Tercer Premio (ex aequo) del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
¡Feliz Año Nuevo 2025 para tod@s!
Foto: Darío Grandinetti en Hable con ella, de Pedro Almodóvar |
Los
domingos que iba a pescar, madrugaba. En mi pueblo, el río Carcarañá
hace una curva, donde se une con el arroyito que viene del pueblo de
al lado. Justo ahí es donde más pique hay. Baja la barranca de
nuestro lado, de Córdoba. Del lado de Santa Fe todo está muerto,
agua estancada, pescados podridos en la orilla, seguro el campo ese
está lleno de ortigas. Deja el auto en el camino de tierra, un
Renault 18 color marrón pero no del feo, del otro marrón, del que
es más coca cola. Sin llave, porque quién se va a robar esa
carcacha, digo yo. Él me mira mal.
—Nadie
lo va a robar porque saben que es nuestro.
Está
enamorado del 18. Lo compró kilómetro cero, en el 86, el año en
que yo nací. Se lo chocaron, pero se ve que salió bueno porque
apenas se le notan los raspones. Tiene problemas con el embrague, él
es el único que sabe regularlo. Circula en tercera la mayor parte
del tiempo, es un automático adelantado a su época.
Un
tipo de rituales, mi viejo. Arranca el sábado a la tardecita,
preparando las cañas: un reel y un par de mojarreras. Chequea la
tanza, busca lombrices, abajo del limonero está la tierra más
húmeda. Sale antes del amanecer, nunca vuelve con pescados.
Ese
domingo abrió la puerta de la cocina con una sonrisa que nunca le
había visto a él, pero sí a mi hermano. La sonrisa de la vez que
se rompió un diente “pero no sabés, ma, el Willy que hice, tres
cuadras duré”.
Entre
las piernas de mi papá, un perro feo, de cara porfiada, gris, negro,
marrón, a saber de qué color sería el pelo sin la mugre.
—Estaba
solito en la orilla, no podía dejarlo. Aparte, vieras como me
seguía. Mirá lo que es.
Mi
mamá los miró como nos mira cuando decimos “ya voy” ante uno de
sus pedidos. Sólo basta eso para que se haga lo que ella quiere. Que
en este caso, supuse, era los dos afuera.
Me
sorprendí con su sentencia: “No puede dormir adentro y yo no lo
limpio ni le doy de comer. ¿Cómo se llama esa porquería?”.
—Moncholo
—dije mirando al perro—, no es tan feo para ser bagre.
Mi
papá estuvo de acuerdo.
El
Moncho enseguida se adaptó a crecer con cuatro chicos, era un poco
bruto pero no lastimaba. Motos y bicis que aparecían de repente por
la subidita de la entrada no se les ladraba. Nada de correr autos,
eso lo aprendió cuando se quebró una patita, el auto no lo chocó,
pero le agarró tal miedo que no se les acercaba. Sabía que podía
entrar cuando mi mamá, la macho alfa, no estaba. Se evitaban lo más
que podían. A nosotros no, nos seguía adonde sea que fuéramos.
Salvo si mi papá estaba en casa, entonces lo prefería a él.
Mi
abuela vivía cruzando los patios, sin tapiales ni tejidos de por
medio. Nosotros sobre calle Rioja, ella sobre Catamarca. La esquina
era de mi familia, el mejor campito para volar barriletes, jugar a la
pelota y a declaro la guerra libre. Cada tardecita mi viejo se
cruzaba a tomar mates con mi nona. El Moncho también iba. Todos
sabíamos que mi abuela separaba galletitas Vocación y cuando
pensaba que nadie veía, se las daba por debajo de la mesa.
Era
pillo el Moncho. Una mañana el patio amaneció lleno de plumas.
Limpiamos la evidencia apenas nos dimos cuenta de lo que había
pasado: a los Peralta se les había escapado una ponedora, la
Suricata, que siempre andaba cogoteando sobre el tapial. Cayó a
nuestro patio de noche, asustó al perro, que de dos zarpados la
destrozó y siguió durmiendo como si nada. A los Peralta les negamos
todo, más vale. La siguiente gallina fugitiva corrió mejor suerte.
No sé si porque se cruzó de día, porque no le dimos tiempo o
porque no era chusma, cuando aparecieron los vecinos en casa y fuimos
al patio, ella y el Moncho convivían como si fueran amigos.
Mi
abuela murió por mala praxis en una operación de rutina. La
impunidad de los médicos de pueblo me enseñó a odiar. Después de
la muerte de mi hermano, se me hizo difícil llorar otros muertos,
como si todo el dolor que pudiese sentir en mi vida entera lo hubiese
gastado con él. Claro que la iba a extrañar, la adoraba, sólo creí
que ya no quedaba nada de mí que pudiera romperse.
Hasta
esa tardecita de junio, dos días después del velorio, cuando lo
escuché. No era un grito ni un lamento, así sonaba sentirse herido,
lo sabía aunque nunca antes lo hubiera escuchado. Salí a la galería
y miré al patio de mi abuela. Mi viejo sentado en su reposera, supe
por el movimiento de sus hombros que lloraba. Un codo apoyado sobre
la pierna, la otra mano sobre el perro. El Moncho se dejaba
acariciar, era él el desgarrado. Sobre la mesa, un plato con
galletitas Vocación sin tocar.
Gabriela Stringa |
No me cave el pecho de orgullo,con palabras simples te lleva a revivir historias😍👏
ResponderEliminar¡¡Muchas gracias de parte de la autora, Anónimo!!!
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