martes, 23 de enero de 2024

La propuesta......Emerio Medina

Foto: Paco Luna, Urbanas, La Habana (Cuba)

El problema, Carmen, es el tiempo. No el ritmo, como mucha gente cree. El ritmo siempre está ahí. Me llega en el sonido acompasado, metálico, de las ruedas del tren. El metal corriendo sobre el metal, comiéndoselo, desgastándolo con ese golpeteo que no termina nunca. Un bamboleo que llega a ser agradable. Con un poco de imaginación tengo el ritmo. Llega uno a olvidar el hambre y el calor. Sólo las ganas de fumar y ese susto por dentro. El salto en el estómago. La incertidumbre. Todo eso forma parte del ritmo. El tiempo no. El tiempo se alarga y se pierde en la monotonía de las horas. El tiempo siempre es demasiado. Ya son dieciocho horas en el tren.
           Las ferromozas dicen que ya estamos llegando. Sólo queda esperar. Y espero. Duermo. Me hundo en el asiento duro y trato de recordar cualquier cosa. El pueblo allá. El tren pasando por la noche. Las luces de los vagones. El brillo en el aluminio de las ventanillas. La gente mirando, despidiéndose. La gente se equivoca, Carmen, siempre se equivoca. La gente poco sabe cómo es que funciona todo. Se dejan llevar por apariencias, por cosas que se imaginan o que oyeron decir, y uno tendría que explicar demasiado. O quizá debería uno callarse y dejar que piensen lo que quieran. Seguro todo sería mejor así, sin aclarar las cosas.  Sin dar explicaciones ni rendir cuentas a nadie.  Que lo vean pasar a uno y se queden hablando.  Son las cosas del barrio que recuerdo ahora para olvidar el calor y el hambre. Fumo un poco. Mastico un pedazo de pan y pienso un rato en ese asunto del ritmo y el tiempo. Las cosas que uno pierde. Lo que se tuvo alguna vez y se perdió sin remedio. El ritmo está en todas partes. Un poco lento, a veces, pero uno tiene que seguir viviendo. Pesado, puede ser. Insoportable. La vida puede ser insoportable.
         Cuando bajo del tren, la gente me arrastra hacia la salida de la estación. Aprieto el maletín sobre el costado. Me dejó llevar. Con trabajo me desprendo de la ola de carretillas y carros de alquiler. Los choferes ofrecen llevarme a cualquier parte. Asustan con esa impertinencia tan marcada. Pregonan sus destinos con voces que en pueblo parecerían agresivas. Tratan de convencer, gritando. De ganar clientes. También a mí, con ese tono de mando, como si me vieran algo en la cara. Deben verme los ojos de campesino asustado. El asombro en los ojos. O esa figura de comemierda que no sabe lo que vino a hacer en un lugar tan extraño.
         Pero logro salir del remolino de la gente. Me abro camino entre las carretillas sin hacer caso de las ofertas de los dueños, de los carretilleros sudados y los choferes de alquiler. Cruzo la calle y respiro un poco bajo los árboles del parque. Me seco el sudor y reviso el maletín. Miro a ver si no se descosieron las agarraderas en el viaje. Me arreglo la camisa y me paso la mano por el pelo. Me aliso bien. Levanto los ojos a la ciudad y después todo es La Habana.
         Las pizzas se me ofrecen solas. Pizzas bien hechas, por el color. Se venden en las ventanas de las casas. Fácil de llegar, desde la acera. Sólo estirar el brazo con el dinero. Podría comerme una, si quisiera. Siempre me gustó ese olor del queso derretido. Pero no tengo hambre. Pido un refresco y me quedo mirando a la gente. Quiero mirarlos. Quiero ver cómo son. Casi todos compran o venden algo. Se detienen un poco, me evalúan la ropa y los zapatos. Me ven cara de oriental. Sin afeitarme ahora, con los ojos inyectados todavía por el viaje tan incómodo. Yo, tan largo y flaco, sin afeitarme. Me veo aquí tomando mi refresco, un oriental que llega con su maletín cosido a mano colgado al hombro. Uno que llegó en el tren y mira a la gente que vende o compra. Uno que trata de entender, ese soy yo. Miro a la gente para acostumbrarme rápido al ambiente de aquí.
         Es gente fina. Gente de aquí, de la ciudad. O quizá es gente de algún pueblo como ese pueblo de nosotros y llegó hace tiempo y ya le buscó la vuelta a todo esto. En la ropa se les ve que viven mejor que allá. Tienen la cara limpia y redonda, y los ojos vivos y alegres, y las manos lisas y cuidadas. Gente de apartamentos, de andar fino y gestos bien calculados. Huelen bien, a perfume, a crema de afeitar. A piel lavada con jabón abundante. A ropa seca y limpia. Miran igual, seguros. Indiferentes y risueños. Los viejos también. con pantalones cortos y sandalias. Gordos, con la piel estirada y brillante. Pero ninguno se mete conmigo ni me pregunta nada. Sólo me miran. Pasan. Dicen algo. Mascullan una frase cualquiera y las palabras mueren en el aire. Me aplastan un poco más con esa indiferencia. No me conocen, Carmen. No saben quién soy yo. Me veo aquí, con el vaso de refresco por la mitad, sintiendo la presión de las miradas. Me siento incómodo. Los miro otra vez, y me comparo. Me veo la piel reseca. Las manos ásperas, callosas. Los zapatos llenos de polvo. El maletín colgando al hombro, descosiéndose otra vez por el viaje tan largo. Resistiendo un poco más, el maletín. Asombrándose, como yo, de las cosas y la gente.
         Miro el refresco. Todavía medio vaso. He tratado de estirarlo para estar un poco más aquí, sobre la acera, mirando alrededor. Para ver algo más de la gente y el entorno, las formas de decir o caminar. Para irme acostumbrando. Aprendiendo un poco. Sólo puedo mirar y retener en la cabeza las palabras que mascullan. La entonación, quizá. Las frases. Flotan muy cerca un tiempo demasiado corto. Se desvanecen como las burbujas que suben en el vaso y explotan en la superficie con una queja muda. Vidas efímeras, las de esas burbujas de color. Vidas sin sentido, como la mía. Me miro en la superficie del refresco. Me veo más abajo. Allá, en el fondo del vaso, estoy yo. Siempre en el fondo, siempre abajo. Ahora igual, mirando el papelito con tu dirección. Una calle y un número. Una entrecalle también, pero no me importa. No la miro. No hace falta. Neptuno entre qué y qué. No me importa. Iré a pie, mirando todos los números, como me dijiste en la carta.
            Venden cualquier cosa en los corredores de Galiano. Son espacios techados, como pasillos largos, con la gente asomando detrás de las columnas, escondiéndose, vigilando la calle y las aceras, avisándose de las caras nuevas que aparezcan. Sin hablar se avisan de todo lo que pasa. Se previenen entre sí. Se hacen señas cuando en la calle aparece alguien sospechoso.
         Lo que sea, Carmen, se puede encontrar aquí. Salen unas mulatas por las puertas disimuladas en la pared. Venden pantalones y zapatos. Originales, dicen, pero no me lo dicen a mí. Me miran, sí, un tiempo breve. Con un golpe rápido de los ojos pueden saber quien soy. Me miran y las miro, para saber también. Van bien vestidas, con espejuelos oscuros o transparentes, con el cuello y las manos llenos de oro y joyas, anunciando sus mercancías empaquetadas en celofanes. Cosas de fábrica, por las etiquetas se ve bien. Ropa nueva y zapatos en sus cajas. Relojes. Cositas de vestir, para los niños, y cosas para la casa también. Todo como en una tienda con mostradores andantes. He visto tiendas, Carmen, y las cosas parecen ser las mismas. Allá, en el pueblo, he mirado los cristales. Y aquí, tan cerca, tan a la mano, estoy viendo mercancías mejores. Pero no son para mí. No ahora, cuando no me queda casi nada en el bolsillo. Yo nunca tuve nada, en realidad. Lo del pasaje, por el dinero que mandaste. Y un poco más, pero muy poco, de los ahorros que tenía. Con los precios que he visto no alcanza para nada. Sigo adelante, por los corredores, sin mirar a las mulatas. Podré venir después, cuando tenga dinero. Cuando, como tú dijiste en la carta, la vida se me cambie un poco.
          La calle Neptuno está llena de gente. Entran y salen de las tiendas encristaladas. Siempre compran algo. Salen con sus jabas y sus paquetes. Gente de lo más común, empujándose un poco. Conversan en la acera, se detienen. Miran los precios en los cristales y hacen la cola. Discuten sin mirarme, sin ponerme atención. Parece que ninguno me ve. No existo. No les preocupa el tipo alto y flaco con cara de oriental que los mira desde cerca. Quizá alguno me conozca, me parece. Como en el pueblo, quizá. Allá todos se conocen. A ti también te conocían todos. Te conocieron siempre. Cuando te fuiste preguntaban por ti. Todos los días alguien preguntaba. Me veían pasar y hablaban. Siempre hablaban.
         Calle Neptuno arriba, y yo mirando. Siguiendo, Carmen. Miro otra vez el número en el papel. Cuántas veces lo he hecho. Desde que llegué a La Habana, más de diez. Y cuántas veces en el asiento del tren, y antes, en esos días en el pueblo, cuando recibí tu carta. Ahora lo veo aparecer en el portón del edificio. La placa atornillada a la pared. El número se ve bien dentro de un cuadro metálico. Fundidos los dos, el número y la placa, como todos los que he visto. Es el trescientos siete de la calle Neptuno. Es aquí donde vives tú.
          Pero no conocen aquí a ninguna Carmen. Me miran a mí y al maletín. Me miran los zapatos y la ropa. No te conocen, Carmen. Nunca te han visto. Están cerradas todas las puertas, pero hay gente aquí, por el calor. Unas viejas sentadas en silencio junto a las macetas enormes con plantas de jardín. Se abanican. A la pregunta responden con sequedad. Me miran. Me abren en dos con esos ojos que parecen penetrar el interior.
         —Sigue por ahí. Pregunta en el fondo —dicen con esa voz indiferente y seca. Con la cabeza señalan el pasillo.
         La respuesta me devuelve la esperanza. Una alegría rápida. Se desvanece cuando toco a la puerta.
         —¿Carmen? Aquí no vive ninguna Carmen. Pregunta en la otra escalera.
        Otra vez la esperanza. Puede ser que, en realidad, vivas aquí. O puede ser que no. Quizá me guardaste para el final esta última burla. Esta humillación. Es tu forma definitiva de aplastarme, de demostrar que no sirvo para nada, que no soy nadie para ti ni lo fui nunca ni seré nunca eso que llamarías un hombre de verdad, y eso lo entiendo. Lo debo merecer. Será que sólo ahora me voy a convencer de que nunca fui tu hombre. Pero trato de sonreír cuando paso entre las viejas. No quiero que me vean esta cara amarga y seca de oriental aplastado ni que se enteren de nada, de las cosas que viví ni de las cosas que vivo, de lo que busco y de lo que espero encontrar. Y la esperanza está ahí otra vez. Ahí, cosquilleándome en la garganta, puedo sentir la esperanza. Alguien me dice que vives en los altos.
         —Última puerta por el pasillo. A la derecha.
        Y aquí estás tú, Carmen. Ya no eres la misma, claro, pero sigues siendo tú. Los mismos ojos negros. La misma forma de mirar, como una gata. Una gatica en la ventana. Un animalito arisco y difícil que mira desde abajo y teme que alguien lo acaricie. Pero has cambiado, sí. Cuando saliste del pueblo eras mucho más delgada, y más joven también. Ahora estás muy envuelta en carnes. Se ve que los años no pasaron por gusto. Diez años es mucho tiempo.
       Demasiado tiempo. Aprende uno muchas cosas en diez años. A vivir se aprende, y tú lo has aprendido bien. Se te nota en la cara. Se ve claro que la vida te cambió bastante, y yo aquí, mirándote, decidiéndome a hablar, a decir algo. Yo aquí, de pie, reconociendo a la mujer que fue mía en otro tiempo, comparándola, recordando la forma en que se anudaba el pelo, las cosas que decía cuando se le ocurría decir algo, la piel caliente en aquel lado de la cama, el cuerpo respirando tan cerca, provocándome, haciéndome saber que tú estabas allí, y yo tocándote, sabiéndote, atreviéndome a respirar también.
        Te comparo con las mujeres del barrio. Tienen tu misma edad, pero parecen ser tu madre. Las pobres. La vida no es fácil en aquellos lugares. No es fácil para nadie. Para las mujeres de tu edad puede ser peor. Andan con esos ojos desgastados, con la piel reseca y dura. Es esa vida mala de los barrios como el mío, que destruye a la gente poco a poco. Exprime a las mujeres hasta sacarles todo el jugo. Les mata los sueños y las ganas. Las convierte en trapos que alguien usa y tira. Pero a ti no. Apenas sí tienes arrugas. Debes tenerlas, y las busco en vano. Te conservas muy bien. Te ves bien así con esas libras. No te pareces en nada a la mujer que conocí. Te pareces, sí, pero no eres la misma. Se ve que aquí la vida es diferente. Debe ser más fácil, sí. Menos polvo y menos sol en la cara. Menos hambre también, y menos necesidades. Debe ser una vida más cómoda. En algo me recuerdas a las mulatas que vi en los corredores de Galiano. Tienes ese mismo aire desenvuelto y libre. Se te ve. Un poco suelta, como ellas, y eso me gusta.
         Me abrazas fuerte. Preguntas si recibí tu carta. Me invitas a pasar. Lo dices todo al mismo tiempo. Te ves sorprendida. No me dejas responder. En muy poco te pareces a la Carmen de antes, y en casi todo te encuentro diferente. Tan cambiada, Carmen, como si fueras otra. Como si la mujer que me abraza y me invita a pasar fuera una desconocida. Y tú me miras de arriba abajo. Dices que soy el mismo de siempre.
         —Un poco más viejo, claro. Pero estás muy bien.
        Me evalúas con la mirada. Me aprietas los brazos y los hombros. Me dices que me siente y te alejas un poco para ver mejor. Busco la forma de no parecer tan aplastado en el espacio reducido de tu apartamento. Por dentro debes reírte de la cara que pongo. No sé cómo mirarte. Ahora descubro que no estaba preparado. Será que ya perdí la costumbre de mirar, o será que no debí venir a verte. Debe ser eso, Carmen. No debí venir nunca. No estuvo bien dejarme llevar por ese impulso. Pero ya estoy en tu casa. Veo la forma en que me miras, y te estoy mirando también. Debe ser que yo también quería verte. Por dentro, seguro quería verte. Debe ser.
        Bien. Parece que las cosas te han ido bien. Parece que al final lograste hacer una vida. El apartamentico, como dices tú, no está nada mal. Pequeño, sí, pero tuyo. Casa propia en una ciudad tan grande. No cualquiera puede lograr algo así. Hay gente que viene para acá y se pasa los diez años por gusto. Se mueren de viejos sin conseguir un sitio. Un día vuelven al pueblo y dicen que se aburrieron de la vida cómoda. Que extrañaban el lugar y la gente. Que querían volver, y lo hicieron, y que nadie les pregunte, por favor, nada más.
        El espacio es reducido, pero tú vives sola. Un dormitorio confortable en la barbacoa. Sala de miniatura. Cocina con todo lo que lleva. Balcón a Neptuno. Balcón adornado con enredaderas y macetas. Y lo dices de esa forma. Poca gente puede tener un balcón de verdad en estas calles tan céntricas. Y tú tienes tu balcón a Neptuno, y tienes baño interior. Me muestras el baño con satisfacción. Estrecho, sí, pero limpio. Un lugarcito cómodo con su instalación completa. No, no sé lo que ha costado todo esto. Y el juego de muebles tampoco sé cuánto costó.
         —Fino, ¿eh? —y señalas los butacones tapizados en rojo.
        El color hace juego con el rosado perla de las paredes. Pintura un poco cara, me lo explicas bien. Todo limpio y sereno. Todo bien pintado como en una casa de juguetes. Tú misma pareces una muñeca moviéndote por el apartamento y enseñándome las cosas. En el cuarto tienes un televisor de los chiquiticos y un ventilador. Pero ahora me dices que me bañe. Me apuras. Hay una toalla en el baño para mí. Hay jabón de olor, y champú, y máquinas de afeitar. Todo nuevo y abundante. Todo limpio, como debe ser. Todo en su lugar exacto, y tú allá, diciendo que me extrañabas, que estabas loca por volverme a ver.
         —Te esperaba.
         Y lo dices así, con esa misma voz de antes. Estás ahí, del otro lado de la pared, y te oigo hablar. Eres tú, Carmen. Eres tú. Y yo aquí, bañándome, quitándome de arriba todo el polvo y el cansancio del tren. Oyéndote. Recordando. Dejo que el agua me corra por el cuerpo. Me enjabono bien. Me afeito con calma para que no me quede ningún pelo en el bigote, como a ti te gustaba. Como debe gustarte todavía.
         Me pregunto qué hago aquí. Si hice bien en venir a verte. Aquí, bañándome, me pregunto eso. Y es que tú has cambiado muchísimo. Estás demasiado desenvuelta, quizá. Tienes el ritmo de la gente de aquí. La misma velocidad. Los mismos gestos. Esa forma de mirar que penetra el interior y pone a uno nervioso. Esa forma de hablar, de enlazar las palabras, como si hablaran sin mover la lengua. No eres la Carmen de antes, que se quedaba callada y esperaba que yo hablara primero. La Habana te cambió completa. Yo sé que aquí la gente cambia bastante. La gente como nosotros, que venimos de tan lejos y nos quedamos locos mirando alrededor.
        No sé. Tienes algo del viejo tiempo, cuando eras mi mujer. Algo, sí, pero no todo. Viniste para acá y nunca regresaste al pueblo. Te fuiste sin avisar, así como así, sin darme una explicación. Y yo siempre pensé que volverías. Que regresarías a buscarme, a decirme algo, a explicar que todo fue un error.
         Yo te esperé un tiempo largo. Un tiempo difícil, sin mujer, mirando el lado vacío de la cama, tocándolo cada noche, respirando los olores del colchón. Un tiempo difícil, Carmen. El tiempo puede ser lo más difícil. El tiempo que uno espera, que se alarga, que se lo come a uno por dentro, y la gente preguntando, metiéndose en esas cosas de uno, queriendo saber más. La gente es así. Le dicen a uno que se olvide, que se busque a otra, que no vale la pena recordar ni pasar los días en silencio, marchitándose uno, alejándose de todo, de las fiestas, de los amigos, de la gente. Y uno tratando de no parecer tan afectado. Uno se ríe un poco para que lo vean. Para que la gente crea que todo eso que pasó no importa tanto.
        Nunca supe de ti. Nunca de forma directa. Sólo alguien que pasaba y me decía que te vieron en La Habana, que trabajabas en un mercado, que te había ido muy bien. Decías que habías engordado un poco y tenías tu casa propia. Decían eso, y yo escuchaba sin decir una palabra. Sin hablar, para que vieran que no me importaba lo que hiciste con tu vida. Pero yo estaba esperando allá, Carmen. Esperando que la vida pasara. Que los años se fueran. Que pudiera despertar algún día sin esa cuenta pendiente, sin eso de no saber lo que pasó contigo, sin ver tu cara y tu nombre en el fondo de los vasos. Y tú nunca me escribiste. Nunca me mandaste una señal. Ni un recado. Ni un recuerdo. Ni un saludo simple. Nada, como si hubieras muerto. Como si hubiera muerto yo. Y de pronto esa carta tuya que llegó sin aviso. Esas palabras escritas por tu mano. Esa proposición.
        Me preparas algo de comer. Te veo moverte allá, en la cocina, probando la sal. Hablando al mismo tiempo, y eso es nuevo. Antes nunca hablabas cuando estabas haciendo otra cosa. Limpiabas. Recogías la casa. Fregabas callada. Y yo allá, mirándote, fumando sin hablar, esperando que dijeras algo, que me contaras cualquier cosa de la gente o del barrio, las cosas que pasaban cuando yo no estaba cerca. Cualquier cosa, Carmen. Una noticia. Un chisme. Yo te miraba y esperaba que hablaras. Y tú sin mirarme, sin decir una palabra, probando la sal de la comida o revolviendo algo, lo que fuera, tocando las cucharas y los platos, puliéndolos, rozándolos, acariciando cualquier cosa que no fuera yo. Ahora te veo moverte también, y probar la sal, pero me hablas.
        Comemos los dos. Hablamos. Tomamos el café. Me preguntas tantas cosas. Los amigos. La familia. Nunca te interesabas por nadie, y ahora quieres saber lo que pasó con cada uno. Quieres saber si están bien, si están vivos todavía, y yo respondo como puedo. No, no, esos se fueron pa’fuera cuando lo de la base, están en Miami, y esas otras se casaron con extranjeros, viven en Francia y en Italia, vienen a veces, traen regalos para la gente, tú sabes cómo son esas cosas.
         Del pueblo te puedo decir muy poco. Las mismas casas de antes. La misma gente saludándolo a uno todos los días. Los mismos trabajos de siempre. Las calles, sí. Un solo hueco. Hace tiempo que allá se perdió el asfalto. Vienen con un camión y riegan un poco de material. Dicen que no hay recursos. El petróleo, tú sabes. Las piezas. No, no. Olvídate de guaguas. Guaguas había antes, cuando tú estabas allá. Ahora todo está muy cambiado. Las necesidades, claro. La gente habla mucho de La Habana. Dicen que aquí es mejor. Que aquí nunca falta nada, ni el transporte, ni el jabón, tú sabes. Los más jóvenes se van. Los que tienen a donde ir. Se montan una noche en el tren y desparecen. Dicen adiós, Carmen, como tú misma lo hiciste una vez.
        Me escuchas en silencio. Melancólica tú, oyéndome, con los labios apretados y los ojos tan abiertos. No te recuerdo así. Así no. Callada, sí, pero con otra forma de mirar, sin poner esa atención a lo que digo. Un poco lejos de mi brazo, no como ahora. Sólo estirar la mano y ya estás tú. Te pregunto ¿por qué nunca volviste al pueblo? ¿Por qué, Carmen? ¿Por qué?
         —No, niño. Ni de visita. Aquí me ha ido bien.
         Sí. Te oigo. Al principio fue duro, como debió ser para alguien que vino a este lugar por primera vez. Pero no volviste para no enfrentarme. Te imagino bajándote del tren, caminando por esas calles extrañas, sin conocer a nadie. Te imagino, sí, mi Carmen con el susto de la ciudad, preguntando a cualquiera dónde se podía encontrar un alquiler barato. Sería duro eso, Carmen. Sería duro para ti, y eso lo entiendo. Tú, tan callada siempre, teniendo que aprender a llevar la vida entre gente ajena, a caminar como ellos, a esconder esa forma de hablar que tenemos nosotros para que nadie se riera de ti. Después le fuiste cogiendo la vuelta a esto, y te gustó. Seguro te gustó. Tenían que gustarte las maneras de aquí. A todo se acostumbra uno, a todo, aunque le cueste, aunque tenga que olvidar lo que ha vivido. A ti te gustó esta vida. Seguro. Y el cambio no fue para mal.
        —Se pasa trabajo al principio, pero al final te acostumbras. Aquí la vida es mucho más fácil. Aquí ya tengo lo mío, ¿entiendes? Al pueblo no vuelvo.
         Eso es lo que dices tú, y yo te creo. Tengo que creerte aunque no quiera. Uno se pasa la vida pensando en la gente que dejó de ver. Uno llega a sentirse mal por dentro pensando que les fue bien, que han hecho una vida lejos y no se acuerdan de lo que dejaron atrás. O uno prefiere creer que les fue mal, que se arrepienten de todo y recuerdan con dolor a la gente que los quiso alguna vez. Sí, Carmen. Uno quisiera que lo recordaran siempre, y duele pensar que a la mujer que lo abandonó a uno le ha ido bien y no se acuerda de nada. Duele saber que pudiste vivir tanto tiempo sin mí. Duele, Carmen, duele.
        Pero tienes razón. Yo te entiendo cuando dices que ya tienes lo tuyo. Lo entiendo todo muy bien, y lo entiendo mejor cuando miro tu casa y tus muebles, y tu balcón lleno de enredaderas sobre la calle Neptuno. Todo eso yo lo comprendo bien, pero todavía no sé lo que hago aquí. La Carta, Carmen. La carta me sorprendió. No la esperaba. Después de diez años ya nadie espera nada. Uno llega a acostumbrarse, y a olvidar. Y yo te olvidé, Carmen. Tuve que hacerlo. El tiempo me arrancó los recuerdos. Te borró a ti, y yo me acostumbré a no verte. A saber que no estabas ahí. A mirar la cama como un rincón extraño donde el cuerpo sólo podía sentirse a gusto porque ya no le quedaba otro remedio. Y ahora esa carta tuya que llegó. No lo entiendo, Carmen. No lo entiendo. Me tienes intrigado.
         Sonríes. Antes no sonreías mucho. A veces lo hacías, cuando estabas sola en casa. Yo me escondía para mirarte de cerca. Llegaba del trabajo sin que lo supieras. Te veía allí, te miraba sonreír. Me pasaba un rato mirándote. Me gustaba verte así. Pero te ponías seria cuando me veías, y yo tratando de entender. Todavía trato. Te miro. Te oigo preguntar si vine a La Habana sólo por curiosidad, porque la carta me intrigó y quería saber de qué se trata todo. O si en el fondo tenía deseos de verte, y lo preguntas así, mirándome. Tú quieres saberlo todo, claro. Quieres saber si en realidad te recordaba, si estaba loco por volverte a ver.
        Me clavas los ojos negros. Me miro en ellos. Me veo allá, en el fondo de los ojos, pero no me siento aplastado. No debo ser yo. Ese que está ahí, que me mira desde el fondo, no puedo ser yo. No me recuerdo así, y eso me asusta. Y me asusta que me tomes una mano y me acaricies la cabeza y la cara. Bien afeitado, como antes. Me rozas la cara con los dedos, pero no son los mismos. No me huyen. No se esconden de mí. Me buscan, y eso también es nuevo. Dices que yo siempre he sido tu hombre, y eso es nuevo también.
         Me dejo llevar. Respondo con la suavidad que puedo. Sí, sí. Ya sé que siempre he sido tu hombre. Yo lo sé, pero hace mucho tiempo de eso. El tiempo pasa y las cosas tienden a variar. Y yo no soy el mismo tampoco. Yo he cambiado. Ahora todo ha cambiado. Ahora la vida no es como era antes.
        Te pones seria. Tan seria. Dices que no entiendo. Dices que el tiempo te enseñó algunas cosas. Dices más. Cuántas cosas dices, todas al mismo tiempo. Todo sin dejar de mirarme. Sin apartar las manos ni la cara, con el cuerpo ahí, tan cerca. El mismo cuerpo de antes. La misma respiración. El mismo olor de siempre. Lo puedo adivinar. Lo huelo. Lo siento aparecer entre el perfume y el champú. La misma voz también, quebrándose como nunca, haciéndome recordar.
         —Yo quiero que te quedes aquí. Conmigo.
         No sé qué responder. No sé lo que otro cualquiera hubiera dicho en este caso. Uno no espera nunca que le pasen estas cosas. Anda uno por ahí sin prepararse. Sin preguntarse lo que debería hacer en un caso como este. Sólo te puedo mirar fijo. Te miro un momento y bajo la cabeza. Busco ganar un tiempo. Una respuesta. Una palabra que me ayude un poco. Yo nunca fui bueno con las palabras. Siempre me huyeron. Se me escapaban todas cuando más falta me hacían. Igual ahora, frente a ti, sin tener una respuesta. Sin saber, Carmen, lo que se debe hacer en estos casos.
         Me ves ahí, callado. Yo siempre callado. Pensando un poco, como antes. Yo siempre fui así. Esperando siempre que tú hablaras. Que fueras tú la primera en decidirse. Que naciera de ti. Y tú siempre esperando también. No así, poniéndote delante, como ahora.
         —¿Es que no te gusta esto? —y señalas el apartamento con la cabeza.
         Miras los butacones y las paredes pintadas. La cocina. Las enredaderas del balcón. Vuelves a mirar, y yo miro también. Escondo los ojos en cualquier rincón del cuarto. Hago de todo para no mirarte a la cara. Trato de parecer tranquilo dentro de tu casa, Carmen, pero no me puedo aguantar sobre el asiento. No puedo hacerlo. Así, sencillamente, no puedo.
         Me tomas la cara con las manos. Me obligas a mirarte. Me hablas de muy cerca. Tan cerca, Carmen. Tan fácil de llegar. Sólo mover un poco la cabeza. Estás ahí, hablándome, taladrándome con los ojos, diciéndome que todo este tiempo esperabas mandarme a buscar. De alguna forma me aseguras que fue así. Me lo juras, si hace falta. De alguna forma te quedaba claro que alguna vez me tendrías aquí, contigo, con este apartamento para nosotros dos, con todo eso que se puede lograr aquí.
       No es eso, Carmen. De verdad que no. Yo pudiera decirte cualquier cosa. Inventar una historia, o no inventarla. Contarte, simplemente, todo lo que pasó desde que te fuiste. Quiero explicarte, Carmen, pero no sé como hacerlo. Son esas malditas palabras que no llegan. Las tengo por ahí. Las oigo. Cosquillean un poco en la garganta. Juegan conmigo. Se deshacen en el aire cuando las quiero pronunciar. Flotan muy cerca, pero no dejan que las atrape con los labios. Creo que no sé cómo decirlas. Nunca sabré. Es esa picazón en la punta de la lengua. Yo siempre fui así, difícil. Yo tratando de decirte tantas cosas. Yo tratando, Carmen, de verdad. Pero no puede ser ahora. Todo es muy repentino. Dame tiempo.
        Tú no eres de las que dan tiempo. Tú no. Tú saliste de mi vida hace diez años. Te fuiste sin avisar, sin darme una explicación. Seguro todo se te ocurrió de repente, recogiste tus cosas y te montaste en el tren. Fue una cosa que te nació así, sin pensarla. O viste un tren que pasaba, puede ser, y la idea te gustó. Serían las luces de adentro, o el olor de los vagones, o el brillo de la luz sobre el aluminio de las ventanillas. Algo sería. Algo. Tú siempre fuiste así. Te quedabas callada y mirabas lejos. Sonreías mirando. Te gustaba. Una noche desapareciste de mi vida y te fue bien. Ahora me pides que viva contigo en este cuarto. En este apartamento, como dices tú. Un cuartico estrecho sobre la calle Neptuno, con su balcón y sus enredaderas, y las tiendas abajo, y la gente haciendo cola para comprar cualquier cosa. Gente de aquí, de La Habana, o gente de un pueblo como el de nosotros que llegó hace tiempo y tuvo suerte. Me ves ahí, dudando, sin decidirme a decir que sí o que no. Preguntas. Sólo pregunto. Quiero saberlo todo.
         —¿Es que estás casado allá? Sí. Claro. Debe ser eso. Tiene que ser. Un hombre como tú tiene que estar casado.
         Eso es lo que dices tú, tiene que ser. Y dices que no te importa. Que aquí las cosas van a ser diferentes. Puedo tener un trabajo bueno. Tú me lo consigues con la gente que conoces. Puedo ser plomero, o albañil, o cualquier otra cosa. Algo que dé dinero. Sí, dinero bastante. Aquí se puede hacer el dinero que una quiera. Aquí no es como en el pueblo, que la gente anda sin un peso en el bolsillo. Aquí sólo hay que trabajar y tener paciencia. Que te mire a ti, diez años y ya tienes lo tuyo.
       —Tú verás que todo se resuelve. Tú verás. Todo el que llega aquí ve las cosas difíciles, pero después todo se resuelve y la vida cambia bastante.
         Pareces decidida. Lo has pensado todo muy bien. Hablas del sacrificio y la vida tan dura en los primeros meses. De las ventajas también. De tanta gente que has visto, gente buena y simple, como nosotros, que se ha abierto camino. Comparas los dos mundos y me dices que aquí es mejor, que en poco tiempo ya se ven los cambios, que nadie sabe lo que cuesta vivir en esos pueblos perdidos como el pueblo de nosotros, que no perdería nada si probara quedarme y trabajar en cualquier cosa.
         —No vale la pena que sigas enterrado allá. De verdad que no. Y no tienes nada que perder.
      Sí. Eso es verdad. No tengo nada que perder. Nada. Nada. El tiempo acaso. El tiempo puede ser un problema. Y diez años es mucho tiempo. Diez años pasaron desde que saliste de mi mundo. Yo te esperé un tiempo largo, pero después mi vida siguió con el ritmo de siempre. Tuve que seguir porque no me quedó otro remedio. Allá el problema nunca es el ritmo. Nunca lo es, te lo aseguro. El ritmo siempre está ahí. Me llega en el sonido acompasado, metálico, de las ruedas del tren.

2 comentarios:

  1. Apasionante reencuentro tras diez años. Esa Carta debía ser una revolución mental para él. Y él tomó le tren y llegó a la Habana. Un lenguaje preciso en el cuento, un ritmo magnífico, una historia que el tiempo, sólo el tiempo dirá cómo sigue.

    Enorme texto. Un fuerte abrazo

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    1. ¡¡Mil gracias de parte del autor, Albada!!!! Emerio te envía saludos, y nosotros un fuerte abrazo

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