Foto: ABC7 Chicago News |
Era el chico de trece años más
alto del salón. De pocos amigos, de gustos poco comunes. De dedos largos como
arañas, por haber tocado piano muchos años. De oídos sensibles, por escuchar
tanto rock pesado y metal. De pocos sentimientos; le gustaba la única niña
desarrollada de su salón, como a todos.
No era la mejor
manera de comenzar el nuevo trimestre y el nuevo año así, pero simplemente no
tenía ganas de ir a clase. Se levantó justo cuando el despertador sonó, en vez
de morsear treinta minutos en su capullo de sábanas. Se bañó, se puso una
camisa blanca, el suéter del colegio y unos converses rojos tan sucios y feos
que daban algo de asco. Desayunó, se despidió de su madre y salió a la plaza.
Estaba sentado
en un banco, pensando si comprar un cigarro o no. Miró al kiosco y vio a la
chica más bonita que había visto en su vida. Tendría su misma edad, el cabello
rubio ceniza, rostro ovalado e irrealmente simétrico y proporcionado. Lo que
más le gustó de ella es que parecía haberse fugado de clases también. Su bolso
estaba abultado, con el uniforme dentro seguramente, llevaba un vestido negro
sencillo y los zapatos del uniforme.
Alexandro no
contuvo su impulso y se levantó para hablarle, en una oleada de valentía que se
iba desvaneciendo mientras se acercaba. ¿Qué se supone que le iba a decir?
Nunca había soltado un piropo que le saliera bien, mucho menos había tenido novia.
¿Y si se hicieran novios?... La idea le dio risa, parecía algo muy difícil...
¿Qué le diría? Seguramente ella había recibido cumplidos toda su vida. Ya podía
verle la nariz, perfilada y bonita, adornada de pecas alrededor en sus
mejillas. Podía verle los ojos color miel. Ella elegía algo para comprar.
―Disculpa...
―Ah, ¿sí?
¿Disculpa qué?
Sonó hasta nervioso, y ella estaba tan tranquila.
―Ah... no, me
pareciste familiar, pensaba que... ¿No estudias en...? ―Señaló con el brazo el
colegio que quedaba cerca, del cual no recordaba el maldito nombre. Ese colegio
de monjas donde sólo iban niñas de familias adineradas.
―Sí ―sonrió un
poco―, aunque hoy no.
―Yo tampoco ―sonrió a su vez, sintiéndose menos tenso―. No me gusta ver Historia a las
siete de la mañana...
Ella rió.
―¡A mí tampoco!
Así se hicieron
amigos. Toda la mañana conversaron en la plaza, Alexandro se sacrificó y la
invitó a desayunar. Se compartieron chistes y leyendas de ambos centros
educativos.
Sonaron las
campanas de los colegios vecinos. Un mar de chicos se distribuía por las
calles, comercios y la plaza, un mar de chicos millonarios que Alexandro nunca
se había ocupado en detallar, a excepción de...
―Acabo de darme
cuenta que no me he presentado... soy Alexandro.
Le tendió la
mano y ella, divertida, se la tomó con fingida elegancia.
―Clara. ―... A
excepción de Clara.
―¿Y tú qué
haces?
Un chico de uno
o dos cursos mayor que él los miraba con los brazos cruzados. Era tan alto como
Alexandro, pero ancho, de brazos grandes apretados en su suéter gris, y de
piernas musculosas, como de futbolista. Alexandro se asustó, no era la primera
vez que tenía problemas con alguien así, pero esta vez no había hecho nada.
―¿Quién es éste? ―exigió el chico, mirando casi con asco a Alexandro.
―¿Cómo que quién
es éste, Jhon? ―Clara se levantó, encarándole. Se veía pequeña comparada con Jhon.
―Soy Alexandro ―dijo él, levantándose a su vez―. ¿Pasa algo?
―Pasa que estás
con mi novia.
―¿Qué es lo que
te pasa?
Clara empujó a Jhon
y le exigía respeto, mientras Alexandro sentía como su corazón palpitaba con
fuerza, doliéndole. ¿Eran novios? ¿Ella... y él?
―Se estaban...
no sé, ¿conociendo mejor?
―¿O sea que no
puedo hablar con nadie más?
―No, eres mi
novia.
―Ella no es de
tu propiedad ―se oyó decir Alexandro, dominado por sus emociones.
El chico lo miró
con salvaje curiosidad y una sonrisa ladeada.
―¿Ah, sí?
―No eres nadie
para decirle qué puede y no puede... ―su frase se cortó a medias. Cuando se dio
cuenta de lo que había pasado, tenía el labio pegado al suelo, lleno de baba y
sangre.
Clara gritó.
Había un círculo de curiosos rodeándolos, y uno de ellos se adelantó.
―Eres un
cobarde, Jhon.
―¡Ven aquí a
decírmelo!
―Sólo te peleas
con gente que no puede contigo.
―¡Jhon es un
cobarde!
―¡Marica!
―¡MARICA ES TU
MADRE! ―Jhon pateó a Alexandro cuando estaba intentando incorporarse. Sintió el
dolor en su pecho, y se le salieron lágrimas de pánico. No podía respirar. Le
había sacado el aire.
―¡Cobarde
asqueroso!
―¡Debería llamar
a mi hermano!
Los gritos
tímidos hacia el bravucón se habían transformado en alaridos. Jhon apretaba los
puños, sin saber a quién responderle. Alexandro se levantó al fin, tosiendo, y
escupiendo la sangre que no se había secado en su boca. La muchedumbre calló.
―¿Entonces eres
un cobarde? ―Su adrenalina le impedía tener miedo―. Un cobarde que teme que su
novia se consiga algo mejor.
Su instinto le
gritaba que parase: ¿Te quieres morir acaso? ¡Te va a volver papilla! En
otro momento se hubiera sonrojado al sugerir que él era mejor partido, pero
estaba tan cegado por la ira y las ganas de impresionar a Clara que no podía
pensar.
Esta vez estaba
preparado para los golpes, esquivó por muy poco uno que iba dirigido a su
nariz. Él no sabía pelear. En absoluto. Pero no iba a irse de allí sin
intentarlo. Sin defenderla.
No tuvo tanta
suerte con el segundo golpe, que venía cargado con mucha más rabia que el
anterior. Sintió un crack en mitad de su cara, y casi se cayó al suelo otra
vez, se tambaleó peligrosamente y se sostuvo la nariz, mirando cómo la sangre
caía al suelo. Vio el puño de Jhon alzarse otra vez, pero antes de que
bajara...
―¡Policía!
―¡LA POLICÍA!
El grupo se
dispersó, el primero que se marchó corriendo fue Jhon, halando a Clara con él.
Alexandro alzó
la mirada, apartándose el cabello de la cara, y la miró irse. Su angustia
desapareció al ver la de ella. Lo que más quería era correr y golpear a Jhon
hasta que le sangraran los puños, pero no podía respirar.
Dos horas más
tarde, Alexandro lloraba, apoyado en el pozo. El pozo estaba medio escondido
entre la maleza y los árboles descuidados del viejo parque. Y aunque había
varios caminos para llegar hasta él, todos los colegios compartían la misma
leyenda. En el pozo había muerto alguien, y te cumplía los deseos si lo anhelabas
de verdad.
Alexandro había
gritado, llorado y suplicado que el cabrón de Jhon muriera. No sabía qué más
hacer.
Dos años después
Alexandro esperaba fuera del colegio de
monjas a la única rubia natural que había visto por allí. Clara le tomó de la
mano, sorprendiéndolo.
―Te daría un
beso, pero eres un marica y no te gusta que te bese en público...
―Vamos a ver
quién es el marica esta tarde.
Ella se sonrojó
y rió, ocultándose en su pecho.
Alexandro tenía
una hermanita, de un año y medio. Una novia que le había enseñado a estudiar.
Nuevos amigos. Había vuelto a tocar el piano. Y un cuaderno con un recorte de
periódico viejo que reseñaba un horrible accidente, en el que había muerto una
familia entera calcinada, sin poder huir del auto que se incendiaba.
Alexandro era
feliz porque el pozo le cumplió el deseo.
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