miércoles, 7 de mayo de 2025

Palabras......David Padrón Bustamante*

Finalista del V Concurso Internacional Litteratura de Relato  

Foto: Pawel_Czaja, Madre e hijo en el cementerio (istockphoto.com)

Se llama José Andino, como su padre. Acaba de cumplir los siete años y ahora el bus escolar lo lleva de la escuela a la casa de los abuelos. Ya no vuelve a su hogar, como acostumbraba, sino hasta la hora en que Elisa, su madre, va por él. En la escuela, José aprende el alfabeto. La m con la a es ma, dice la profesora ante la pizarra. Luego él ya está en la casa de los abuelos, donde las tardes parecen detenidas en medio de un silencio oscuro que se propaga en todas las direcciones. Allí, José recorre pasillos largos, combados, estrechos, sube peldaños acaracolados y cae en recámaras empolvadas. Su madre solamente le ha dicho que su padre volverá de la capital con un regalo de cumpleaños y entonces él ya no tendrá que regresar donde los abuelos. José, por su parte, cuando está a punto de perder la calma en medio de la oscuridad, escucha, nervioso, los tacones de su madre golpeando contra una acera lejana. Apenas ella atraviesa el umbral, el niño se deja envolver por el aroma dulzón que rodea ese cuerpo carnoso al que se aferra con todas sus fuerzas. Entonces ambos salen de la casa de los abuelos, dispuestos a caminar de vuelta a casa entre calles que se estiran bajo un cielo púrpura.

Cuando el repiqueteo de los tacos ya ha alcanzado la velocidad habitual sobre las aceras, José intenta descifrar las letras estampadas entre los carteles de lona que aparecen en el camino. Su voz da tumbos mientras vocaliza con esfuerzo. Pero ahora su madre ha empezado a tirar de su mano con fuerza, sin mermar el ritmo de sus pasos. Así, todos los letreros van quedando atrás, con sus signos velados, mientras el niño recuerda otras tardes. En aquellas tardes su madre disminuía la marcha, dándole el tiempo suficiente para que su mente peleara contra cada palabra, hasta que ella, movida por la compasión, resolvía los enigmas. Farmacias, mecánicas, tienda de abarrotes, iban quedando atrás mientras ellos restituían el ritmo habitual de sus pasos.
Cansado de esa nueva rutina, sin comprender el apuro con el que su madre camina desde que el bus escolar lo deja en la casa de los abuelos, José tira su diminuto cuerpo en sentido contrario al paso de su madre, pretendiendo restituir la cadencia justa de cada paso para así poder desentrañar los secretos de los carteles. Pero Elisa, aprovechando el peso de su cuerpo, tira en sentido contrario. Después de ese rápido forcejeo, ambos son impulsados con mayor agilidad en dirección a casa, dejando todos los letreros ilesos, bajo un cielo oscuro en el que ahora se extiende el laberinto del niño
Sin embargo, cada mañana la profesora sigue armando el alfabeto. Sobre una pizarra en la que la luz del sol rebota, esa mujer de caderas anchas engarza las vocales y las consonantes, dejando que las letras empiecen a cobrar vida. Con una regla de madera larguísima, va apuntando las sílabas en un pizarrón luminoso, mientras la boca de José, entre otras treinta bocas diminutas, repiten cada sílaba en coro.
Así corren los días para el niño. Otra vez la escuela. Otra vez la casa de los abuelos. Otra vez la noche púrpura cayendo en medio de ese cúmulo de palabras mutiladas. Pero la noche de un viernes, como si hubiese aparecido una nueva letra en la pizarra del aula, la madre de José camina con un ramo de rosas en su brazo. Son un cúmulo de pétalos rojos, como pequeños coágulos de sangre abiertos ante sus senos. Y con la otra mano, como ya es costumbre, tira del niño con impaciencia.
A la mañana siguiente, José no tiene escuela. Ve a su madre haciendo una llamada por teléfono. ¡Ah, entonces me toca llevarlo conmigo!, dice Elisa, y cuelga el aparato con fuerza. Suspira, toma el mismo atado de rosas de la mesa, toma un paraguas y tira de la mano del niño. Ambos avanzan por las calles bajo el golpeteo ensordecedor de la lluvia contra el paraguas y José se deja llevar sin resistirse. Caminan sobre calles empedradas. Al rato, descienden unas gradas empinadas en las que el niño ve torcerse los tacones de su madre. Por fin, la lluvia deja de caer en medio de un sendero húmedo donde ambos se detienen.
Cuando Elisa repliega el paraguas, aparece un cielo anaranjado sobre sus cabezas. Enfrente del niño queda una placa de mármol asentada en las ondulaciones de una colina, entre cientos de placas iguales. Sus ojos de inmediato encuentran letras sobre la placa mientras su madre coloca las rosas en un búcaro empotrado al mármol. Son letras torcidas en hierro forjado. Entonces José repite la primera sílaba con una voz vacilante, quebradiza. Luego ve a su madre, esperando que ella participe de su juego, ahora que se han detenido. Pero Elisa está petrificada al borde de la placa. Entonces el niño continúa por su cuenta. Sólo después de atar cada letra, después de vocalizar y memorizar cada sílaba, se revelan las palabras. José Andino, dice sobre la placa de mármol, entre esas letras torcidas en hierro forjado que el niño tiene ante sus ojos.
«José Andino», repite el niño en voz alta, y su madre se quiebra.
Quebrada, Elisa se arrodilla ante la placa, y el sol se muestra con toda su fuerza ante los ojos de José. 


Nac en Cuenca (Ecuador). Es abogado, con una especialidad en Derecho Constitucional, pero nos cuenta que ha abandonado su profesión por la literatura. Actualmente, vive en Madrid, donde estudia un Máster en Narrativa en la Escuela de Escritores. Por ahora, todo su tiempo lo dedica a la lectura y la escritura. Escribe relatos breves y poesía, y este año se encuentra incursionando en el trabajo novelístico. Varios de sus textos han sido publicados en distintos medios de su ciudad natal, como la «Gaceta Cultural de República Sur». Además, ha colaborado en diferentes proyectos artísticos, como curador y creador de textos. Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.

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