sábado, 14 de diciembre de 2013

El vagón......Susana Torres

Finalista del I Concurso Litteratura de Relato

Aquella tarde la estación era gris, en el banco que había cerca de nosotros dormía un soldado desmadejado como una muñeca de trapo, a padre le dio lástima despertarle, así que nos sentamos encima de las maletas y trastos que llevábamos.
Hacía dos meses que mi padre había ascendido, y junto con el puesto llegó la noticia del traslado, él era ferroviario, como su padre. No era la primera vez que nos mudábamos, pero de eso habían pasado muchos años y yo era demasiado pequeña para recordar nada. Mis hermanos y yo estábamos nerviosos por el nuevo colegio, la nueva casa, teníamos que volver a hacer amigos y el curso hacía más de dos meses que había comenzado.
Después de no sé cuánto tiempo, llegó el tren y todos nos apresuramos a subir nuestras cosas, el jefe de estación se acercó a padre y vi por la ventanilla como se despedían con un abrazo, en aquel momento sonó el pito que avisaba de la inminente partida y sentí que algo se iba de nuestra vida para siempre.
Me gustaba viajar en tren, el traqueteo de los vagones y el ruido me abstraían de lo cotidiano, las ventanillas iban cerradas, aún estábamos en otoño y el frío de fuera iba empañando poco a poco los cristales.
Yo me entretenía jugando a quitar el vaho de los vidrios y a observar el paisaje distorsionado por la humedad. A padre le gustaba acercarse a sus compañeros y charlar, aunque de vez en cuando venía a ver cómo nos estábamos portando, mamá hacía ganchillo, absorta en los dibujos extraños y abstractos que continuamente inventaba.
Aún hoy, a través de los años, la recuerdo haciendo tapetes y colchas con la devoción de quien va hilando despacio el ovillo de una vida. Ella siempre tenía una sonrisa en la cara, era menuda, no llegaba al metro y medio, y tenía el cabello muy negro y rizado, rasgo que mi hermano Pedro y yo habíamos heredado; mis otros hermanos, Julio y Elisa, eran más claritos de tez y cabello, igual que padre, él era rubio y tenía unos ojos increíblemente azules, pero ninguno de sus cuatro hijos heredamos este rasgo de él. Era un hombre alto para su generación y eso hacía que fuera un tipo llamativo.
Pasaron las horas y a mediodía mamá nos dio los bocadillos que había preparado para el viaje, aún faltaba un rato para llegar a Cádiz, nuestro destino, y a medida que nos acercábamos nos íbamos poniendo más nerviosos, aunque todos intentábamos disimular un poco.
Oímos el aviso de entrada a la estación y nos levantamos para empezar a recoger nuestras cosas. Por fin llegamos al que sería nuestro alojamiento provisional.
Un vagón de mercancías. ¡Qué sorpresa! A mis hermanos les encantó, esto era una aventura, y empezaron a contar historias de vaqueros y trenes que leían con el abuelo, lector empedernido de las novelas del oeste y de aventuras que estaban de moda entonces, pero Elisa y yo nos llevamos una decepción, habíamos soñado con una casa en una ciudad nueva y aquello.... Intentamos que nadie se diera cuenta, aquel día me tragué las lágrimas, al fin y al cabo no conocíamos a nadie allí y padre no había tenido tiempo de encontrar una casa.
Estábamos deshaciendo los paquetes que llevábamos cuando nos dimos cuenta de que teníamos vecinos, justo en el vagón de al lado vivía una familia que tenía tres hijos varones de más o menos nuestra edad, que acudieron a ayudarnos.
No sé cuántas horas pasamos preparando y limpiando nuestro vagón, pero sin darnos cuenta empezó a caer la noche, y para entonces ya habíamos dispuesto los colchones, la mesa, las sillas, y el vagón empezó a llenarse de una suave sensación de calor debida al carbón que quemaba mi padre en la carbonera. Aquella lumbre iluminaba nuestros rostros y hacía brillar nuestros ojos, que empezaban a estar somnolientos por el cansancio. No sé cómo, pero mis padres habían conseguidoobrar el milagro de que todo, a pesar de las dificultades, fuera fácil y alegre, como siempre, teníamos una casa y la cena que estaba preparando mamá fuera olía de maravilla.
Al día siguiente, padre estuvo toda la mañana en la ciudad buscando casa mientras mamá seguía desempacando cosas. Mis hermanos y yo salimos a jugar por el campo y preparamos unos ramos de flores frescas para llevarlas a casa, habíamos asumido que aquel vagón iba a ser nuestra casa. Después de todo no estaba tan mal, teníamos un campo enorme para jugar, nuevos amigos y un montón de rincones y artilugios ferroviarios para inspeccionar.
Decidimos hacer un columpio con ruedas de vagón, travesaños de madera y trozos de cuerdas, así que nos pusimos manos a la obra. Pedro y Julio ayudaban a Juan a mover la rueda del vagón, había que trasladarla. Elisa y yo echábamos una mano en lo que podíamos, y así se nos fueron las horas de aquel día, planeando y preparando nuevos inventos.
Y llegó el primer día que fuimos a nuestro nuevo colegio. Nos habíamos puesto de limpio y ya estábamos preparados para salir, pero antes mamá nos advirtió que no dijéramos a nadie que vivíamos en un vagón.
Mientras íbamos por los andenes en dirección a la salida de la estación, me di cuenta de que no sabíamos cómo era la ciudad, no habíamos salido del recinto de la estación desde que llegamos, y lo más curioso es que no me importaba, empezaba a disfrutar de aquel entorno de libertad que teníamos.
Y así, el primer día de clase fue como todos los primeros días de clase, pero aquí la gente hablaba con un acento diferente que me hacía mucha gracia. En Cáceres, donde nosotros habíamos vivido casi siempre, la gente no era tan dicharachera, íbamos al parque con mamá y luego ya no salíamos de casa, aquí parecía que todo iba a cambiar, había más luz y padre nos prometió que nos llevaría a ver el mar. ¡Sí! El mar era algo inmenso que no conocíamos y que muchas veces había imaginado.
Cuando acababan las clases por la tarde, corríamos otra vez a nuestro escondite a seguir preparando el parque, que día a día íbamos construyendo, ya teníamos columpios y ahora los chicos estaban empeñados en fabricarse un coche.
A veces saltábamos el muro que rodeaba la estación para ir a comprar cacahuetes, haciendo esto nos ahorrábamos recorrer toda la estación para salir a la ciudad, y a medida que pasaban las semanas aquel muro enorme iba marcando mi pauta de comportamiento. Tras él estaba la ciudad, las buenas formas, mis vestidos de señorita, mientras aquí dentro estaba la libertad, el descubrimiento, los juegos interminables, y yo siempre tiznada de negro. Mamá nos reñía pero no nos importaba, éramos felices. Un día amanecimos todos, hasta mi padre, con las narices negras, el humo del quinqué se nos había pegado a lo largo de la noche en la nariz y mamá tuvo que frotarnos a fondo.
Fue esa misma mañana, cuando todos salíamos a jugar,que vimos por primera vez al señor Mateo, la primera impresión fue terrible, vimos un hombre debajo de un vagón hurgando entre el carbón, no sabíamos qué hacía y pensamos que lo mejor era espiarle.Después de mucho rato, salió de allí abajo todo despeinado y tiznado hasta los pelos con un saco lleno de carbón y nos vio, el susto fue mayúsculo.
El señor Mateo se presentó y nos hizo un trato, él venía todos los sábados a buscar un poco de carbón de los restos de las máquinas del tren, que luego vendía para ganarse unos duros. Era un señor bastante mayor y le costaba colarse por debajo de las máquinas, así que desde ese día, nosotros cada sábado le preparábamos el saco y él nos daba unas perras de propina que luego gastábamos en cacahuetes, naturalmente lo hacíamos a escondidas de nuestros padres, pero allí era posible tener un secreto.
Por fin llegó el día en que mi padre cumplió su promesa, nos llevó a la playa a ver el mar, aún siento el recuerdo de la brisa con su olor característico rozándome la cara, la inmensidad azul de aquel agua que nos mojó la ropa a todos en una ola sorpresa que se acercó a saludarnos. ¡Dios! Aquel día descubrí lo grande que era el mundo, infinito en sus formas, aquel horizonte que tenía ante mí, aquella maravilla libre y salvaje moviéndose suavemente. ¡Sí! Aquel día supe que el mundo tenía muchos colores y matices, y lloré de alegría.
Así fueron pasando los meses, padre no había encontrado una casa porque nadie quería alquilar un piso a una familia con tantos hijos, así que seguíamos viviendo en el vagón, que cada vez estaba más bonito, seguíamos con nuestras clases y también con nuestros juegos, parecía que el tiempo se había detenido en la estación.


Un día, al salir a la calle el aire azotó mi rostro, pinchándome, era el levante, la brisa que transportaba las diminutas partículas de arena de la playa, aquel viento se colaba por todas partes y mamá se desesperaba porque también irrumpía dentro de nuestro vagón. Fue aquella noche, cuando padre volvió azorado y con la mirada triste, que supimos que estaba enfermo, padre padecía de los bronquios desde que era niño y la humedad de Cádiz había agravado su dolencia.
Estuvo convaleciente muchos días, tumbado en el colchón mientras mamá le cuidaba, y en aquellos días nos enteramos de que teníamos un pariente lejano que vivía en la ciudad. Mamá corrió a verle y hablaron de nosotros, de cómo vivíamos en el vagón, también de la enfermedad de padre, así que el primo se comprometió a ayudarnos a encontrar casa, aquella noticia nos destrozó a mis hermanos y a mí, no queríamos irnos, éramos felices.
Papá se recuperó de su enfermedad, unas semanas más tarde ya teníamos nueva casa en las afueras de Cádiz. Volvimos a preparar las maletas para marchar, nos despedimos de nuestros vecinos y yo corrí por última vez por aquel campo maravilloso, salté por última vez el muro y jugué por última vez con el columpio de rueda de vagón que habíamos construido. ¡Sí! Esta vez me despedí de mi casa, porque aquí había sido feliz.
Cogí un trozo de carbón y en una de sus paredes escribí: “Me llamo María MG y he vivido aquí, 1955”.
Nunca volví a ver a mi querido vagón y, después de tantos años, ya no sé si lo reconocería, pero cada vez que veo pasar un tren de mercancías, mi memoria vuelve a traerme el olor a mar del Cádiz de aquellos días, del muro que separaba dos mundos y modos de vida. Mientras sigo mirando el tren, sigo buscando aquel vagón y aquella niña que allí vivió.

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