Finalista del III Concurso Litteratura de Relato
La mañana se anunciaba clara, conversaba con la brisa en lenguas de vapor y sal, y se mezclaba con el viento, dejándose llevar hacia el ventanal del hacedor, que observaba desde su mesón de trabajo la inmensidad azul, los picos y los abismos de la costa chilena, listo para terminar la obra en la que había estado concentrado por los últimos seis días.
El hacedor, entonces, abrió con cuidado el recipiente de loza y cogió un puñado de greda blanca. Amasó primero con la mano derecha, después con la izquierda. La alargó y la volvió redonda. Más rato ovalada, luego plana bajo la presión de su puño, en la lisa superficie del mesón. La arcilla viva se fue endureciendo poco a poco, hasta llegar al punto preciso que las expertas yemas del hacedor buscaban y vibró con el calor del roce, suave, delicado, el mismo roce con que el hacedor seducía a la mujer, con pellizcos en el nacimiento del cuello. Pero no debía pensar en eso, en ella, necesitaba completar su mejor creación.
Dejó la arcilla reposar para acercarse al ventanal y abrirlo en pleno, y desde ahí inspirar el aire salado de la costa chilena.
Cuando la greda estuvo lista, el hacedor le armó tronco, cabeza, piernas y pies. Luego brazos, manos, dedos y uñas; y se empeñó en las facciones finas del rostro, de labios casi abiertos, la arcilla blanca y satisfecha como la mujer después del amor. Pero no debía pensar en eso, en ella, no a punto de culminar su mejor creación.
“Ya me voy”, escuchó de repente el hacedor. “¡Me voy!”, una voz le repitió y él no quiso voltear, pero intuyó el peso de una valija rebosante detrás de él. “¡Me voy!” fue lo último que esa voz gritó desde la puerta, dejando caer algo metálico antes de cerrarla de golpe. La voz le hablaba como la mujer cuando se ponía inquieta, irritable, como si alguien la hubiese enjaulado. Al cabo de tantas lunas, el hacedor había aprendido a leer los signos en la mujer, la cadera rígida, el cuello tirante, la mirada perdida en la formidable violencia del Pacífico. Hacía seis días que lo había notado. Crecía ya, en la mujer, el deseo de levar anclas y llevarse por un tiempo ese cuerpo marítimo de ella a otros puertos.
El hacedor dejó su pequeña creación sobre la mesa. Dudó un poco antes de levantarse, porque sabía que cuando la mujer se echaba al mar, a él el cuerpo se le encallaba. Con dificultad se fue hacia la puerta y cogió del suelo el manojo de llaves que la mujer había tirado. Arrastró su ser de roca hacia el mesón, hacia la miniatura que le sonreía con labios entreabiertos, aquella réplica exacta de la mujer, los mismos pechos, cintura, espalda. Los mismos ojos desafiantes. Pero ella volvería, pensaba el hacedor, en tanto él la modelase a la primera señal de zarpe, en tanto ella dijera “Me voy” y él no volteara y la dejara partir, sabiendo que, con la siguiente marea, regresaría.
Con un diminuto pincel y notable pericia, le pintó de carmín la boca y soplando en la nariz le dio vida, concluyendo su labor. Se acercó a la repisa junto al ventanal y admiró la hilera de muñequitas que desde allí le observaban, muñequitas testigo de todos los mares que la mujer había surcado. Se buscó en el bolsillo el clavo ínfimo con el que sujetaría para siempre a la mujer, martillándola en el pie a la madera de la repisa.
“Aquí te quedas”, le susurró enamorado el hacedor a la versión de su mujer que nunca se le iba a escapar.
Andrea Amosson |
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