Finalista del III Concurso Litteratura de Relato
Colegio Mayor Santo Cristo. Villa de Colmenar, Madrid, 1976
Si
el número de asistentes a tu entierro determina el número de
personas que te apreciaban en vida, está claro que Enriqueta era una
mujer poco estimada. Y no me extraña. Nadie en la familia entiende
cómo Fernando, un hombre bueno, dulce, amable y educado, podía
compartir genética con esa mujer. No obstante, era su madre y está
muy afectado, imagino que porque de algún modo se siente culpable de
su muerte. A fin de cuentas fue él quien le dio la invitación antes
de ayer. Pero yo, que lo conozco bien, creo que su cara es una mezcla
de pena y de alivio, diría incluso de alegría contenida, porque me
recuerda mucho a su cara el día que lo conocí hace más de cuarenta años.
Colegio Mayor Santo Cristo. Villa de Colmenar, Madrid, 1976
Enriqueta
medía escasamente metro y medio, era rechoncha y de formas curvas,
aunque con sus trajes chaqueta parecía cuadrada. Nunca, nunca salía
de casa sin sus gafas de pasta negra que ella consideraba de porte
elegante, aunque al resto del mundo le parecieran, sin más,
claramente masculinas. Enriqueta iba una vez a la semana a la
peluquería porque “el pelo dice mucho de una señora” y había
emprendido hace años una lucha tenaz contra las canas, a las que no
tenía ninguna intención de exhibir nunca, más allá de la
intimidad de su dormitorio. “Antes me muero”, solía decir. Aun
así, en ocasiones, ante desconocidos, se permitía la desfachatez de
señalar que, para su edad, podía presumir de un moreno natural.
Enriqueta
enviudó muy joven, porque su marido se mató en un accidente laboral
en las minas de Ojos Negros, en Teruel, cuando apenas llevaban tres
años casados. Esa pequeña y fría ciudad le resultó entonces un
lugar inhóspito y sin futuro y, animada por sus aspiraciones de
encontrar en la capital de España a un buen hombre, rico a poder
ser, que quisiera a su Fernandito como si fuera su hijo, cogió sus enseres y sus ahorros, vendió su casa y se fue a Madrid en otoño de 1969, cargada
con dos maletas y un niño de dos años.
Enriqueta nunca consiguió su
objetivo, pero la pensión de viudedad, unos ahorros bien
administrados y sus habilidades para la costura en un barrio como
Chamberí, le hicieron disfrutar de una vida relativamente cómoda en
aquellos difíciles tiempos para otras personas. Nunca dejó de ser
de clase media, pero un vestido auténtico de Balenciaga –o eso le
dijo la vendedora de El Rastro– y una desvergüenza insolente la
habían elevado en su barrio, o así lo creía ella, al rango de
señora de clase bien.
Yo,
en cuanto la vi, y a pesar de mi corta edad, supe que no era ni rica
ni elegante, aunque tuviera la extraordinaria capacidad de creérselo, e incluso, aún más meritorio, llegar a convencer a algún incauto.
Aún no sé muy bien por qué, detesté desde el primer minuto a
aquella mujer melindrosa y tiránica.
Enriqueta
fruncía el ceño y la boca cuando algo la contrariaba, es decir, muy
a menudo. Y si la rabia y la ira se apoderaban de ella, torcía el
morrito a la derecha. Ella era muy del Generalísimo, hasta en las
pequeñas cosas.
La
conocí un día de septiembre, cuando vino a traer a su hijo al
internado. Vestía un traje claro de falda corta y chaqueta abierta
de pura lana virgen de un diseñador muy famoso, “un tal Pertegaz”.
O eso le dijeron cuando se lo compró en aquellos glamurosos
Almacenes Arias de la Plaza del Ángel. Ella no admitiría jamás
llevar imitaciones. “Antes me muero”, explicaba.
Fernando
era por aquel entonces un joven escuálido y feúcho que, según su
madre, nunca hablaba en público. Tomó la decisión de internarlo
porque había empezado a ver “cosas raras, pero nada que ustedes,
con disciplina y con la ayuda de Dios, no puedan solucionar”, les
dijo a dos padres salesianos que se encargaron del ingreso de
Fernando. El día que llegó miraba únicamente al suelo, como si la
cosa no fuera con él, y no articuló ni una sola palabra. Eso fue lo
que hizo aquel día porque después, poco a poco, Fernando, sin el
yugo de su madre, se descubrió como un joven locuaz, cariñoso y
extrovertido. Y con los años fue poniendo distancia con su madre,
espaciando las visitas vacacionales al hogar materno, que nunca había
sido tal, y estrechando vínculos con otros jóvenes del colegio y
con sus familias.
Tanatorio
Sur. Madrid, enero de 2018
Fernando
despide a los tres familiares llegados de Teruel, al médico
cardiólogo que la trató sus últimos años y al portero de la
finca. Sólo quedamos cuatro amigos y una vecina que se ha dormido en
el sofá orejero de la sala, y a la que tendremos que llevar a casa.
Fernando se sienta a mi lado y me coge la mano. “Marcos, me siento
fatal, debo de ser un mal hijo, porque no solo no me sale ni una lágrima, es que estoy muy feliz.” No me equivocaba, Fernando se
siente culpable y aliviado. Enriqueta ya no podrá arruinar nuestra
boda el próximo sábado. Fernando le llevó la invitación por
deferencia y me contó que cuando la leyó, entró en cólera y la
dejó blasfemando. No esperábamos otra cosa. Fernando cree que justo
antes de cerrar la puerta, la oyó mascullar: “Antes me muero”.
* Su madre dice que de pequeña le gustaba contar historias. Cuando
aprendió a escribir, continuó haciéndolo, en papel. Luego con
máquina de escribir, y con ordenador. De mayor pensó que sería
bonito poder vivir de ello, así que es periodista. Ahora, cuando la
realidad es dura o aburrida de contar, se sumerge en la escritura de
pequeños relatos. Algo a lo que le dedica muy poco tiempo, que sólo
puede hacer a ratos, porque vivir en una ciudad como Madrid, sin
familia y con dos melliz@s de casi 8 años, no da para más. Desde aquí, queremos animarla a que siga. Finalista del III Concurso Litteratura de Relato.
Annabella Martínez Cejudo |
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