viernes, 10 de enero de 2014

El tiempo detenido......Jordi de Miguel

Fragmentos de un diario del dolor existencial (I)

Foto: www.baresautenticos.com
Terraza del Glaciar
Primavera 2002
Cuando las primeras golondrinas llegan…
         Día a día, la vida no deja de sorprenderme. Hacía muchísimo tiempo que no venía al Glaciar, un bar esquinero de la plaza Reial. Cuando la añoranza revive, atiza mi memoria debilitada por el tiempo y resurgen todos mis recuerdos de los noventa… ¡Qué años aquéllos!
Desde el anaranjado interior del local, a través de los grandes portalones con arco, puedes ver el flujo incesante de gente y su diversidad, diversidad que te hace pensar en todas nuestras diferencias. Un lugar así, por sí solo, te calma cualquier problema de ansiedad, simplemente el sentarse en su terraza al solete de última hora de la tarde, entre las enormes pilastras del hospitalario pórtico de la plaza, o dentro, en las mesas de madera, frente a los espejos que se van intercalando a lo largo del botellero custodiado por la barra de mármol blanco, te invita a relajarte viendo pasar, sobre fondo de bonita fuente neoclásica central, recientemente restaurada, pintada de negro y rodeada de palmeras, a pijos rebeldes, inmigrantes presurosos, catalanes en paro, intelectuales difusos, camellos trasnochados, estudiantes con ganas de juerga, putas semijubiladas, negritas despampanantes —que son las que se llevan a todos los clientes en La Rambla, claro: "¿Vamos, guapo?"—,  lateros que te ofrecen chocolate, farlopa y éxtasis, y cómo no, descuideros magrebíes, veloces como guepardos, siempre al acecho de una cartera, un bolso o un móvil ingenuamente depositados sobre la mesa (¡haleee hop!, visto y no visto)…
         Y si el día luce un sol esplendoroso, como hoy, los guiris —igual que los caracoles— sacan sus cuernos al calor de la tarde y pululan más a menudo por delante del bar, donde no es necesario hacer un Fórum de las Culturas, porque sin recinto espectacular ni festividades absurdas, aquí se puede observar cómo conviven decenas de pueblos en conflicto cordial —o no tanto—, parapetados tras las paredes transparentes del barrio Gótico y el Raval.
         Aquí se sobrevive entre cervezas, tapas, vermuts, bocadillos, café, agua mineral, vino y cubatas, junto a la memoria urbanística del club de jubilados de la plaza. Los abueletes sólo intentan mantener la hora en que su reloj se paró, sosteniendo las manecillas con recuerdos.
         Yo todavía no tengo evocaciones suficientes para detener el mío y, francamente, me gustaría averiguar cuándo sucederá, sólo por curiosidad. Desde muy joven, sé que no es necesario morir para detener el tiempo. (La muerte es sólo una certeza biológica.)
         ¡Ay, cuántos recuerdos!...

2 comentarios:

  1. "sé que no es necesario morir para detener el tiempo". Me ha gustado mucho, Jordi! Gracias por compartirlo :)

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  2. ¡Mil gracias a ti, Silvia, me alegro de que te guste!!! ¡A ver cuándo nos deleitas con un poema tuyo en LITTERATURA!

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