viernes, 10 de mayo de 2024

Tantita luz en los recuerdos......Rodrigo Alberto Hernández Cuellar

Foto: Carlos Villalón, "La Bestia"

El tren, dijo Jesús. El tren. Luego se levantó y muy animado gritó ¡El tren! Los ocho nos juntamos y nos acuclillamos a un lado de las vías, emocionados, sudados, la respiración descontrolada. Duros los músculos. Lejos, dentro de la boca de la selva se veían las luces grandes del tren, se le escuchaba rugir, ahí venía, ahí venía. La tierra temblaba. Y nosotros juntitos juntitos, fijos en la idea de no perder los vagones de hasta delante que son los buenos, dicen que luego en los de atrás hay policías. Nosotros a los de adelante, nos decíamos, los de adelante. En eso que el tren le va bajando al acelere, la piel se nos entumió, sentimos frío, y Jesús de nuevo alzó la voz: ¡Salten!, gritó para nosotros, pero un chingo de gente que estaba escondida entre la hierba muerta surgió de pronto; brincaron más de doscientos que se iban trepando como podían, bravos y decididos. Y yo que me apendejo con tanta gente y que me quedo de pie, viéndolos subirse y caer, ensuciarse, romperse la madre con las vías, abrirse la cabeza. Y José: ¡Julio! ¡Julio! Y que volteo y los primeros vagones ya se fueron y en ellos van mis compañeros. Corro y me resbalo, no puedo alcanzarlos. Entonces un bato, de pura buena gente, que intenta subirme, pero me agarra mal de la playera y que me tira. Y echo a rodar por entre las piedras y el polvo. Y el tren.  El tren ya se fue de Tenosique. Mierda. Qué mierda, me digo. Me limpio la tierra de la ropa, y los rasguños de la selva sangran de nuevo, me arde la piel, puro rasguño. Pero luego miro las vías y veo a un chavo, hecho bolita, gimiendo, el aire del tren seguro lo jalo y la vías le comieron el brazo, tres personas se acercan a ayudarlo; la muerte del tren, le dicen. Y ya nomás me quito la tierra de la ropa y no me quejo, ni pienso nada. Me pongo de pie y ni modo, que vuelva otro tren. Me busco un lugar donde recostarme; cierro los ojos y de repente escucho una voz familiar, como el agua. ¡Julio! Abro los ojos y León me empuja un pie con su pie. Este pendejo se espantó, pienso, pero no se lo digo porque yo también me espanté. León, respondo, y él se sienta a un lado mío. De uno de sus bolsillos saca un pedazo de pan y en silencio me lo da. Allá no ha de hacer tanto calor, murmura León, mientras la boca se me seca por el pan. Y sí, en Coatzacoalcos no ha de hacer tanto calor, pero estamos en Tenosique, y qué calor de mierda hace aquí. Toda la piel sudada y llena de tierra. Nos echamos y León dice: Hasta el tren. Hasta el tren, respondo.

Un claro en los ojos y despierto: es de día. Me quito los insectos de encima, me paso la lengua sobre los piquetes de los moscos y luego escupo al suelo. No hubo otro tren anoche o el pinche cansancio me robó el tren. Y es que la selva me jodió, me reventó de a madre, dos días entre puro brazo de vegetación y ruido bravo de animales. Los oídos rotos por el sonido interminable de la selva. Y los pies jodidos, de verdad jodidos. El cansancio me robó el tren, pienso. Volteo y veo a muchos dormidos, agotados, casi todos con la boca abierta; pero ninguno es León. Me froto los ojos con el antebrazo y miro el día y las nubes, heridas por rayos calientes. Otra vez estoy sudando. Me pongo de pie y muevo las piernas dormidas y de nuevo la voz tenue: ¡Julio! ¡Julio! León desde otra parte me hace señas de que vaya. Yo levanto los hombros y señalo las vías. Y León que no, que vaya donde él está. Miro de reojo la línea del tren y ni modo, a ver qué quiere. León ve que voy hacia él y desaparece por entre los árboles. Pendejo, qué pendejo, digo sin tener más que decir. Acelero los pasos, la tierra caliente, mis pies arden, me acostumbro rápido, Igual que en Honduras, pienso, igual que en Honduras. Por allá va León, camine y camine por entre árboles partidos y viejos, la vegetación muerta. De vez en cuando voltea para buscarme, y si me ve, me sigue haciendo señas: que me apure, que me apure. Por fin llegamos. Afuera de un rancho un grupo de treinta personas están de pie, esperando. Esperando qué, pregunto. Comida, me responde León sin verme, atento a la puerta del rancho. Aquí una señora nos va a dar de comer, luego nos vamos, antes comemos, me dice León con una sonrisa grande. Y yo siento hambre, no mucha, pero no sé cuando vaya a volver a comer. Así que nos quedamos con los otros treinta, de pie, silenciosos, con un aire de vergüenza en todos los rostros. La señora sale del rancho y nos dice que entremos. Pasen, pasen. Siento que me entumo. No, me digo sin saber bien por qué, pero no. Y le digo a León: No. Pero ya estamos adentro. La señora nos lleva a un cuarto bien chiquito, y ahí nos mete a todos. Ahí nos dio de comer tortillas, frijoles, y algo que no supe bien qué era. Pero bien, todo bien: el estómago lleno. Y el tren, le pregunto a León, y él, sobándose el vientre, Luego. Luego. Después de la comida ahí nos tuvieron un rato, como dos horas; y todos apagados, con el silencio entre los dientes. Un salvadoreño se levantó y golpeó la puerta, chaparrito fuerte, como todos. Gracias, gracias pero ya me voy, De veras gracias; la puerta se abrió y unos cinco brazos de cuerpos invisibles se lo llevaron a jalonazos. La puerta se cerró y todos en silencio, ni qué decir, comenzamos a ponernos nerviosos. En mi mente todavía, ¿Y el tren? Después de un rato abrió la puerta un señor panzudo, con bigote, llevaba una hoja y un lapicero. Nos empezó a pedir nuestros nombres completos, y números de la familia. Y yo de nuevo: No, sin saber qué, pero no. Y le dije a León tú no le des nada, nada, le digo. Y como León ya estaba bien espantado, de veras no dijo nada. El señor se nos acercó y preguntó ¿Su nombre y número? Su aliento amargo, vaporoso. No tenemos, respondí, los ojos en sus ojos. El hombre carraspeó y Cómo que no tienen, No tenemos, patrón. Ya todos habían dado, menos nosotros. ¡Ya verán qué les pasa a los que no dan número! Se llevó la mano al rostro, escupió a un lado de nosotros, me miró a los ojos con fuerza. No creo que no tengan número, cómo no van a tener, ¿y si les pasa algo? Pues si nos pasa ya será cosa que Dios quiera, le respondí. Él sonrió, se llevó una mano al cinturón, de reojo vi la funda de una pistola, me tomó por la quijada, los ojos le brillaban, sudor sobre la frente: Ya será cosa de que yo quiera. Me soltó y se marchó con su lista.


Al día siguiente nos mandaron llamar. Toda la noche sin dormir una gota. Y lo mismo, que el número, que el de cualquier familiar, no se hagan pendejos. Se lo juro que no tenemos números, le dije, la saliva caliente en mi boca. Si no dan sus números voy a llamar al Negro.

            Y llamó al Negro.
          Llegó muy altanero, era grande, llevaba una buena camisa y también tenía una pistola en el cinto. Por su voz me fijé que también era centroamericano. Qué canijo, pensé, es paisano. Quién no quiere dar su número, cabrones, Si no dan su número me los llevo a lo oscurito, no se hagan imbéciles que no estamos jugando. Ese mismo día comenzaron a hacer las llamadas a las familias de los otros, y a pedirles dinero, les decían que sus familiares estarían en unos tres días del otro lado, pero el dinero, siempre el dinero antes. Una tía de un muchacho al que estaban golpeando mientras hacían la llamada, prometió que iba a mandar ochocientos dólares. Y al rato el chavo ya andaba bien tranquilo, todo madreado, pero tranquilo. A mí lo que me encanijaba, pero encanijaba a lo pendejo porque nomás no hacía nada, era cuando se llevaban a una mujer, sin importarles la edad, se la llevaban y de afuera se escuchaban sus gemidos, sus lamentos vacíos y roncos. Puta madre. A nosotros nos llevaron a un cuarto más pequeño, todo oscuro. León temblaba aunque hacía un chingo de calor, pero temblaba, ya no decía nada, se moría de miedo y hambre. Los números, cabrones. No tenemos. El señor del bigote se rascaba el ombligo. Una aguja entre las uñas. Con una madre, den los números. No tenemos. Los dedos sobre el vientre hinchado, pensando.
       Golpeados con garrotes... Ni una luz. Con el hambre grande grande en el estómago. León lloraba, siempre en silencio, se andaba muriendo lento, y no por los golpes, que la vida hasta ahora ya nos había golpeado mucho; si uno sale de su país por eso, por tan madreado que está. Nomás que antes había una rendija de luz y ahora ni eso. Antes era pensar en Estados Unidos y cruzarse, pero ahora qué, sólo no desear la muerte y eso ya no, ya no es ser libre. El techo se cae a nuestro alrededor, hay pura tierra y malos olores, todo encerrado, la mente y los pensamientos; retenidos por un corazón pobre. Con tanta cosa en el mundo, tantos caminos, la gente elige, elige qué hacer, pero que elija con el corazón, con un corazón humano y así salpica de bienestar a otro. Basta un corazón malo para matar la libertad de muchos. Porque estar sometido a la fuerza de las sombras, sin la mente clara y con el alma mordida por el miedo: mata la esperanza, sueño de libertad… Ser libre es tener un pensamiento puro en la memoria. Aunque el pensamiento sea pobre, sea de la gente en Honduras, de los colores de la selva, el recuerdo de una risa, la humedad de la tierra. Un pensamiento puro en la memoria para respirar, para dormir una gotita de sueño… Porque a final de cuentas los del número, qué si se los doy, si ése es un número que vende mi libertad, y la de mis seres queridos. Yo por eso no, ni tengo número ni quiero tener. Yo nomás quiero desaparecer los pensamientos humillados en mi cabeza; quiero ver tantita luz en los recuerdos. La puerta se abre, nos saca el hombre grande, nos lleva con el del bigote. Entre sus dedos bailotea la hoja con los números. Huelo mi propio hedor: sudor y orines. El hombre grande está detrás de nosotros, pegado a la puerta. El hombre hace círculos con un dedo alrededor de los botones de su camisa, mastica un chicle. Con una voz comprensiva, amistosa nos dice mirándonos con los ojos entrecerrados: ¿De veras no tienen número? 

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