Aún retumban en mis oídos esas dos palabras.
Entré cabreado, ya no sé por qué, di un portazo y me fui a la
habitación. Y ahí estaba ella, con la cantaleta de siempre, tocándome
los huevos. Siempre con tus amigos, llegas aquí borracho y ya ni me
saludas. No lo soporté más, di media vuelta y me fui, ella me alcanzó en
la puerta y me pidió que no me fuera. La miré a los ojos, y con rabia
contenida, le dije apretando los dientes, te odio. Fue lo último que oyó
de mi boca.
Mamá, no te odio, te amo, siempre te he amado, pero sé que donde
estás no me puedes escuchar, para ti no son audibles los sonidos que
emitimos los espectros.
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