Foto: Ben Coccio, Zero Day |
Abrí la puerta. Crucé el umbral y la cerré de nuevo. Mientras soltaba el nudo del pantalón, me iba quitando las zapatillas. Lo dejé según cayó al suelo y me dispuse a quitarme la camiseta. Ésta cayó sobre la cama. Dejé mi ropa interior de igual manera y busqué las chanclas con los ojos. Las saqué de debajo de la cama, donde intuí que estarían, y las llevé conmigo hasta la ducha. Las puse junto a la toalla y dejé corre el agua. La toqué para ver cómo estaba. Ardiendo, casi hirviendo. Abrí el agua fría para compensarlo un poco. Metí un pie y luego el otro. Solamente me di un agua, como suele decirse. Había sido una noche tranquila.
De nuevo en mi habitación, me puse una muda limpia. Abrí el armario. Busqué unos vaqueros que no me quedasen grandes. Una tarea difícil desde hacía meses. Y acabé enfundándome en los que mi hermano pequeño me había dejado el día anterior. Me puse la primera camiseta que pillé. Cogí unos calcetines que se habían quedado atrapados al cerrar el cajón la última vez y los usé para cubrir mis pies, que seguidamente calcé con unas zapatillas normales y corrientes.
Cogí la mochila
que tenía junto a la puerta. Me puse una sudadera y me abroché la cremallera
hasta arriba. Miré el reloj. Las ocho y cinco. Con las ideas claras, me dispuse
a salir al jardín trasero. Me detuve unos instantes frente al cobertizo.
Llevaba tiempo cerrado. Quité con el pie los hierbajos que dificultaban la
apertura de la puerta. Una vez que no hubo nada que me lo impidiese, la abrí lo
justo para entrar. Un pie. El otro. Un pie. El otro. Oía mi corazón latir. Pisé
cada tablón con el mayor cuidado posible. Llegué hasta el armario del final.
Retire la chapa que hacía las veces de puerta y allí estaba. Tal como la
recordada. El arma que mi padre llevaba más de un año sin usar. La tomé por la empuñadura,
abrí el tambor y, una por una, fui depositando las balas dentro. Una vez lleno,
la escondí en el bolsillo de mi sudadera y salí a la calle.
Todo preparado.
Repasé el plan en mi cabeza como tantas veces antes lo había hecho. Oí
acercarse al autobús escolar. Anduve unos metros hasta la calle y esperé en la
acera. Cuando se detuvo frente a mí, me subí a él. Me senté en primera fila.
Como cada mañana. Calle arriba. Una curva. Calle abajo. Un par de rectas.
Llegamos al instituto. Recibí el primer par de collejas. Cuando todos bajaron
del autobús, me levanté. Comprobé que el revólver seguía en su sitio y bajé las
escaleras. Pisé suelo firme. Hice el camino habitual hasta mi clase. Me llevé
un par de empujones de regalo. Toqué la puerta y la abrí sin esperar
contestación. Miré el reloj. Las ocho y media. Sonó el timbre que indicaba el
comienzo de las clases. Me quedé en pie. Frente a todos.
Mi profesora me
pidió que me sentara. Miré mi sitio. Luego a ella. De nuevo a mi sitio. Luego a
ella. Tenía parte de culpa. Me hizo un gesto con la mano y mis compañeros se
echaron a reír. Yo me meé encima.
Apreté con fuerza
los dientes. Eran ellos o yo. No aguantaba más días así. Un disparo. Callé sus
risas. Dos seguidos. Un tercero. La alarma.
Abro los ojos y miro el reloj. Las
siete y media. Me estiro para apagar el despertador y pienso que ojalá hubiese
elegido otro día. Me duele todo. Aun así, me siento en la cama, bajo las
piernas hacia un lado y me pongo las zapatillas de casa. Me levanto. Me dirijo
hacia el baño arrastrando los pies, como si mi cuerpo pesase una tonelada, doy
un par de pasos y cierro la puerta tras de mí. Me paro frente al espejo. Alargo
la mano y cojo la caja que lleva días escondida bajo el lavabo. La abro. Agarro
el arma. Meto el cañón del revólver en mi boca y, sin pensármelo dos veces,
aprieto el gatillo. Silencio ensordecedor.
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