Finalista del V Concurso Internacional “Litteratura” de Relato
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Cartel: Mia Goth en Nymphomaniac, de Lars von Trier |
Esta
historia puede ser un eructo de alcantarilla con remitente de la
colonia Doctores. También pudo haber brotado de alguna cloaca de la
Buenos Aires y, si me apuran, les diré algo: fue parida en los
basureros clandestinos de la Obrera; aunque, para ser honestos,
emergió de los charcos de agua maloliente que ilustran el rumbo y
forman parte del paisaje cotidiano de este “triángulo funesto”,
conformado por dichas colonias... Lo cierto es que, escondido tras la
capa de la noche, aprovechando los faroles apagados —rotos a
propósito por los habitantes del vecindario, como una forma de
ocultar sus fechorías—, Joaquín caminaba por la calle Doctor
Arce, al lado del mercado, con una misión sobre sus espaldas: acabar
definitivamente con la existencia de una intrusa que, durante años,
había usurpado un lugar en la familia: la gata.
A
estas horas de la noche reinaba siempre una cierta confusión. Las
calles mostraban los rezagos de la frenética actividad desarrollada
durante el día en medio de un imperturbable y monótono rumor: cajas
de cartón apoyadas sobre las paredes, residuos de comida
inspeccionados por perros y gatos famélicos, trozos de tablas y
vidrios, bolsas con basura, rotas ya por los mismos animales o por
pepenadores furtivos.
Era
una absurda y añeja promesa que Joaquín se había hecho a sí mismo
durante bastante tiempo: desaparecer a esa molesta y mimada mascota
—que sólo soportaba su mujer— a la primera oportunidad que
encontrara a su paso, y ésta había llegado tras un capricho del
destino: debido a severas complicaciones renales que derivaron en
desperfectos del páncreas y al final terminaron por afectar todo su
sistema inmunológico, la vida de su esposa se esfumó; y ahora, a
seis meses del suceso, Joaquín —de rostro franco, mirada sincera y
regular estatura— se disponía a cumplir con su propósito,
aprovechando la complicidad de las sombras. Durante algún tiempo —a
espaldas de Joana, su mujer—, intentó expulsar de la casa al animal con desprecios y maltratos, pero ésta, mañosa, se refugiaba
en el alma incauta de Joana. Ella cargaba dócilmente su cuerpo gris
y acariciaba con vehemencia sus diminutas orejas, desenrollando su
larga cola gris, con manchas negras.
De
tal manera que, aquella noche de invierno, con la decisión colgada
de sus cejas y el viento helado embistiendo su rostro, después de
engañar con residuos de comida al animal —colocados en la
profundidad de una funda para almohada—, Joaquín salió de su
domicilio con el costal en brazos, para inspirar confianza a su
presa. El felino protestaba con movimientos frenéticos.
Sin
embargo, en el primer poste sin farola que surgió a su paso, azotó
con fuerza el costal, con el cuerpo de la Monina dentro —ése era
el destino de la infortunada—. Fue un golpe seco, macizo, duro…
Repitió la escena a lo largo de varias calles y en diferentes
postes; siete, para ser exactos, ya que el oscuro personaje
consideraba que en cada golpe acabaría con una vida del animal… y,
de paso, con algunos recuerdos de su esposa, que pesaban como sacos
de cemento sobre su espalda: 1) Su absurda veneración a la Santa
Muerte. 2) Su ridícula manera de bailar, pensando que se veía
cachonda. 3) El rechazo absoluto a la sodomía, porque eso era “para
las putas, no para señoras decentes”. 4) Los incoherentes
reproches que afloraban cuando se emborrachaba. 5) Su fétido
aliento, que nunca quiso tratarse, a pesar de insistirle hasta el
cansancio. 6) La adoración profesada a Chayanne, porque estaba
“buenísimo, el muchachote”. Y 7) Su despreciable bipolaridad,
causante de tantas peleas entre ellos. En ese orden fueron
exorcizados los demonios, creados durante veintiséis años... siete
certeros golpes, siete vidas segadas, siete estigmas entregados a la
noche que formaron un sordo y trémulo murmullo en el ambiente. Dentro
del morral, la gata, moribunda ya, casi desfallecida, pataleaba y se
agitaba con las últimas convulsiones de la muerte.
La
luna jugueteaba con las gruesas gotas de sangre negra, espesa y
humeante, que se desprendían del animal, lentas y pausadas, sobre
las calles sin almas vivientes, otorgándoles un siniestro brillo. El
camino continuaba marcado, sólo que ahora los rastros eran
purpúreos, fúnebres, aciagos. En el funesto cielo, por encima de
los edificios, las negras nubes daban un espectáculo atroz; sin
embargo, la ciudad permanecía impasible. Joaquín bebía a grandes
sorbos el aire glacial de la intemperie.
Seis
cuadras adelante, el cuerpo exangüe de la mascota fue depositado
sobre la cortina verde de una imprenta, propiedad de un viejo
conocido, en la esquina de Bolívar y Gutiérrez Nájera.
De
regreso a su casa —un pequeño cuarto donde vivía hacinado con sus
dos hijas—,
la noche mostraba tintes cada vez más oscuros y siniestros; sin
embargo, Joaquín, lejos de amilanarse, sentía timbales de rumba en
su pecho y caminaba alegre, con pasitos discretos en la oscuridad,
acomodando a ese ritmo “Yo no fui”, la canción que Pedro
Infante hiciera inmortal: “Si
te vienen a contar cositas malas de mí…”,
exhalando brumas de mediocridad —pícaro y malicioso como un diablo, con una jeta sarcástica y burlona—, sin ningún asomo de remordimiento
por la acción ejecutada momentos antes.
Había
eliminado un problema diario, una preocupación cotidiana, una boca
que alimentar y, al mismo tiempo, pudo exorcizar los endemoniados
vestigios de aquella relación en franco deterioro en la que, de no
haberse interpuesto la fatalidad, la separación habría sido
inevitable. Ahora, la noche rebosaba seducción. Podía percibir
aires de melancólica alegría en las calles desiertas.
La
situación económica en casa de Joaquín iba cada vez más en
detrimento, sin la aportación que Joana entregaba cotidianamente,
lavando ropa ajena. Meses atrás, cuando la salud de su esposa
comenzó a deteriorarse, no pudo continuar pagando la renta en la
vecindad donde vivía, al lado de su esposa y sus dos hijas —Jovana,
de quince años, y Joselín, de veintidós—, y tuvieron que
desalojar la modesta vivienda.
Un
generoso vecino con fama de pederasta, dueño de un taller mecánico
—al que regularmente Joaquín hacía dudosos favores—, se apiadó
de él y su familia. Los confinó en el pequeño cuarto de los
trebejos del taller, que hoy ocupaban —tal vez con la malvada
intención de tenerlo cerca—. Esa era su morada.
De
tal manera que Joaquín, de cuarenta y cinco años, rostro neutro con
una rara mezcla de bondad y perfidia, pelo lacio, bigote abultado y
mirada triste, hacía las veces de velador y ayudante “en general”, a cambio de la paupérrima vivienda. Debido a su indolencia, no
encontró otra salida que aceptar aquella truculenta dádiva. Vivía
acorralado, denigrado, sometido y escarnecido en su estrecho recinto…
aunque con un as bajo la manga.
Al
entrar en su casa, encontró a Jovana tumbada en la parte inferior de
la litera, bocarriba, la pierna cruzada, los pies desnudos y los
brazos en alto, sosteniendo su celular. El padre se sentó en la
orilla de la litera. Como un acto reflejo, ella le echó los pies
sobre las piernas. El padre inició un leve masaje.
—¿No
te ha hablado tu hermana? —Sus manos se paseaban lentamente sobre
la piel de su hija. Disfrutaba la perfección de cada uno de sus
dedos. Jovana no contestó.
—Jovanita…
—oprimiendo un dedo con suavidad, con el
rostro suplicante y risueño, el padre exigía respuestas.
—No,
Joaquín, no ha llamado. —Sus ojos negros, soberbios y luminosos, se encontraban anclados en el aparato; la
chica hizo un gesto de fastidio y recogió sus pies—. ¿Cómo
te fue con la Monina?
—Bien,
hija, bien, hablé con ella muy seriamente —bromeó— y le pedí
que no regresara a la casa, que comprendiera nuestra situación, que
su “mamá” no regresaría nunca más. Espero que me haya
entendido, aunque… ¡ya no se puede confiar ni en los putos gatos,
carajo! Bueno… esperemos que tu hermana no tarde... —Sacó
su teléfono instintivamente del bolsillo del pantalón, tal vez para
ponerse a tono. Jaló las piernas de su hija, y continuó con el
masaje. Más tarde, ya bromeaban por Inbox; ella, disfrutando las
caricias paternas; él, las bromas adolescentes y la belleza de sus
pies.
“Me
encanta la perfección de tus dedos, son iguales a los de tu madre,
que en paz descanse…”
“Y
tú tienes la cara más tonta que he visto en el Face, ha, ha, ha,
ha”
—las
risas iban acompañadas de un emoticón.
Cuando
el toqueteo subía por arriba de los tobillos —el padre ya era
presa de febril agitación; sus ojos brillaban como dos brasas—, la
alarma interna de la chica le indicaba ponerse de pie e ir al
excusado, que se encontraba en el patio del taller. Salió del
cuartucho exhalando por la nariz su descontento y las primeras quejas
de su fastidio. Esto sucedía como una especie de rito cotidiano.
Jovana tardó más de quince minutos en el retrete, jugando con el
celular. Al regresar, encontró a su hermana recostada en la cama,
fingiendo dormir, y a su papá sentado a la mesa, esperándola para
cenar. Joselín había traído quesadillas y refrescos.
—Tu
hermanita no se siente bien —el padre acercó su rostro al de su
hija y bajó la voz—, creo que el molesto “abonero” está
cerca. —Así
identificaban a la menstruación en la familia—. Cenemos, pues,
para que te duermas pronto. No hagas ruido. Yo debo salir, me toca
pagar
la renta.
—De
acuerdo, padre, pero con “res-pon-sa-bi-li-dad”, ¿eh?
—Qué
rápido aprendes, chingada chamaca, espero que lo pongas en práctica
cuando te llegue el momento.
—¿Otra
veeeez? —Jovana sonrió con malicia.
—¿O
sea que ya…? ¡Hija de la ch…! Quedamos que me avisarías pa' que
yo… ¡En vano tantos putos consejos, carajo!
—Estoy
bromeando, estoy bromeando, Joaquín, relájate. —La
joven se divertía con las caras de su padre—. Lo tengo muy
presente: el pedo no es la cogida, es el embarazo, ¿ok? Y ya que te
vas, tárdate todo lo que quieras, ¿eh? Voy a atender a mi hermana.
—¡Cochinas!
—Salió
del cuartucho con una sonrisa en la comisura de los labios, meneando
negativamente la cabeza.
Estaba satisfecho de la nueva relación que
había logrado con sus hijas, después de la muerte de la jefa.
Sentía que había obrado acertadamente al hablar “al
chile” con ellas,
pues la familia estuvo a punto de irse al traste cuando faltó la
doña. Las chamacas se volvieron más rebeldes que antes e incluso
tuvo que usar los golpes con ambas, de lo cual estaba arrepentido.
Las dos lo amenazaron con irse de su lado. Una noche, sintiéndose al
borde del abismo, las llamó a cuentas, pidió perdón de la mejor
manera posible y fue tajante con lo que él consideraba su enseñanza
máxima: “Las prefiero putas que drogadictas o rateras, o ver que
algún pendejo las maltrate y las lleve a un lugar igual o más
jodido que éste, como la casa de la suegra, por ejemplo. Soy capaz
de levantar
a
ese baboso. Yo, por ustedes, sí mato a un cabrón.”
Joselín
se tomó la palabra paterna al pie de la letra y ya ejercía el
oficio con dignidad. Su padre controlaba ingresos y egresos. “Yo me
ocuparé de prepararles la comida y procuraré a tu hermanita con las
necesidades de su escuela, hija, pero tienes que apoyarme con los
gastos, ya ves que, de un tiempo acá, no las traigo todas conmigo.”
—¿Y
tú, papá, con cuánto vas a apoyar a la causa?
—¡Yo
soy el dueño del putero, a mí no me estén chingando!
Así
funcionaba la familia “Jou”, como la bautizó Joaquín.
Al
quedarse solas, Jovana se acercó a su hermana mayor, acurrucándose
a su lado en posición fetal. La abrazó. Joselín sollozaba. También
era un rito. Ambas hermanas se consolaban. Ora una, ora la otra, pero
siempre se prodigaban consuelo. La herida por la muerte de su madre
aún estaba muy fresca y les causaba constante depresión.
—¿Quieres
un té, manita, pa’ los cólicos? —Jovana ya había puesto a
hervir agua en su estufa de dos quemadores y ejercía un suave masaje
sobre los hombros, primero, y se dirigía hacia la espalda baja de la
hermana, después, muy cerca de las nalgas, como se lo hacía su
padre desde niña, haciéndola estremecer, conteniendo el aliento,
atento el oído y atentos los ojos.
Joselín
se dio vuelta. Abrazó a su hermana, sin poder reprimir el llanto.
—Sí,
hermanita, gracias… aunque esta vez no es “el abonero”. —Entre
sollozos, la mayor correspondía a las caricias reconfortantes
de la menor e, incluso, llegaba hasta las nalgas, como lo practicaban
desde niñas—. Hay muchas cosas que no se le pueden contar a
nuestro padre, por muy open
mind
que
se crea.
Las
dos hermanas se levantaron de la litera y se sentaron a la mesa. Al
calor de una taza de té, Joselín contó a Jovana que el anciano con
el que estuvo apenas unas horas antes, don Miguel, se había puesto
“muy loco, ya estaba bien borracho, el wey” y quiso sodomizarla, por la fuerza. Ella se defendió, pero aquel viejo era más fuerte.
Mostró sus brazos, piernas y espalda a la menor, donde las huellas
de la violencia amenazaban con expandirse y hacerse más notorias. Su
voz se escuchaba como un grito en llano desierto.
—¡Yo
no sé cómo me la quería meter, si apenas se le para al pinche
viejo! —Ahora
el hielo se había roto; las risas locas sacudían todos sus cuerpos,
pues Joselín —cabello lacio y largo, un bello rostro ovalado, piel
morena, mirada viva, y unos exquisitos labios que incitaban a
morderlos— hacía genuflexiones y ademanes muy simpáticos—.
¡Pero qué le vamos a hacer, manita! Así es esto de las gelatinas,
como decía mamá.
Sonrió,
con aquella sonrisa sensual de sus labios gruesos.
—Oye,
hermana, ¿y por qué te gusta acostarte con puros viejitos? ¿Eres
geriapeuta o qué?
—Geriaputa,
más bien. —Las
carcajadas se escucharon de nuevo por todos los rincones del taller. Habían recuperado la fresca
lozanía
de su niñez—. Tal
vez no sepa explicarlo, pero me siento más segura de mí misma
cuando los
viejos me
seducen. Es algo bondadoso, como de un oscuro placer, que me excita
cuando estoy con ellos. Muchas veces acabo masturbándome, pues no
encuentro la fuerza necesaria en sus vergas… ¡Qué pena!… Aunque
debo admitirlo:
eso también me excita… te repito, no lo tengo muy claro. Pero
de algo sí
estoy segura: no quiero volver a embarazarme, esa es otra de las
razones... tú sabes...
El
ambiente se ensombreció. Al volver la vista hacia el pasado, en los
ojos negros de Joselín, en su dulce mirada e indulgente expresión,
tiritaba una lágrima; no pudo contener un hilo de llanto. El
recuerdo de la hija regalada apenas tres meses antes era otra
herida reciente. Dolía mucho. “En las condiciones que vivimos, es
imposible cuidar a una criatura. Tienes que darla en adopción”,
había sentenciado su padre. Joselín no pudo negarse. Si algo
admiraban de su progenitor era la sangre fría y el cerebro
calculador. Se abrazaron, como muestra de solidaridad.
—A
mí me gustaría experimentar con mujeres —Jovana quiso sacar a
flote la nave, pues sintió que naufragaban y, por primera vez, la
menor se ruborizaba al hacer tal confesión a su hermana. Brilló en
sus ojos claros y siempre benévolos un relámpago de alegría—, no
sé, a ver qué sucede cuando llegue mi turno, después de la
secundaria,
claro.
—Pues
sí, manita, estoy de acuerdo contigo y, de paso, también evitas los
putos embarazos —Joselín secaba sus lágrimas con
rabia
y animaba a Jovana.
Más
tarde, la noche caía con todo su peso. Rendidas por el sueño, las
hermanas ya dormían a placer. Jovana, a la orilla de la cama,
abrazaba a Joselín contra la pared. No se percataron de la llegada
del padre, ni del aliento alcohólico y el olor a mariguana que de él
emanaban, combinándose con el aroma ácido de los cuerpos y el
ambiente a comida barata que el cuartucho guardaba.
Era
parte de otro rito. Hoy era el turno de la menor. Otro día cambiarían los papeles. Las mantas dejaban ver gran parte del cuerpo
de Jovana. La pierna izquierda, estirada y desnuda por completo.
Joaquín se colocó a sus pies e inició de nuevo el fino masaje.
Aquella extraña tibieza, aquellos efluvios de púber perversa lo
inundaron. Se abandonó. Besó con unción cada uno de sus dedos,
chupándolos después, recorriendo centímetro a centímetro la piel
de su hija. La mano temblorosa se extendía hacia las nalgas. La
muchacha dormía o sólo fingía hacerlo. Se revolvía inquieta con
los ojos cerrados. Soñaba o imaginaba que viajaba en un transporte
público. La guapa señora de enfrente abría las piernas por
completo. Jovana quería alcanzar el sexo de la pasajera con la punta
del pie. Joaquín pensaba que la muchacha buscaba su verga, se la
acercó... Padre e hija aumentaban el ritmo de su respiración. En la
una, imperaba la desesperación; en el otro, la angustia y la
lujuria. Ambos emitían cortos gemidos. Los de Joaquín fueron gritos
reprimidos al eyacular sobre una servilleta de papel, de hinojos en
el piso, con los dedos de su hija en la boca. Fue como arrojarse a un
torbellino; la habitación daba vértigo; era como un vuelo paternal
desenfrenado, impetuoso, ciego e irreparable. A lo lejos, la noche le
enviaba el rumor sordo de autos y ladridos, sin una brizna de aire.
A
la mañana siguiente, la casa exhalaba un nuevo aroma, mezclado con
podredumbre y frescor. Como otro aspecto del rito, Joaquín
despertaba a sus hijas con café y pan dulce, sobre una charola de
plástico.
—A
ver, mis reinas, la vida tiene que continuar. Ya
nos está llamando en las calles… ¡Arriba, corazones!
Las
muchachas despertaron poco a poco. El amanecer era como una punzada
de alfileres en los ojos. Gruesas legañas les impedían la vista. No
obstante, poco después recibieron con agrado el desayuno que papá
les ofrecía.
—Oye,
hija —se dirigió a Joselín—, no tenemos nada para el almuerzo,
¿cómo nos fue?
Tallándose
los ojos y arreglándose los cabellos, la hija mayor señaló un
lugar en el ropero. El padre fue a revisar.
—¡A
todas madres! —Al
palpar
la cantidad de dinero con las manos, se sintió feliz por sus logros y orgulloso de
sus proezas—. Cada día me admiro más, chingá, y mucho menos me
arrepiento de haberles dado tan buenos consejos. No cabe duda que el
culo es la mejor moneda de cambio que existe a nivel mundial y en
todo el mundo, ¡carajo, Doctoooorrrr! –esto último lo expresó
sonriendo, transformado en Christian Martinoli, un comentarista
deportivo de TV Azteca. A las chicas les parecía un tipo la mar de
divertido y carismático…
Así
transcurría la vida en el minúsculo mundo de la familia “Jou”.
 |
Lauro Cruz Sánchez |
* Escritor
a tiempo completo de 69 años, originario de la Ciudad de México.
Sus temas, generalmente, son historias callejeras como ésta y,
como podéis ver, su estilo es directo y sencillo.
Se considera un fotógrafo de la realidad. Graduado
en la desaparecida Preparatoria Popular Tacuba, en el tercer semestre
abandonó sus estudios de Economía en la UNAM
para dedicarse a trabajar en el ramo de las artes gráficas y la
edición de libros y revistas durante cuarenta años. Nos cuenta que
es
un rockero de la vieja guardia y pretende
llevar su literatura a los sectores más bajos de la población. Uno
de sus principales objetivos es promover el gusto por la lectura
entre los más jóvenes, y
que l@s lector@s
se
identifiquen con
los protagonistas de sus cuentos.
Ha
publicado
una novela,
Seis
mujeres (Ediciones
Texto e Imagen),
y
nueve
libros de relatos:
Pequeños
cuentos para David (2006),
Crónicas
de taxistas,
¿Crees
en el destino?,
Tragedias
dentro y fuera de la cancha,
Y
todo por el rock'n roll,
Crímenes
inevitables,
Cuentitos
malditos
(Ed.
Texto e Imagen y UTA Bar, 2019), Una
llama consumida por sí misma
(Ed.
Texto e Imagen y UTA Bar, 2019) y
Seductores
de la calle I
y II
(Ed.
Texto e Imagen,
2023),
basado
en la Canción del oro de Víctor Manuel e
impreso gracias a la Pensión del Bienestar de la 4ª Transformación.
Su
creación literaria ha sido reconocida en Chile, Argentina, Costa
Rica, España
y México. Ganador ex aequo del III
Concurso de Relato
y finalista del V
Concurso Internacional Litteratura de Relato.
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