miércoles, 29 de enero de 2025

El culo, la mejor moneda de cambio......Lauro Cruz Sánchez*

Finalista del V Concurso Internacional Litteratura de Relato 

Cartel: Mia Goth en Nymphomaniac, de Lars von Trier

Esta historia puede ser un eructo de alcantarilla con remitente de la colonia Doctores. También pudo haber brotado de alguna cloaca de la Buenos Aires y, si me apuran, les diré algo: fue parida en los basureros clandestinos de la Obrera; aunque, para ser honestos, emergió de los charcos de agua maloliente que ilustran el rumbo y forman parte del paisaje cotidiano de este “triángulo funesto”, conformado por dichas colonias... Lo cierto es que, escondido tras la capa de la noche, aprovechando los faroles apagados —rotos a propósito por los habitantes del vecindario, como una forma de ocultar sus fechorías—, Joaquín caminaba por la calle Doctor Arce, al lado del mercado, con una misión sobre sus espaldas: acabar definitivamente con la existencia de una intrusa que, durante años, había usurpado un lugar en la familia: la gata.

A estas horas de la noche reinaba siempre una cierta confusión. Las calles mostraban los rezagos de la frenética actividad desarrollada durante el día en medio de un imperturbable y monótono rumor: cajas de cartón apoyadas sobre las paredes, residuos de comida inspeccionados por perros y gatos famélicos, trozos de tablas y vidrios, bolsas con basura, rotas ya por los mismos animales o por pepenadores furtivos.
Era una absurda y añeja promesa que Joaquín se había hecho a sí mismo durante bastante tiempo: desaparecer a esa molesta y mimada mascota —que sólo soportaba su mujer— a la primera oportunidad que encontrara a su paso, y ésta había llegado tras un capricho del destino: debido a severas complicaciones renales que derivaron en desperfectos del páncreas y al final terminaron por afectar todo su sistema inmunológico, la vida de su esposa se esfumó; y ahora, a seis meses del suceso, Joaquín —de rostro franco, mirada sincera y regular estatura— se disponía a cumplir con su propósito, aprovechando la complicidad de las sombras. Durante algún tiempo —a espaldas de Joana, su mujer—, intentó expulsar de la casa al animal con desprecios y maltratos, pero ésta, mañosa, se refugiaba en el alma incauta de Joana.  Ella cargaba dócilmente su cuerpo gris y acariciaba con vehemencia sus diminutas orejas, desenrollando su larga cola gris, con manchas negras.
De tal manera que, aquella noche de invierno, con la decisión colgada de sus cejas y el viento helado embistiendo su rostro, después de engañar con residuos de comida al animal —colocados en la profundidad de una funda para almohada—, Joaquín salió de su domicilio con el costal en brazos, para inspirar confianza a su presa. El felino protestaba con movimientos frenéticos.
Sin embargo, en el primer poste sin farola que surgió a su paso, azotó con fuerza el costal, con el cuerpo de la Monina dentro —ése era el destino de la infortunada—. Fue un golpe seco, macizo, duro… Repitió la escena a lo largo de varias calles y en diferentes postes; siete, para ser exactos, ya que el oscuro personaje consideraba que en cada golpe acabaría con una vida del animal… y, de paso, con algunos recuerdos de su esposa, que pesaban como sacos de cemento sobre su espalda: 1) Su absurda veneración a la Santa Muerte. 2) Su ridícula manera de bailar, pensando que se veía cachonda. 3) El rechazo absoluto a la sodomía, porque eso era “para las putas, no para señoras decentes”. 4) Los incoherentes reproches que afloraban cuando se emborrachaba. 5) Su fétido aliento, que nunca quiso tratarse, a pesar de insistirle hasta el cansancio. 6) La adoración profesada a Chayanne, porque estaba “buenísimo, el muchachote”. Y 7) Su despreciable bipolaridad, causante de tantas peleas entre ellos. En ese orden fueron exorcizados los demonios, creados durante veintiséis años... siete certeros golpes, siete vidas segadas, siete estigmas entregados a la noche que formaron un sordo y trémulo murmullo en el ambiente. Dentro del morral, la gata, moribunda ya, casi desfallecida, pataleaba y se agitaba con las últimas convulsiones de la muerte.
La luna jugueteaba con las gruesas gotas de sangre negra, espesa y humeante, que se desprendían del animal, lentas y pausadas, sobre las calles sin almas vivientes, otorgándoles un siniestro brillo. El camino continuaba marcado, sólo que ahora los rastros eran purpúreos, fúnebres, aciagos. En el funesto cielo, por encima de los edificios, las negras nubes daban un espectáculo atroz; sin embargo, la ciudad permanecía impasible. Joaquín bebía a grandes sorbos el aire glacial de la intemperie.
Seis cuadras adelante, el cuerpo exangüe de la mascota fue depositado sobre la cortina verde de una imprenta, propiedad de un viejo conocido, en la esquina de Bolívar y Gutiérrez Nájera.
De regreso a su casa —un pequeño cuarto donde vivía hacinado con sus dos hijas—, la noche mostraba tintes cada vez más oscuros y siniestros; sin embargo, Joaquín, lejos de amilanarse, sentía timbales de rumba en su pecho y caminaba alegre, con pasitos discretos en la oscuridad, acomodando a ese ritmo “Yo no fui”, la canción que Pedro Infante hiciera inmortal: “Si te vienen a contar cositas malas de mí…”, exhalando brumas de mediocridad —pícaro y malicioso como un diablo, con una jeta sarcástica y burlona, sin ningún asomo de remordimiento por la acción ejecutada momentos antes.
Había eliminado un problema diario, una preocupación cotidiana, una boca que alimentar y, al mismo tiempo, pudo exorcizar los endemoniados vestigios de aquella relación en franco deterioro en la que, de no haberse interpuesto la fatalidad, la separación habría sido inevitable. Ahora, la noche rebosaba seducción. Podía percibir aires de melancólica alegría en las calles desiertas.
La situación económica en casa de Joaquín iba cada vez más en detrimento, sin la aportación que Joana entregaba cotidianamente, lavando ropa ajena. Meses atrás, cuando la salud de su esposa comenzó a deteriorarse, no pudo continuar pagando la renta en la vecindad donde vivía, al lado de su esposa y sus dos hijas —Jovana, de quince años, y Joselín, de veintidós—, y tuvieron que desalojar la modesta vivienda.
Un generoso vecino con fama de pederasta, dueño de un taller mecánico —al que regularmente Joaquín hacía dudosos favores—, se apiadó de él y su familia. Los confinó en el pequeño cuarto de los trebejos del taller, que hoy ocupaban —tal vez con la malvada intención de tenerlo cerca—. Esa era su morada.
De tal manera que Joaquín, de cuarenta y cinco años, rostro neutro con una rara mezcla de bondad y perfidia, pelo lacio, bigote abultado y mirada triste, hacía las veces de velador y ayudante “en general”, a cambio de la paupérrima vivienda. Debido a su indolencia, no encontró otra salida que aceptar aquella truculenta dádiva. Vivía acorralado, denigrado, sometido y escarnecido en su estrecho recinto… aunque con un as bajo la manga.
Al entrar en su casa, encontró a Jovana tumbada en la parte inferior de la litera, bocarriba, la pierna cruzada, los pies desnudos y los brazos en alto, sosteniendo su celular. El padre se sentó en la orilla de la litera. Como un acto reflejo, ella le echó los pies sobre las piernas. El padre inició un leve masaje.
¿No te ha hablado tu hermana? —Sus manos se paseaban lentamente sobre la piel de su hija. Disfrutaba la perfección de cada uno de sus dedos. Jovana no contestó.
Jovanita… —oprimiendo un dedo con suavidad, con el rostro suplicante y risueño, el padre exigía respuestas.
No, Joaquín, no ha llamado. —Sus ojos negros, soberbios y luminosos, se encontraban anclados en el aparato; la chica hizo un gesto de fastidio y recogió sus pies—. ¿Cómo te fue con la Monina?
Bien, hija, bien, hablé con ella muy seriamente —bromeó— y le pedí que no regresara a la casa, que comprendiera nuestra situación, que su “mamá” no regresaría nunca más. Espero que me haya entendido, aunque… ¡ya no se puede confiar ni en los putos gatos, carajo! Bueno… esperemos que tu hermana no tarde... —Sacó su teléfono instintivamente del bolsillo del pantalón, tal vez para ponerse a tono. Jaló las piernas de su hija, y continuó con el masaje. Más tarde, ya bromeaban por Inbox; ella, disfrutando las caricias paternas; él, las bromas adolescentes y la belleza de sus pies. 
Me encanta la perfección de tus dedos, son iguales a los de tu madre, que en paz descanse…”
Y tú tienes la cara más tonta que he visto en el Face, ha, ha, ha, ha”las risas iban acompañadas de un emoticón.
Cuando el toqueteo subía por arriba de los tobillos —el padre ya era presa de febril agitación; sus ojos brillaban como dos brasas—, la alarma interna de la chica le indicaba ponerse de pie e ir al excusado, que se encontraba en el patio del taller. Salió del cuartucho exhalando por la nariz su descontento y las primeras quejas de su fastidio. Esto sucedía como una especie de rito cotidiano.
Jovana tardó más de quince minutos en el retrete, jugando con el celular. Al regresar, encontró a su hermana recostada en la cama, fingiendo dormir, y a su papá sentado a la mesa, esperándola para cenar. Joselín había traído quesadillas y refrescos.
Tu hermanita no se siente bien —el padre acercó su rostro al de su hija y bajó la voz—, creo que el molesto “abonero” está cerca. —Así identificaban a la menstruación en la familia—. Cenemos, pues, para que te duermas pronto. No hagas ruido. Yo debo salir, me toca pagar la renta.
De acuerdo, padre, pero con “res-pon-sa-bi-li-dad”, ¿eh?
Qué rápido aprendes, chingada chamaca, espero que lo pongas en práctica cuando te llegue el momento.
¿Otra veeeez? —Jovana sonrió con malicia.
¿O sea que ya…? ¡Hija de la ch…! Quedamos que me avisarías pa' que yo… ¡En vano tantos putos consejos, carajo!
Estoy bromeando, estoy bromeando, Joaquín, relájate. —La joven se divertía con las caras de su padre—. Lo tengo muy presente: el pedo no es la cogida, es el embarazo, ¿ok? Y ya que te vas, tárdate todo lo que quieras, ¿eh? Voy a atender a mi hermana.
¡Cochinas! —Salió del cuartucho con una sonrisa en la comisura de los labios, meneando negativamente la cabeza. 
Estaba satisfecho de la nueva relación que había logrado con sus hijas, después de la muerte de la jefa. Sentía que había obrado acertadamente al hablar al chile” con ellas, pues la familia estuvo a punto de irse al traste cuando faltó la doña. Las chamacas se volvieron más rebeldes que antes e incluso tuvo que usar los golpes con ambas, de lo cual estaba arrepentido. Las dos lo amenazaron con irse de su lado. Una noche, sintiéndose al borde del abismo, las llamó a cuentas, pidió perdón de la mejor manera posible y fue tajante con lo que él consideraba su enseñanza máxima: “Las prefiero putas que drogadictas o rateras, o ver que algún pendejo las maltrate y las lleve a un lugar igual o más jodido que éste, como la casa de la suegra, por ejemplo. Soy capaz de levantar a ese baboso. Yo, por ustedes, sí mato a un cabrón.”
Joselín se tomó la palabra paterna al pie de la letra y ya ejercía el oficio con dignidad. Su padre controlaba ingresos y egresos. “Yo me ocuparé de prepararles la comida y procuraré a tu hermanita con las necesidades de su escuela, hija, pero tienes que apoyarme con los gastos, ya ves que, de un tiempo acá, no las traigo todas conmigo.”
¿Y tú, papá, con cuánto vas a apoyar a la causa?
¡Yo soy el dueño del putero, a mí no me estén chingando!
Así funcionaba la familia “Jou”, como la bautizó Joaquín.
Al quedarse solas, Jovana se acercó a su hermana mayor, acurrucándose a su lado en posición fetal. La abrazó. Joselín sollozaba. También era un rito. Ambas hermanas se consolaban. Ora una, ora la otra, pero siempre se prodigaban consuelo. La herida por la muerte de su madre aún estaba muy fresca y les causaba constante depresión.
¿Quieres un té, manita, pa’ los cólicos? —Jovana ya había puesto a hervir agua en su estufa de dos quemadores y ejercía un suave masaje sobre los hombros, primero, y se dirigía hacia la espalda baja de la hermana, después, muy cerca de las nalgas, como se lo hacía su padre desde niña, haciéndola estremecer, conteniendo el aliento, atento el oído y atentos los ojos.
Joselín se dio vuelta. Abrazó a su hermana, sin poder reprimir el llanto.
Sí, hermanita, gracias… aunque esta vez no es “el abonero”. —Entre sollozos, la mayor correspondía a las caricias reconfortantes de la menor e, incluso, llegaba hasta las nalgas, como lo practicaban desde niñas—. Hay muchas cosas que no se le pueden contar a nuestro padre, por muy open mind que se crea.
Las dos hermanas se levantaron de la litera y se sentaron a la mesa. Al calor de una taza de té, Joselín contó a Jovana que el anciano con el que estuvo apenas unas horas antes, don Miguel, se había puesto “muy loco, ya estaba bien borracho, el wey” y quiso sodomizarla, por la fuerza. Ella se defendió, pero aquel viejo era más fuerte. Mostró sus brazos, piernas y espalda a la menor, donde las huellas de la violencia amenazaban con expandirse y hacerse más notorias. Su voz se escuchaba como un grito en llano desierto.
¡Yo no sé cómo me la quería meter, si apenas se le para al pinche viejo! —Ahora el hielo se había roto; las risas locas sacudían todos sus cuerpos, pues Joselín —cabello lacio y largo, un bello rostro ovalado, piel morena, mirada viva, y unos exquisitos labios que incitaban a morderlos— hacía genuflexiones y ademanes muy simpáticos—. ¡Pero qué le vamos a hacer, manita! Así es esto de las gelatinas, como decía mamá.
Sonrió, con aquella sonrisa sensual de sus labios gruesos.
Oye, hermana, ¿y por qué te gusta acostarte con puros viejitos? ¿Eres geriapeuta o qué?
Geriaputa, más bien. —Las carcajadas se escucharon de nuevo por todos los rincones del taller. Habían recuperado la fresca lozanía de su niñez—. Tal vez no sepa explicarlo, pero me siento más segura de mí misma cuando los viejos me seducen. Es algo bondadoso, como de un oscuro placer, que me excita cuando estoy con ellos. Muchas veces acabo masturbándome, pues no encuentro la fuerza necesaria en sus vergas… ¡Qué pena!… Aunque debo admitirlo: eso también me excita… te repito, no lo tengo muy claro. Pero de algo sí estoy segura: no quiero volver a embarazarme, esa es otra de las razones... tú sabes...
El ambiente se ensombreció. Al volver la vista hacia el pasado, en los ojos negros de Joselín, en su dulce mirada e indulgente expresión, tiritaba una lágrima; no pudo contener un hilo de llanto. El recuerdo de la hija regalada apenas tres meses antes era otra herida reciente. Dolía mucho. “En las condiciones que vivimos, es imposible cuidar a una criatura. Tienes que darla en adopción”, había sentenciado su padre. Joselín no pudo negarse. Si algo admiraban de su progenitor era la sangre fría y el cerebro calculador. Se abrazaron, como muestra de solidaridad.
A mí me gustaría experimentar con mujeres —Jovana quiso sacar a flote la nave, pues sintió que naufragaban y, por primera vez, la menor se ruborizaba al hacer tal confesión a su hermana. Brilló en sus ojos claros y siempre benévolos un relámpago de alegría—, no sé, a ver qué sucede cuando llegue mi turno, después de la secundaria, claro.
Pues sí, manita, estoy de acuerdo contigo y, de paso, también evitas los putos embarazos —Joselín secaba sus lágrimas con rabia y animaba a Jovana.
Más tarde, la noche caía con todo su peso. Rendidas por el sueño, las hermanas ya dormían a placer. Jovana, a la orilla de la cama, abrazaba a Joselín contra la pared. No se percataron de la llegada del padre, ni del aliento alcohólico y el olor a mariguana que de él emanaban, combinándose con el aroma ácido de los cuerpos y el ambiente a comida barata que el cuartucho guardaba.
Era parte de otro rito. Hoy era el turno de la menor. Otro día cambiarían los papeles. Las mantas dejaban ver gran parte del cuerpo de Jovana. La pierna izquierda, estirada y desnuda por completo. Joaquín se colocó a sus pies e inició de nuevo el fino masaje. Aquella extraña tibieza, aquellos efluvios de púber perversa lo inundaron. Se abandonó. Besó con unción cada uno de sus dedos, chupándolos después, recorriendo centímetro a centímetro la piel de su hija. La mano temblorosa se extendía hacia las nalgas. La muchacha dormía o sólo fingía hacerlo. Se revolvía inquieta con los ojos cerrados. Soñaba o imaginaba que viajaba en un transporte público. La guapa señora de enfrente abría las piernas por completo. Jovana quería alcanzar el sexo de la pasajera con la punta del pie. Joaquín pensaba que la muchacha buscaba su verga, se la acercó... Padre e hija aumentaban el ritmo de su respiración. En la una, imperaba la desesperación; en el otro, la angustia y la lujuria. Ambos emitían cortos gemidos. Los de Joaquín fueron gritos reprimidos al eyacular sobre una servilleta de papel, de hinojos en el piso, con los dedos de su hija en la boca. Fue como arrojarse a un torbellino; la habitación daba vértigo; era como un vuelo paternal desenfrenado, impetuoso, ciego e irreparable. A lo lejos, la noche le enviaba el rumor sordo de autos y ladridos, sin una brizna de aire.

A la mañana siguiente, la casa exhalaba un nuevo aroma, mezclado con podredumbre y frescor. Como otro aspecto del rito, Joaquín despertaba a sus hijas con café y pan dulce, sobre una charola de plástico.

A ver, mis reinas, la vida tiene que continuar. Ya nos está llamando en las calles… ¡Arriba, corazones!
Las muchachas despertaron poco a poco. El amanecer era como una punzada de alfileres en los ojos. Gruesas legañas les impedían la vista. No obstante, poco después recibieron con agrado el desayuno que papá les ofrecía.
Oye, hija —se dirigió a Joselín—, no tenemos nada para el almuerzo, ¿cómo nos fue?
Tallándose los ojos y arreglándose los cabellos, la hija mayor señaló un lugar en el ropero. El padre fue a revisar.
¡A todas madres! —Al palpar la cantidad de dinero con las manos, se sintió feliz por sus logros y orgulloso de sus proezas—. Cada día me admiro más, chingá, y mucho menos me arrepiento de haberles dado tan buenos consejos. No cabe duda que el culo es la mejor moneda de cambio que existe a nivel mundial y en todo el mundo, ¡carajo, Doctoooorrrr! –esto último lo expresó sonriendo, transformado en Christian Martinoli, un comentarista deportivo de TV Azteca. A las chicas les parecía un tipo la mar de divertido y carismático…
              Así transcurría la vida en el minúsculo mundo de la familia “Jou”. 


Lauro Cruz Sánchez

Escritor a tiempo completo de 69 años, originario de la Ciudad de México. Sus temas, generalmente, son historias callejeras como ésta y, como podéis ver, su estilo es directo y sencillo. Se considera un fotógrafo de la realidad. Graduado en la desaparecida Preparatoria Popular Tacuba, en el tercer semestre abandonó sus estudios de Economía en la UNAM para dedicarse a trabajar en el ramo de las artes gráficas y la edición de libros y revistas durante cuarenta años. Nos cuenta que es un rockero de la vieja guardia y pretende llevar su literatura a los sectores más bajos de la población. Uno de sus principales objetivos es promover el gusto por la lectura entre los más jóvenes, y que l@s lector@s se identifiquen con los protagonistas de sus cuentos. Ha publicado una novela, Seis mujeres (Ediciones Texto e Imagen), y nueve libros de relatos: Pequeños cuentos para David (2006), Crónicas de taxistas, ¿Crees en el destino?, Tragedias dentro y fuera de la cancha, Y todo por el rock'n roll, Crímenes inevitables, Cuentitos malditos (Ed. Texto e Imagen y UTA Bar, 2019), Una llama consumida por sí misma (Ed. Texto e Imagen y UTA Bar, 2019) y Seductores de la calle I y II (Ed. Texto e Imagen, 2023), basado en la Canción del oro de Víctor Manuel e impreso gracias a la Pensión del Bienestar de la 4ª Transformación. Su creación literaria ha sido reconocida en Chile, Argentina, Costa Rica, España y México. Ganador ex aequo del III Concurso de Relato y finalista del V Concurso Internacional Litteratura de Relato.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...