Foto: delihayat, Mujer loca con cuchillo en la mano (istockphoto.com) |
Nadie supo nunca el motivo por el que Carmen María del Espíritu Santo, una viuda respetable, asesinó a su vecina la tarde de su sexagésimo quinto cumpleaños, a la sazón primer día de febrero de 1956. Lo único cierto es que en el cielo danzaban unas nubes macabras, pesadas y untuosas como pegotes de mantequilla negra. Carmen María del Espíritu Santo debió agradecer la sintonía evidente entre ambas tormentas, la interior y la externa, porque “sólo un alma cubierta de escarcha”, como dijeron en el pueblo, podía actuar de ese modo. Hasta entonces se había considerado a Carmen María del Espíritu Santo una buena persona, sencilla y de trato agradable, pero era obvio que la reciente muerte de su marido la había trastornado. En cualquier caso, dijo alguien, nunca había que fiarse de las apariencias.
Carmen María del Espíritu Santo había invitado a su víctima de un modo formal, usando un tarjetón decorado por ella misma con suaves acuarelas, y la agasajada había dicho públicamente que valoraba el gesto. Además, en un lugar donde nunca pasaba nada, se agradecía cualquier clase de acontecimiento. Las mujeres (salvo las putas, todavía legales antes de que un Decreto del mes de marzo siguiente prohibiera su oficio, “velando por la dignidad de la mujer”) no pisaban los bares, de modo que a nadie extrañó que Carmen María, recién enviudada, celebrara su cumpleaños de una forma íntima y en casa. A día de hoy, esa misma morada sobrevive como posada rural. La decoración se ha mantenido intacta y es frecuentada por una clientela fiel que desconoce por completo el trágico suceso que un día ocurrió en ella.
Nadie supo nunca el motivo por el que Carmen María del Espíritu Santo asesinó a su vecina… salvo su nieta, que tenía doce años entonces y hoy roza ya los cincuenta. Es la mujer que, aun siendo muda, regenta con amabilidad la posada rural heredada y cada mañana, en la cocina, elabora un bizcocho para sus huéspedes idéntico al que cocinó Carmen María del Espíritu Santo aquel día que nadie recuerda. Se trata de un sencillo conglomerado (sólo harina, huevos y azúcar), básico y aburrido, la receta tradicional de una abuela tradicional que intentó ser moderna sin éxito.
El 1 de febrero de 1956 Carmen María del Espíritu Santo, desmoldado el bizcocho, extendió un mantel blanco sobre la mesa del comedor anexo a la cocina con la ayuda de su nieta, le dio un abrazo sin venir a cuento, recordó en voz alta cuánto la quería… y la mandó de vuelta a su casa, situada dos calles más arriba. ¿Pero quién, con doce años, renuncia a una fiesta de cumpleaños que está a punto de celebrarse? Olía tan bien el bizcocho recién horneado que la interpelada no se movió de su sitio. “Venga, vete antes de que llegue ésta”, insistió Carmen María del Espíritu Santo. “Es una reunión de mayores y no puedes quedarte.” Luego, casi a empujones, echó a su nieta a la calle.
A la niña le molestó ser tratada de ese modo. Tales brusquedades no casaban en absoluto con la forma de ser de Carmen María del Espíritu Santo. En cualquier caso, si había algún verbo que a los niños de entonces les costaba conjugar, ése era “desobedecer”. Lo hacían, por supuesto, pero evitando siempre el enfrentamiento directo. Por eso, la niña se fue calle arriba fingiendo su conformidad con la orden recibida, al tiempo que se cruzaba con la mujer que esperaba su abuela. La conocía bien, aunque en realidad en aquel pueblo todos se conocían. Encaramado a la sierra y recogido sobre sí mismo, no había otra diversión que la de relacionarse con el prójimo. Se llamaba Remedios y era una solterona al uso que, habiendo cuidado a su madre toda la vida, andaba siempre arrastrando los pies. Cobijada bajo un paraguas seco, pues todavía no llovía, levantó la barbilla y dijo “A ver a tu abuela voy”. La nieta hizo una mueca extraña y con la mano le dijo adiós. Pero una vez que constató que la mujer había entrado en la casa, deshizo sus pasos, rodeó la casa, y accedió a un pequeño patio trasero. Había dejado entreabierta unos milímetros la puerta de la cocina, así que esperó junto a ella. Al otro lado, las dos mujeres hablaban en voz queda, y el ruido de una vajilla, cuyas piezas entrechocaban ruidosamente, no dejaba oír lo que decían. Cuando las voces sonaron amortiguadas, evidenciando que se habían instalado en el comedor, se adentró en la casa sin hacer ruido y se escondió bajo la mesa de la cocina, cubierta con unas enaguas de croché repletas de agujeritos. Aguzó la vista y el oído. Nada podía gustarle más que presenciar “una conversación de mayores”.
La voz de Carmen María del Espíritu Santo, dirigiéndose a Remedios, era tan nítida que la niña la oyó perfectamente:
Como cada mañana, la muda prepara el bufete del desayuno en la posada que regenta y, junto al bizcocho que elabora diariamente, coloca un tarjetón coloreado con acuarelas donde puede leerse “Bizcocho de la abuela”. Los huéspedes agradecen el detalle, y cuando lo ingieren se imaginan a una ancianita entrañable. Olvidan, como olvidamos todos, que nunca hay que fiarse de las apariencias.
Paloma Ruiz del Portal Muñoz |
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