martes, 25 de septiembre de 2018

Bypass......Diego Palma*

Tercer Premio del III Concurso Litteratura de Relato

Foto: Lee Jeffries, Lost Angels
Después de la segunda operación se sintió invencible. Su imaginación auguraba entusiasmos, apenas vulnerados por el trauma de la convalecencia o los sobresaltos de sus recuerdos, mitigados en gran parte por la calidez que transmitían las manos de su madre al posarse en las suyas.
Soñar que podía volar era su mejor escape. Al despertar seguía soñando, eludiendo con la imaginación el trajín tedioso de hincones, sueros, sondas y chequeos de rutina, lo mismo que durante el horario de visita, cuando las historias fantásticas de sus abuelitas le hacían sentir la adrenalina de la aventura. Soñar despierta la revitalizaba tanto como la medicina y casi no alteraba el ritmo de sus pulsaciones en el electrocardiograma. La evolución de su recuperación era rápida y progresiva, de manera que esperar una recaída era poco probable, y menos a tres días de llevársela a casa.
Sus padres estuvieron a su lado hasta que logró estabilizarse y abrió los ojos. ¿Qué pasó?, pensó mientras le besaban las manos. ¿Sigues ahí? Quiso meter una mano al bolsillo, pero le faltó fuerza. ¿Fue un sueño? La emoción de sus padres la distrajo un momento de sus pensamientos y la hizo partícipe de una alegría que no habían sentido los tres juntos desde hacía mucho. ¿Es un sueño o qué?... Sus abuelitas llegaron poco después y se acoplaron a la dinámica de aquel día maravilloso de anuencias implícitas, y cuando se hizo de noche y la enfermera agregó el sedante a la solución intravenosa, se despidieron de ella con un beso en la frente y un te amo al oído. El último en irse fue su padre. Con voz nerviosa y cuidando de que no ser visto u oído por nadie más, susurró perdón: ¡Perdóname!
Ya a solas, su mano dentro del bolsillo jugueteaba con lo que casi le cuesta la vida. Apareciste justo a tiempo, pensaba. Justo cuando vino papá. En fin, el doctor dice que ya pronto estaré bien. ¡Y podré correr como los demás niños y te atraparé si intentas huir! Sus ojos enrojecidos ya no pudieron sostener más el peso de los párpados y sus manos poco a poco se fueron quedando quietas, aunque ni así dejó de sentir los hincones de unas patitas ansiosas. Oye, por cierto: ¿tienes nombre?
Valentín fue su mejor amigo durante las siguientes dos noches. Cuando su madre le cambiaba el pijama o las enfermeras mudaban sábanas, se las arreglaba para encerrarlo en un puño, cuidando de no aplastarlo. Luego lo volvía a meter en el bolsillo o debajo del almohadón, o abría la mano y se divertía con el cosquilleo de las patitas sobre su palma, siempre atenta de mantener a resguardo su secreto. La penúltima noche, su madre casi la descubre, y de los nervios cerró la mano sin calcular la fuerza y la escondió con premura debajo del edredón. Ahora que estamos solas, oyó, ¿vas a decirme qué provocó tu recaída? Su respuesta mitigó cualquier suspicacia, y ya en soledad pensó largamente en la verdad omitida. Recordó el esfuerzo casi mortal al estirarse para atrapar al gorgojo que había estado aleteando entre la cabecera de su cama y el ventanal y rezó en silencio, agradeciéndole a Dios. ¿Y dónde estaba tu padre?, oyó, esta vez sólo en su mente. ¿Qué estaba haciendo?
Aflojó un poco la presión del puño y sintió el biz biz de un aleteo débil buscando escapar. De tanto intentarlo, Valentín perdió un ala y ella se desesperó. Con gran cuidado, palpó el ala en su palma, la pegó a su índice y de inmediato quiso colocársela, ubicándolo boca arriba sobre el contorno lateral del almohadón, como si fuera a operarlo. No dolerá, decía, pero estate quieto. Por toda luz tenía un halo luminoso proveniente del pasillo. Al cabo de media hora, Valentín perdió una pata y ella se rindió. Por mi culpa, dijo, los ojos nubosos e iracundos. Siempre por mi culpa. Mejor vete. No tiene caso estar conmigo.
Pero Valentín no se fue. A la mañana siguiente lo encontró debajo de la almohada, ovillado y moviendo las patas con lentitud. Más que adolorido, parecía cansado. Cuando de noche la dejaron sola, lo pegó a su mejilla y le pidió perdón: ¡Perdóname!
Le contó las buenas nuevas con una emoción inusitada, sin percatarse de los leves picos que sobrepasaron la lectura regular de sus pulsaciones cardiacas. Por la mañana comenzaría su terapia de recuperación y en pocos meses podría tener las mismas condiciones físicas que una niña sana. Un milagro, dijo, un poco agitada, mirando al cielo. Oye, por cierto: ¿cómo te llevas con tus papás?
La tarde que la llevaron de vuelta a casa, Valentín estuvo con ella, escondido como de costumbre en algún bolsillo. Con el consentimiento de su madre, lo instaló en un hogar de tierra, hojas y flores dentro de un enorme frasco de vidrio, cuya tapa era una lámina de plástico con agujeros que facilitaban la respiración, pero no el escape. De noche, ella solía pegar el rostro a la tapa y le contaba los pormenores del día, hasta que su madre o su padre apagaban la luz. Le contaba, por ejemplo, las peripecias de sus travesuras de largo aliento, o cómo había asumido un nuevo rol proteccionista para con aquellos que eran objeto de abuso. Se sentía invencible, sobre todo en sus sueños, cuando no los interrumpían. 
         Una mañana destapó el frasco y lo acercó a la ventana, y al regresar del colegio vio que Valentín ya no estaba. La contrariedad que entonces sintió pronto se convirtió en alegría al imaginar la magnífica sensación de aquel vuelo liberador, que siempre habría de recordar con una sonrisa en los labios y un nudo en el corazón. Ah, caray, se decía, mirando al cielo. Hubiera sido lindo irnos juntos.
En vano trató de seguirlo. De noche, cuando esas manos frías reptando por entre sus muslos la hacían sentir como un ratón asustado, apretaba los párpados y predisponía a su mente a volar sin rumbo, anhelando jamás regresar. Cierta vez voló de regreso a la clínica y se vio a sí misma atrapando a Valentín, en un esfuerzo desesperado por verse libre, y aunque lo logró de momento, a la larga siguió siendo vulnerable. Este es nuestro secreto, solía escuchar. Mamá y papá se separarán por tu culpa si lo cuentas. ¿Tú quieres eso?... El beso en la boca era el preludio protocolar del espasmo final, pidiendo perdón:¡Perdóname!
Oírlo la despertó. Con los ojos entreabiertos vio el panorama poco promisorio de su padre rodeado por la policía, mientras su madre lo acusaba, aduciendo que a la niña se le había entendido todo durante una amarga pesadilla: ¡Papá, no!... Los ojos de su padre se posaron en ella, y a tal punto la turbaron que ni siquiera reparó en el punto marrón escabulléndose de entre sus manos entrelazadas. De pronto, el sonido del electrocardiograma alarmó a los doctores y las enfermeras mandaron a todos afuera, excepto a su madre, que se quedó a su lado para sostenerle las manos hasta el último momento.
Quizá consiguió alzar el vuelo con el ala rota, pensó, mirando al cielo. Quizá intentará lograr lo mismo que yo.


Diego Palma
* Nació en Lima (Perú) en 1986. Estudió en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y se dedica a la producción literaria en base a la investigación de la herencia prehispánica de su país en el contexto actual de la sociedad de consumo, con lo que planea establecer nuevos fundamentos de identidad nacional peruana, en busca de una sociedad más igualitaria. Ha publicado artículos, entrevistas y notas en revistas y medios de difusión como la Guía del Arte de Lima, el Suplemento Cultural de Laboratorios Merck, Magazine Cruz del Sur, Revista Nidos de Lima y Revista Lápiz y Papel. En 2013 publicó un libro infantil sobre las costumbres y mitos peruanos, titulado MAGIA. Además, trabaja en un proyecto de difusión cultural web y es asesor comercial para ventas online del portal transnacional de hoteles www.booking.com. Tercer Premio del III Concurso Litteratura de Relato.

1 comentario:

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...