Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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Foto: Pawel_Czaja, Madre e hijo en el cementerio (istockphoto.com) |
Se
llama José Andino, como su padre. Acaba de cumplir los siete años y
ahora el bus escolar lo lleva de la escuela a la casa de los abuelos.
Ya no vuelve a su hogar, como acostumbraba, sino hasta la hora en que
Elisa, su madre, va por él. En la escuela, José aprende el
alfabeto. La
m con la a es ma,
dice la profesora ante la pizarra. Luego él ya está en la casa de
los abuelos, donde las tardes parecen detenidas en medio de un
silencio oscuro que se propaga en todas las direcciones. Allí, José
recorre pasillos largos, combados, estrechos, sube peldaños
acaracolados y cae en recámaras empolvadas.
Su
madre solamente le ha dicho que su padre volverá de la capital con un regalo de cumpleaños y entonces él ya no tendrá que regresar
donde los abuelos.
José,
por su parte, cuando está a punto de perder la calma en medio de la
oscuridad, escucha, nervioso, los tacones de su madre golpeando
contra una acera lejana. Apenas ella atraviesa el umbral, el niño se
deja envolver por el aroma dulzón que rodea ese cuerpo carnoso al
que se aferra con todas sus fuerzas. Entonces ambos salen de la casa
de los abuelos, dispuestos a caminar de vuelta a casa entre calles
que se estiran bajo un cielo púrpura.
Cuando
el repiqueteo de los tacos ya ha alcanzado la velocidad habitual
sobre las aceras, José intenta descifrar las letras estampadas entre
los carteles de lona que aparecen en el camino. Su voz da tumbos
mientras vocaliza con esfuerzo.
Pero
ahora su madre ha empezado a tirar de su mano con fuerza, sin mermar
el ritmo de sus pasos. Así, todos los letreros van quedando atrás,
con sus signos velados, mientras el niño recuerda otras tardes. En
aquellas
tardes su madre disminuía la
marcha, dándole el tiempo suficiente para que su mente peleara
contra cada palabra, hasta que ella, movida por la compasión,
resolvía los enigmas. Farmacias, mecánicas, tienda de abarrotes,
iban quedando atrás mientras ellos restituían el ritmo habitual de
sus pasos.
Cansado
de esa nueva rutina, sin comprender el apuro con el que su madre
camina desde que el bus escolar lo deja en la casa de los abuelos,
José tira su diminuto cuerpo en sentido contrario al paso de su
madre, pretendiendo restituir la cadencia justa de cada paso para así
poder desentrañar los secretos de los carteles. Pero Elisa,
aprovechando el peso de su cuerpo, tira en sentido contrario. Después
de ese rápido forcejeo, ambos son impulsados con mayor agilidad en
dirección a casa, dejando todos los letreros ilesos, bajo un cielo
oscuro en el que ahora se extiende el laberinto del niño.
Sin
embargo, cada mañana la profesora sigue armando el alfabeto. Sobre
una pizarra en la que la luz del sol rebota, esa mujer de caderas
anchas engarza las vocales y las consonantes, dejando que las letras
empiecen a cobrar vida. Con una regla de madera larguísima, va
apuntando las sílabas en un pizarrón luminoso, mientras la boca de
José, entre otras treinta bocas diminutas, repiten cada sílaba en
coro.
Así
corren los días para el niño. Otra vez la escuela. Otra vez la casa
de los abuelos. Otra vez la noche púrpura cayendo en medio de ese
cúmulo de palabras mutiladas. Pero la noche de un viernes, como si
hubiese aparecido una nueva letra en la pizarra del aula, la madre de
José camina con un ramo de rosas en su brazo. Son un cúmulo de
pétalos rojos, como pequeños coágulos de sangre abiertos ante sus
senos. Y con la otra mano, como ya es costumbre, tira del niño con
impaciencia.
A
la mañana siguiente, José no tiene escuela. Ve a su madre haciendo
una llamada por teléfono. ¡Ah,
entonces me toca llevarlo conmigo!,
dice Elisa, y cuelga el aparato con fuerza. Suspira,
toma el mismo atado de rosas de la mesa, toma un paraguas y tira de
la mano del niño. Ambos
avanzan por las calles bajo el golpeteo ensordecedor de la lluvia
contra el paraguas y José se deja llevar sin resistirse. Caminan
sobre calles empedradas. Al rato, descienden unas gradas empinadas en
las que el niño ve torcerse los tacones de su madre. Por
fin,
la lluvia deja de caer en medio de un sendero húmedo donde ambos se
detienen.
Cuando
Elisa repliega el paraguas, aparece un cielo anaranjado sobre sus
cabezas. Enfrente del niño queda una placa de mármol asentada en
las ondulaciones de una colina, entre cientos de placas iguales. Sus
ojos de inmediato encuentran letras sobre la placa mientras su madre
coloca las rosas en un búcaro empotrado al mármol.
Son
letras torcidas en hierro forjado. Entonces José repite la primera
sílaba con una voz vacilante, quebradiza. Luego ve a su madre,
esperando que ella participe de su juego, ahora que se han detenido.
Pero Elisa está petrificada al borde de la placa. Entonces el niño
continúa por su cuenta.
Sólo
después de atar cada letra, después de vocalizar y memorizar cada
sílaba, se revelan las palabras. José
Andino,
dice sobre la placa de mármol, entre esas letras torcidas en hierro
forjado que el niño tiene ante sus ojos.
«José
Andino», repite el niño en voz alta, y su madre se quiebra.
Quebrada,
Elisa se arrodilla ante la placa, y el sol se muestra con toda su
fuerza ante los ojos de José.
* Nació
en Cuenca (Ecuador).
Es
abogado, con una especialidad en Derecho Constitucional, pero
nos cuenta que
ha
abandonado su
profesión por la literatura. Actualmente, vive
en Madrid, donde estudia
un Máster en Narrativa en la Escuela de Escritores. Por
ahora, todo su
tiempo lo dedica
a la lectura y la escritura. Escribe
relatos breves y poesía, y este año se
encuentra
incursionando en el trabajo novelístico. Varios de sus
textos han sido publicados en distintos medios de su
ciudad natal, como la «Gaceta
Cultural de República Sur».
Además, ha
colaborado en diferentes proyectos artísticos, como curador y
creador de textos. Finalista
del V
Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.
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