Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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Foto: Ruaridh Connellan (Barcroft TV), Janice Haley con su tigre |
La
voz atronadora de la televisión hacía temblar los cristales,
amortiguando el golpeteo de las gotas de lluvia. Un olor a rancio
envolvía el comedor, donde los viejitos, envueltos en gruesas mantas
como dos momias, y con la calefacción a tope, roncaban en completa
armonía. De repente, sonó la alarma que avisaba de la toma de la
medicación. La viejita, dando manotazos a ciegas, consiguió
apagarla. Se puso sus gafas y apoyó las manos en el sofá para coger
fuerzas y poder levantarse. Pero se detuvo. Unos grandes ojos verdes
la contemplaban desde la ventana. Le seguían un bigotito y una bola
de pelo. —Pobrecito.
Seguro que tienes hambre.
Tras
varias intentonas, la mujer consiguió levantarse y se arrastró a la
cocina, acompañada del crujir de sus huesos. Cogió un platito de
leche, abrió la ventana y lo colocó en la repisa. En estas,
el abuelito se despertó con uno de sus resoplidos finales tras una
serie de resuellos in
crescendo. Antes
de que pudiera desperezarse, el gatito se coló en la casa, corrió
hacia él y se sentó en su regazo. Éste
se rio y lo besó en la cabecita como si se tratara de Julián. Se le
escapó una lágrima.
—Con
esos bigotes que tienes, te vas a llamar Bigotitos.
Y
así el animal, sin saberlo (o quizás sabiéndolo ya) pasó a formar
parte de la vida rutinaria de los abuelitos. El felino campaba a sus
anchas por todas las partes de la casa, menos una habitación, que
siempre estaba cerrada.
Los
ancianitos dormían en un cuarto pequeño, en un colchón cubierto de
edredones y mantas, que el animal adoptó como cama. Allí se
hundía por las noches entre los dos cuerpos enjutos, arropándose
con su calor, dejando que las manos de sus dos dueños lo masajearan
mientras él ronroneaba. Sucedió que al felino le gustaba mucho
estirarse. Y, para que el gatito estuviera cómodo y durmiera feliz,
sus dueños fueron yéndose cada vez más a los bordes de la cama,
dejando un espacio en el centro (más grande que sus propios
cuerpos).
Tenía
el felino su lugar en el baño con su comidita y bebida: un platito
con el pienso duro, que llenaba la mujer todas las mañanas con
galletitas de pollo, y otro platito para comida blanda de lata. Un
tercer cuenco se encontraba lleno de agua. Pero a Bigotitos le
gustaba mucho la comida, y no se conformaba con las galletitas
saladas de pollo. Con dos maullidos con tono de pena y una mirada
impasible con la cabeza hacia arriba, conseguía que sus platos se
rellenaran de nuevo, esta vez, además, con sopas suculentas para
gato y hasta trocitos de jamón. Si en vez de los maullidos, se
tiraba al suelo y daba varias volteretas, el efecto era mayor, pues
recibía ración triple aliñada de caricias. Sólo por hoy, no te
vamos a consentir, le decían a modo de reprimenda sus dueños,
mientras la escena se repetía cada día. Por las tardes el animal se
sentaba en el regazo de la viejita o el viejito, al son de los
sonidos ensordecedores del televisor, cuyas ondas atravesaban su
cuerpo y lo hacían vibrar a modo de masaje. Y entre los ronquidos,
los sonoros pedos del matrimonio y la voz del televisor, dormían los
tres en una sincronización perfecta.
Sucedió
que Bigotitos engordó cada vez más: sus huesos se alargaron, sus
carnes colgaban de éstos lustrosas, y los abuelitos lo contemplaban
con orgullo, sabiendo que eso era fruto de su buen cuidado. Lo cogían
en brazos y le daban besitos. El abuelito lo cepillaba todos los
días, le ponía cremita en las orejas por si le daba demasiado el
sol. La abuelita llegó a desarrollar una habilidad tremenda para
agacharse y recoger una pelotita de goma con la que el felino jugaba
y que le encantaba perseguir. También comenzó a tejer, algo que
había dejado de lado después de lo de Julián.
Hizo
primero una manta con lana muy suave, donde incrustó las letras de
BIGOTITOS, luego un gorrito y unos calcetines por si salía de paseo
por el jardín, no fuera a enfriarse. Guantes, una bufanda, un
protector del frío para la colita… La mujercita reía y
fantaseaba, bordaba prendas de diferentes colores, para que fuera
conjuntado. Su cabeza ardía de ideas de diseño de ropa que había
acumulado durante años, pero que enterró en el dolor del olvido,
por lo que ellos dos ya sabían y siempre callaban.
—Es
un milagro que esto esté ocurriendo, ¿verdad?
Y
el ancianito asentía.
El
felino comía tanto que creció hasta el punto de ocupar una silla
entera, y tenía tanta fuerza en las patas y en el lomo que era capaz
de andar sólo con las dos traseras, erguido, y con la cabeza bien
alta. Sus bigotes se volvieron tan largos que su dueña se los cortó.
Por otra parte, la ropa que le habían confeccionado se le quedó
pequeña.
—Toma,
mi pequeñito —comentaba la viejita mientras le hacía ropa más
grande a su mascota y se la ponía con gran cuidado.
Bigotitos
tenía cada vez más hambre, y con el fin de que las raciones le
cundieran, su dueña lo sentaba a la mesa con ellos y le servía,
junto a los platos de ellos, el siguiente menú: un cuenco lleno de
pienso de primero, una tarrina de comida húmeda Gourmet (la mejor
del supermercado) de segundo, y de postre, un vaso de leche. Éste
los engullía sin decir nada. No obstante, como no era suficiente, el
animal comenzó a devorar las raciones de pollo, los guisos de
estofado y otras cosas ricas que la viejita había cocinado para ella
y su marido, y que los ancianitos intercambiaron por las galletitas
de pienso que su mascota tenía siempre en el baño, las cuales
comían agachados allí, y que tampoco sabían tan mal.
Luego,
Bigotitos ocupaba el sillón de la abuelita, y ésta se sentaba en la
silla dura de madera en la que se ponían a comer en el comedor. Es
lo menos que podía hacer, pensaba la vieja, después de lo que le
había pasado por su culpa. La de ellos.
Un
día el gato encontró abierta la puerta de aquella habitación que
estaba siempre cerrada. Se coló y se subió a la única cama que
había, bastante más pequeña que la de los ancianitos, y cubierta
de peluches blandos. Cuando sus dueños lo vieron, profirieron varios
chillidos, se pusieron pálidos y después las lágrimas se escaparon
de sus ojos y no se pudieron detener.
—¿Me
habrás…..? —suplicaba la viejita, mientras contemplaba la foto
de un niño de seis años con ojos verdes y luego miraba al felino.
—Nunca
quisimos.… —decía el viejito, y sus palabras se entrecortaban
por los sollozos.
Se
arrodillaron. Y abrazaron y dieron besos sin límite a Bigotitos,
quien, desde la cama, contemplaba a sus dos dueños panza arriba
dejándose hacer.
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Lucía Oliván Santaliestra |
* Nació
en Huesca en 1981. Licenciada
en Filosofía por
la Universidad de Barcelona y en Traducción e Interpretación por
la Universidad de Pau (Francia).
Desde 2012 reside
en Alemania, donde es
docente de Filosofía, Música y Español en un instituto de
secundaria. Le
apasiona leer, escribir, viajar, las culturas y aprender lenguas
extranjeras. Ha
publicado relatos
en las revistas Alborismos,
Almiar,
Bitácora
de vuelos,
Extrañas
noches, El Narratorio, Letralia, Letras de Chile, Nagari, Monolito,
Odisea Cultural, The Weird Review, The Barcelona Review y
Compromiso
y Cultura,
y
en la revista de filosofía Aparte
Rei. Microrrelatos suyos han sido seleccionados para las antologías Microterrores, La primavera la sangre altera e Inspiraciones Nocturnas, de la editorial Diversidad Literaria. Ganadora
del VI Concurso de Relatos Antonia Ruiz Bujalante, del VI Concurso
Literario de Micronarrativa “Amando
se entiende la gente”,
del VII Concurso Literario de Haikus “Un
caleidoscopio de ideas”
y del IX Concurso Literario de Micronarrativa “Calzando
tus zapatos aprendí”;
finalista del
XXIV Concurso de Relatos Juan Martín Sauras y del
VIII Certamen de Relatos Pablo Olavide. Dos obras suyas
fueron
seleccionadas para el XI Certamen de Microrrelatos Javier Tomeo, y el cuento “A
que no hay huevos” fue
nominado en la sección Letras Criminales del III Concurso de Relatos El yunque de Hefesto. También
ha
recibido
varias
menciones de honor en diversos concursos de microrrelatos y haikus de las editoriales El Muro Letras, Creatividad
Literaria, Letras como Espada y Mundo Escritura. Su relato “El
asimilado” se
leyó
en
Cuentalia de Radio Ariete, de la revista Almiar.
Ha
recopilado
sus obras
en tres libros de relatos inéditos: Cuentos
de lo cotidiano y lo fantástico,
Brevísimos
y no tan breves
y La
maldición de las berenjenas y otras absurdidades.
Actualmente está
trabajando en una novela fantástica de corte histórico y crítica
social sobre la esclavitud, viajes en el tiempo y temas raciales. Finalista
del V
Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.
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