la
respiración descontrolada. Duros los músculos. Lejos, dentro de la
boca de la selva se veían las luces grandes del tren, se le
escuchaba rugir, ahí venía, ahí venía. La tierra temblaba. Y
nosotros juntitos juntitos, fijos en la idea de no perder los vagones
de hasta delante que son los buenos, dicen que luego en los de atrás
hay policías. Nosotros a los de adelante, nos decíamos, los de
adelante. En eso que el tren le va bajando al acelere, la piel se nos
entumió, sentimos frío, y Jesús de nuevo alzó la voz: ¡Salten!,
gritó para nosotros, pero un chingo de gente que estaba escondida
entre la hierba muerta surgió de pronto; brincaron más de
doscientos que se iban trepando como podían, bravos y decididos. Y
yo que me apendejo con tanta gente y que me quedo de pie, viéndolos
subirse y caer, ensuciarse, romperse la madre con las vías, abrirse
la cabeza. Y José: ¡Julio! ¡Julio! Y que volteo y los primeros
vagones ya se fueron y en ellos van mis compañeros. Corro y me
resbalo, no puedo alcanzarlos. Entonces un bato, de pura buena gente,
que intenta subirme, pero me agarra mal de la playera y que me tira.
Y echo a rodar por entre las piedras y el polvo. Y el tren. El tren
ya se fue de Tenosique. Mierda. Qué mierda, me digo. Me limpio la
tierra de la ropa, y los rasguños de la selva sangran de nuevo, me
arde la piel, puro rasguño. Pero luego miro las vías y veo a un
chavo, hecho bolita, gimiendo, el aire del tren seguro lo jalo y la
vías le comieron el brazo, tres personas se acercan a ayudarlo; la
muerte del tren, le dicen. Y ya nomás me quito la tierra de la ropa
y no me quejo, ni pienso nada. Me pongo de pie y ni modo, que vuelva
otro tren. Me busco un lugar donde recostarme; cierro los ojos y de
repente escucho una voz familiar, como el agua. ¡Julio! Abro los
ojos y León me empuja un pie con su pie. Este pendejo
se espantó, pienso, pero no se lo digo porque yo también me
espanté. León, respondo, y él se sienta a un lado mío. De uno de
sus bolsillos saca un pedazo de pan y en silencio me lo da. Allá no
ha de hacer tanto calor, murmura León, mientras la boca se me seca
por el pan. Y sí, en Coatzacoalcos no ha de hacer tanto calor, pero
estamos en Tenosique, y qué calor de mierda hace aquí. Toda la piel
sudada y llena de tierra. Nos echamos y León dice: Hasta el tren.
Hasta el tren, respondo.
Un
claro en los ojos y despierto: es de día. Me quito los insectos de
encima, me paso la lengua sobre los piquetes de los moscos y luego
escupo al suelo. No hubo otro tren anoche o el pinche cansancio me
robó el tren. Y es que la selva me jodió, me reventó de a madre,
dos días entre puro brazo de vegetación y ruido bravo de animales.
Los oídos rotos por el sonido interminable de la selva. Y los pies
jodidos, de verdad jodidos. El cansancio me robó el tren, pienso.
Volteo y veo a muchos dormidos, agotados, casi todos con la boca
abierta; pero ninguno es León. Me froto los ojos con el antebrazo y
miro el día y las nubes, heridas por rayos calientes. Otra vez estoy
sudando. Me pongo de pie y muevo las piernas dormidas y de nuevo la
voz tenue: ¡Julio! ¡Julio! León desde otra parte me hace señas de
que vaya. Yo levanto los hombros y señalo las vías. Y León que no,
que vaya donde él está. Miro de reojo la línea del tren y ni modo,
a ver qué quiere. León ve que voy hacia él y desaparece por entre
los árboles. Pendejo, qué pendejo, digo sin tener más que decir.
Acelero los pasos, la tierra caliente, mis pies arden, me acostumbro
rápido, Igual que en Honduras, pienso, igual que en Honduras. Por
allá va León, camine y camine por entre árboles partidos y viejos,
la vegetación muerta. De vez en cuando voltea para buscarme, y si me
ve, me sigue haciendo señas: que me apure, que me apure. Por fin
llegamos. Afuera de un rancho un grupo de treinta personas están de
pie, esperando. Esperando qué, pregunto. Comida, me responde León
sin verme, atento a la puerta del rancho. Aquí una señora nos va a
dar de comer, luego nos vamos, antes comemos, me dice León con una
sonrisa grande. Y yo siento hambre, no mucha, pero no sé cuando vaya
a volver a comer. Así que nos quedamos con los otros treinta, de
pie, silenciosos, con un aire de vergüenza en todos los rostros. La
señora sale del rancho y nos dice que entremos. Pasen, pasen. Siento
que me entumo. No, me digo sin saber bien por qué, pero no. Y le
digo a León: No. Pero ya estamos adentro. La señora nos lleva a un
cuarto bien chiquito, y ahí nos mete a todos. Ahí nos dio de comer
tortillas, frijoles, y algo que no supe bien qué era. Pero bien,
todo bien: el estómago lleno. Y el tren, le pregunto a León, y él,
sobándose el vientre, Luego. Luego. Después de la comida ahí nos
tuvieron un rato, como dos horas; y todos apagados, con el silencio
entre los dientes. Un salvadoreño se levantó y golpeó la puerta,
chaparrito fuerte, como todos. Gracias, gracias pero ya me voy, De
veras gracias; la puerta se abrió y unos cinco brazos de cuerpos
invisibles se lo llevaron a jalonazos. La puerta se cerró y todos en
silencio, ni qué decir, comenzamos a ponernos nerviosos. En mi mente
todavía, ¿Y el tren? Después de un rato abrió la puerta un señor
panzudo, con bigote, llevaba una hoja y un lapicero. Nos empezó a
pedir nuestros nombres completos, y números de la familia. Y yo de
nuevo: No, sin saber qué, pero no. Y le dije a León tú no le des
nada, nada, le digo. Y como León ya estaba bien espantado, de veras
no dijo nada. El señor se nos acercó y preguntó ¿Su nombre y
número? Su aliento amargo, vaporoso. No tenemos, respondí, los ojos
en sus ojos. El hombre carraspeó y Cómo que no tienen, No tenemos,
patrón. Ya todos habían dado, menos nosotros. ¡Ya verán qué les
pasa a los que no dan número! Se llevó la mano al rostro, escupió
a un lado de nosotros, me miró a los ojos con fuerza. No creo que no
tengan número, cómo no van a tener, ¿y si les pasa algo? Pues si
nos pasa ya será cosa que Dios quiera, le respondí. Él sonrió, se
llevó una mano al cinturón, de reojo vi la funda de una pistola, me
tomó por la quijada, los ojos le brillaban, sudor sobre la frente:
Ya será cosa de que yo
quiera. Me soltó y se marchó con su lista.
Al
día siguiente nos mandaron llamar. Toda la noche sin dormir una
gota. Y lo mismo, que el número, que el de cualquier familiar, no se
hagan pendejos. Se lo juro que no tenemos números, le dije, la
saliva caliente en mi boca. Si no dan sus números voy a llamar al
Negro.
Y
llamó al Negro.
Llegó
muy altanero, era grande, llevaba una buena camisa y también tenía
una pistola en el cinto. Por su voz me fijé que también era
centroamericano. Qué canijo, pensé, es paisano. Quién no quiere
dar su número, cabrones, Si no dan su número me los llevo a lo
oscurito, no se hagan imbéciles que no estamos jugando. Ese mismo
día comenzaron a hacer las llamadas a las familias de los otros, y a
pedirles dinero, les decían que sus familiares estarían en unos
tres días del otro lado,
pero el dinero, siempre el dinero antes. Una tía de un muchacho al
que estaban golpeando mientras hacían la llamada, prometió que iba
a mandar ochocientos dólares. Y al rato el chavo ya andaba bien
tranquilo, todo madreado, pero tranquilo. A mí lo que me encanijaba,
pero encanijaba a lo pendejo porque nomás no hacía nada, era cuando
se llevaban a una mujer, sin importarles la edad, se la llevaban y de
afuera se escuchaban sus gemidos, sus lamentos vacíos y roncos. Puta
madre. A nosotros nos llevaron a un cuarto más pequeño, todo
oscuro. León temblaba aunque hacía un chingo de calor, pero
temblaba, ya no decía nada, se moría de miedo y hambre. Los
números, cabrones. No tenemos. El señor del bigote se rascaba el
ombligo. Una aguja entre las uñas. Con una madre, den los números.
No tenemos. Los dedos sobre el vientre hinchado, pensando.
Golpeados
con garrotes... Ni una luz. Con el hambre grande grande en el estómago.
León lloraba, siempre en silencio, se andaba muriendo lento, y no
por los golpes, que la vida hasta ahora ya nos había golpeado mucho;
si uno sale de su país por eso, por tan madreado que está. Nomás
que antes había una rendija de luz y ahora ni eso. Antes era pensar
en Estados Unidos y cruzarse, pero ahora qué, sólo no desear la
muerte y eso ya no, ya no es ser libre. El techo se cae a nuestro
alrededor, hay pura tierra y malos olores, todo encerrado, la mente y
los pensamientos; retenidos por un corazón pobre. Con tanta cosa en
el mundo, tantos caminos, la gente elige, elige qué hacer, pero que
elija con el corazón, con un corazón humano y así salpica de
bienestar a otro. Basta un corazón malo para matar la libertad de
muchos. Porque estar sometido a la fuerza de las sombras, sin la
mente clara y con el alma mordida por el miedo: mata la esperanza,
sueño de libertad… Ser libre es tener un pensamiento puro en la
memoria. Aunque el pensamiento sea pobre, sea de la gente en
Honduras, de los colores de la selva, el recuerdo de una risa, la
humedad de la tierra. Un pensamiento puro en la memoria para
respirar, para dormir una gotita de sueño… Porque a final de
cuentas los del número, qué si se los doy, si ése es un número
que vende mi libertad, y la de mis seres queridos. Yo por eso no, ni
tengo número ni quiero tener. Yo nomás quiero desaparecer los
pensamientos humillados en mi cabeza; quiero ver tantita luz en los
recuerdos. La puerta se abre, nos saca el hombre grande, nos lleva
con el del bigote. Entre sus dedos bailotea la hoja con los números.
Huelo mi propio hedor: sudor y orines. El hombre grande está detrás
de nosotros, pegado a la puerta. El hombre hace círculos con un dedo
alrededor de los botones de su camisa, mastica un chicle. Con una voz
comprensiva, amistosa nos dice mirándonos con los ojos
entrecerrados: ¿De veras no tienen número?
Muy accidentado y ágil de leer. Un buen texto.
ResponderEliminarUn abrazo
¡¡Muchas gracias de parte del autor, Albada!!! Un fuerte abrazo
Eliminar