martes, 31 de diciembre de 2024

Lo que trajo el río......Gabriela Stringa*

Tercer Premio (ex aequo) del V Concurso Internacional Litteratura de Relato
¡Feliz Año Nuevo 2025 para tod@s!

Foto: Darío Grandinetti en Hable con ella,
de Pedro Almodóvar
Mi papá no es la persona que hay que llamar cuando se rompe algo de la casa. La vez que el inodoro perdía agua por la base, le puso cemento y santo remedio, dijo. Hizo el contrapiso del frente sin escuadra y quedó como una alfombra mágica. Le falta pericia, le sobra voluntad.
        Los domingos que iba a pescar, madrugaba. En mi pueblo, el río Carcarañá hace una curva, donde se une con el arroyito que viene del pueblo de al lado. Justo ahí es donde más pique hay. Baja la barranca de nuestro lado, de Córdoba. Del lado de Santa Fe todo está muerto, agua estancada, pescados podridos en la orilla, seguro el campo ese está lleno de ortigas. Deja el auto en el camino de tierra, un Renault 18 color marrón pero no del feo, del otro marrón, del que es más coca cola. Sin llave, porque quién se va a robar esa carcacha, digo yo. Él me mira mal.
            —Nadie lo va a robar porque saben que es nuestro.
          Está enamorado del 18. Lo compró kilómetro cero, en el 86, el año en que yo nací. Se lo chocaron, pero se ve que salió bueno porque apenas se le notan los raspones. Tiene problemas con el embrague, él es el único que sabe regularlo. Circula en tercera la mayor parte del tiempo, es un automático adelantado a su época.
      Un tipo de rituales, mi viejo. Arranca el sábado a la tardecita, preparando las cañas: un reel y un par de mojarreras. Chequea la tanza, busca lombrices, abajo del limonero está la tierra más húmeda. Sale antes del amanecer, nunca vuelve con pescados.
        Ese domingo abrió la puerta de la cocina con una sonrisa que nunca le había visto a él, pero sí a mi hermano. La sonrisa de la vez que se rompió un diente “pero no sabés, ma, el Willy que hice, tres cuadras duré”.
         Entre las piernas de mi papá, un perro feo, de cara porfiada, gris, negro, marrón, a saber de qué color sería el pelo sin la mugre.
           —Estaba solito en la orilla, no podía dejarlo. Aparte, vieras como me seguía. Mirá lo que es.
          Mi mamá los miró como nos mira cuando decimos “ya voy” ante uno de sus pedidos. Sólo basta eso para que se haga lo que ella quiere. Que en este caso, supuse, era los dos afuera.
          Me sorprendí con su sentencia: “No puede dormir adentro y yo no lo limpio ni le doy de comer. ¿Cómo se llama esa porquería?”.
           —Moncholo —dije mirando al perro—, no es tan feo para ser bagre.
           Mi papá estuvo de acuerdo.
           El Moncho enseguida se adaptó a crecer con cuatro chicos, era un poco bruto pero no lastimaba. Motos y bicis que aparecían de repente por la subidita de la entrada no se les ladraba. Nada de correr autos, eso lo aprendió cuando se quebró una patita, el auto no lo chocó, pero le agarró tal miedo que no se les acercaba. Sabía que podía entrar cuando mi mamá, la macho alfa, no estaba. Se evitaban lo más que podían. A nosotros no, nos seguía adonde sea que fuéramos. Salvo si mi papá estaba en casa, entonces lo prefería a él.
         Mi abuela vivía cruzando los patios, sin tapiales ni tejidos de por medio. Nosotros sobre calle Rioja, ella sobre Catamarca. La esquina era de mi familia, el mejor campito para volar barriletes, jugar a la pelota y a declaro la guerra libre. Cada tardecita mi viejo se cruzaba a tomar mates con mi nona. El Moncho también iba. Todos sabíamos que mi abuela separaba galletitas Vocación y cuando pensaba que nadie veía, se las daba por debajo de la mesa.
          Era pillo el Moncho. Una mañana el patio amaneció lleno de plumas. Limpiamos la evidencia apenas nos dimos cuenta de lo que había pasado: a los Peralta se les había escapado una ponedora, la Suricata, que siempre andaba cogoteando sobre el tapial. Cayó a nuestro patio de noche, asustó al perro, que de dos zarpados la destrozó y siguió durmiendo como si nada. A los Peralta les negamos todo, más vale. La siguiente gallina fugitiva corrió mejor suerte. No sé si porque se cruzó de día, porque no le dimos tiempo o porque no era chusma, cuando aparecieron los vecinos en casa y fuimos al patio, ella y el Moncho convivían como si fueran amigos.


Mi abuela murió por mala praxis en una operación de rutina. La impunidad de los médicos de pueblo me enseñó a odiar. Después de la muerte de mi hermano, se me hizo difícil llorar otros muertos, como si todo el dolor que pudiese sentir en mi vida entera lo hubiese gastado con él. Claro que la iba a extrañar, la adoraba, sólo creí que ya no quedaba nada de mí que pudiera romperse.
       Hasta esa tardecita de junio, dos días después del velorio, cuando lo escuché. No era un grito ni un lamento, así sonaba sentirse herido, lo sabía aunque nunca antes lo hubiera escuchado. Salí a la galería y miré al patio de mi abuela. Mi viejo sentado en su reposera, supe por el movimiento de sus hombros que lloraba. Un codo apoyado sobre la pierna, la otra mano sobre el perro. El Moncho se dejaba acariciar, era él el desgarrado. Sobre la mesa, un plato con galletitas Vocación sin tocar.

Gabriela Stringa
*
Nac en Cruz Alta (Córdoba, Argentina) en 1986, y reside en Rosario (Santa Fe) desde 2005. Es contadora de profesión y escritora por vocación. Desde 2022, asiste semanalmente al taller de escritura en la escuela El Cuaderno Azul, bajo la tutela de Romina Tamburello. Nos cuenta que todos los martes es feliz. Ha ganado el Primer Premio en el IV Certamen Internacional de cuento corto de la Casa Regional de Castilla - La Mancha de Parla (2023). Ha publicado dos relatos en el diario «Página 12», y uno de sus cuentos fue seleccionado para la antología de relatos eróticos de la Editorial Letras Negras (2024). Ha obtenido el Tercer Premio (ex aequo) del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato.

2 comentarios:

  1. No me cave el pecho de orgullo,con palabras simples te lleva a revivir historias😍👏

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