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Foto: Mariette Pathy Allen, Caminando de noche (La Habana) |
Por
ahora no te importa lo que tu padre hará contigo cuando sepa que te
gustan los
hombres. Sólo
te interesa
llegar a
tiempo a
la parada
del suburbano. Es el único transporte que puede acercarte al centro. Y ya
casi oscurece. Miras por
la ventana y ves el sol muriendo en las chimeneas de la planta
hormigonera. La brisa seca
de la tarde anuncia que esta noche no habrá lluvia, y eso es muy
bueno. ¡Cuántas veces la lluvia te ha estropeado el momento!
¡Cuántas veces se te
mojaron los
pies y
tuviste que
regresar con
la ropa
mojada y
la nariz
chorreando esos mocos molestos! En las noches de lluvia la
ciudad es peor que cualquier
cosa. Los
paseantes se
apretujan en
espacios techados
y es
preciso soportar el aliento de gente desconocida, de borrachos
y viandantes malolientes. Alguien
aprovecha la oportunidad para rozarte. Puede ser un toque suave, y en
ese caso lo mejor es callar y cerrar los ojos. No tienes nada
en contra del roce ingenuo
de unos dedos. Ciertas veces el roce te ha salvado la noche: te has
ido a casa
envuelto en
una turbación
de mozalbete,
has dormido
en silencio,
has soñado
con hombres.
No
abundan en
la ciudad
los roces
suaves. Algún
ser asqueroso
te ve escapando de
la lluvia
en esa
pose frágil
de mariposa
herida y
trata de
tocarte con
rudeza, como
si tu
ropa de mujer lo
autorizara. En
casos como ese la cercanía de
una piel ajena se vuelve un castigo inaguantable para el cuerpo. La
calle mojada es una trampa vieja de la urbe dormida. Una de
tantas trampas. Una más
en la lista de amagos y asechanzas. Si quitas el oropel de los
anuncios y el brillo
de las luminarias
sólo queda
la selva.
Los seres
frágiles se
entregan, perecen
o se alejan derrotados. Y tú sólo te entregas cuando la oportunidad
parece buena. Muchos se entregan por dinero y nunca pierden,
pero tú no cobras el
servicio. No te gusta llamar servicio a lo que haces cada noche de
sábado. Prefieres
llamarle interacción sexual, o juego erótico, o simple goce. Lo
cierto es que se trata de
una relación efímera. Por el momento no te atreves a encarar tu
condición y mostrarle al mundo tu realidad concreta. Aquí,
en la periferia de la vida,
nadie te da derecho a mostrarte como eres. Lo prudente es guardar las
apariencias, reprimir
las ganas y
buscar satisfacción
nocturna en la
ciudad.
Es
el sexo lo que te atrae a la calle Veintitrés. Son las luces sobre
la acera, los espacios
limpios, la oportunidad de ser deseado. En el laberinto del diseño
arquitectónico es fácil encontrar a la persona y ponerse de
acuerdo. Allí se muestra
y se ofrece lo que en tu barrio está prohibido. La gente de La Ceiba
se ahoga en una vida
miserable. Vida de convenciones y secretos bien guardados.
Vida de encierro y sordideces escondidas. Es
un infierno sin nombre
donde nadie se muestra
como es. Por eso sales en la noche del sábado. Tomas el tren de la tarde hasta la estación de Tulipán y te vas al Vedado. Te
vistes de hembra y caminas
por Veintitrés hasta que
las piernas duelen.
Ya
tu madre salió del cuarto y tú estás listo. Espera. Revisa la
mochila. Siempre tienes
miedo de que algo te falte. Vestido, zapatos de tacón, peluca,
rímel, pintalabios,
adminículos femeninos.
Hoy todo está muy
bien. Todo está en su sitio exacto y nada va a impedir tus
vueltas nocturnas por las aceras del
Vedado.
A
esta hora ya la gente empieza a recogerse. Todos han regresado del
trabajo y se encierran en
sus pequeños mundos habitables. Se confinan a comer sus
comidas magras, a contar un chiste viejo, a ver la televisión.
No hay otra cosa que hacer
en La Ceiba, y ese ni siquiera es su nombre oficial. Lo has buscado
en los registros y sólo
existe bajo la poco honrosa denominación de Concretera
Nacional. De un lugar así es mejor apartarse. De
un sitio como este uno se aleja
para siempre y olvida el camino de regreso. Pero tu padre
habla con orgullo del día
en que el barrio se empezó a formar. Siempre hace el mismo cuento
cuando están todos
sentados a la mesa, y tú lo escuchas sin oír y vuelves los ojos
hacia las luces de la
ciudad distante. Eso que tu padre cuenta no te interesa, pero no te
atreves a interrumpir. Él tiene sus propios argumentos y su
historia propia. No es posible
que sus aspiraciones coincidan con las tuyas. Su vida se ha gastado
entre el camión y la
fábrica de concreto. Ya pasa de los cincuenta y su tiempo expira.
De noche discute con tu madre y sale a dar sus vueltas de
hombre solo. Nunca has
interferido en la vida de tus padres, pero te molestan sus
discusiones diarias. Tu
madre está cansada y amenaza con irse a cualquier sitio. Te
preguntas a dónde
iría si llegaran a separarse, y si podrías irte con ella. Pero no
tiene a dónde ir, y tú
tampoco. Ninguno de los dos puede hacer nada. La vida continúa de la
manera que
está hecha.
Algunos deben
soportarlo todo,
y callar,
y seguir
viviendo. Tu madre, por ejemplo. El sufrimiento la hace
parecer más vieja. Sólo te
tiene a
ti, y
eso lo
entiendes, pero
no tienes
forma de
cambiar su
situación. Y tu padre no es malo. Se ocupa de la casa y procura que nada
falte. Bien se le puede
perdonar algún desliz. Luce cansado, como todos los hombres de este
barrio, y no tendría manera de entender que estás asqueado
hasta la muerte de estas
calles polvorientas, de las zanjas de aguas negras, del olor a
cemento y a carburo
blanco. Todo
lo bueno
que puede
ofrecer la
periferia se
acaba al
anochecer. Lo que sigue es una sucesión de oscuridades. Los
hombres jóvenes del
barrio se reúnen a beber en los bancos del parque y la reunión
termina en botellazos.
No es
para ti
esta vida
violenta. Para
ti, no.
Necesitas ensueño y luces,
y buscas
la posibilidad
de sentirte
a gusto
en un
sitio donde
nadie te conoce: te
vistes de mujer, flotas sobre la acera y estás seguro de que nadie
podría reconocerte.
Al
salir de la casa ya es muy tarde. Desde el portal escuchas el pitazo del tren.
Corres sobre el polvo y descubres que el apuro es vano: ya el tren se
fue. Ese
pitazo que
escuchaste fue
el último
aviso. Lo
escuchas otra
vez en
la distancia y te
suena como un aullido triste. El tren se aleja de La Ceiba y tú
quedas burlado en la parada. Era tu única posibilidad de
salir de este hueco maloliente.
Ahora la noche será larga. El olor del cemento no te dejará dormir.
Los perros ladrarán en
tu ventana, y al amanecer te despertará la discusión
cuando tu padre vuelva de su correría nocturna y tu madre
empiece a pedir cuentas.
Maldices tu suerte y caminas por las vías con la mirada baja. No
sabes qué
hacer. Puedes
llegar a
pie hasta
la avenida
Boyeros y
tratar de
irte a
la ciudad en
cualquier cosa. Otras veces lo has hecho, pero nunca tan tarde. Ya
casi oscurece. A esta
hora el transporte se pone difícil. Lo piensas otra vez. Irte a casa no es una opción apetitosa, pero no hay otro sitio. Decides
volver. El ruido de un camión
te hace levantar
los ojos.
Es
tu padre. Para suerte tuya y del mundo, también va para la ciudad.
Puede acercarte hasta la
avenida Carlos Tercero. Esto es mejor que hacer el viaje en el
tren. Desde Carlos Tercero hasta Veintitrés hay unas pocas
cuadras. El único problema
es que no te gusta viajar con tu papá. Hace tiempo no viajas con él.
Temes que te haga preguntas personales. Ciertos aspectos muy
específicos de tu vida
no son
de su
incumbencia, y
no estás
dispuesto a
responder ni
explicar nada. Si
subes a la cabina caerás en una trampa. La cercanía puede generar
situaciones incómodas.
Durante más
de media
hora estarás
expuesto a
un interrogatorio
fastidioso. Pero no te queda opción. Si no subes no irás al centro y te perderás por esta
noche la posibilidad de ser deseado. Lo piensas un segundo,
curvas los labios
y te acomodas
en el asiento del
acompañante.
Dejan
atrás La Ceiba y se incorporan al tráfico vespertino de la avenida
Boyeros. Tú vas callado y tenso. Vas esperando las preguntas
y escogiendo las respuestas.
Tu padre también calla y se concentra en el tránsito. Él siempre
ha sido cuidadoso en la
vía. Conducir un trompo de hormigón dentro de la ciudad
requiere cuidados adicionales. Y este es el mismo camión que
recuerdas de niño. La
cabina es
la misma,
pero tiene
algunos cambios.
El interior
se ve
muy amplio y
cómodo. Todo está limpio y ordenado, y huele bien. Tu padre ha
puesto cortinas
corredizas en las portezuelas, y el parabrisas se puede cubrir por
dentro con un toldo
arrollable. Bajo el asiento del chofer hay una caja de herramientas,
pero eso no es nuevo. En tu infancia ese cajón metálico sin
tapa siempre estuvo ahí.
Se deslizaba
en los
frenazos del
camión y
rodaba hacia
el pedal
del acelerador. Tu
padre soltaba palabrotas cuando la caja se le metía entre los pies y amenazaba con romperla a martillazos y echarla a la basura. En
tus años de adolescente
nunca la viste. Quizá él se cansó de topetar en la cabina y se
deshizo de ella o la puso
en otra parte. En ese tiempo se empeñó en enseñarte a manejar.
Se ponía bravo contigo porque no querías. Te gritaba.
Amenazaba con golpearte la
cabeza y
tú llorabas.
Un día
dejó de
insistir y
ustedes dos
se apartaron bastante. Según recuerdas, nunca más subiste al camión. Y
aquí vas tú ahora. Temes
sus preguntas, y callas, pero él calla también. Seguro entiende que
ya eres un hombre y no
hay necesidad de preguntar más de la cuenta. Debe parecerle
normal que vayas a la ciudad en la noche del sábado. Todos
los jóvenes de La Ceiba
suben al tren y se van a alguna parte. Ese tren cansado que pasa por
la tarde
es la
única vía
de escape.
Ahora entiendes
las razones
de papá
para aferrarse a
su camión. Si en el país de los ciegos un tuerto es rey, en el país
sin transporte un chofer
es mucho más. Y él lo ha hecho muy bien. Ha convertido la
cabina del trompo en un sitio acogedor. Sale a su antojo de la
periferia porque tiene su
transporte propio. Regresa en la madrugada, soporta la andanada de tu
madre y se va a trabajar: carga el trompo con cinco metros de
hormigón y vuelve a
la carretera.
Parece que
no se
cansa, y
ahí lo
ves, sin
hablar. Lleva
la mirada fija en la avenida y no muestra el mínimo interés por saber
a dónde vas. Lo comparas
con otros hombres de su edad. Si tú eres parte de la generación de
la apatía, él pertenece
a la generación cansada. Es uno de esos honestos ciudadanos que aprendieron a vivir del sueldo y ven con malos ojos los
cambios de la modernidad.
Bien, eso de vivir del sueldo es puro cuento. No conoces a nadie
que viva de su sueldo. Ni siquiera tu padre, aunque trabaje
los siete días de la semana.
La alquimia de estos tiempos exige fuentes de ingreso adicionales. La
gente ya aprendió. Tu padre, por ejemplo. Si viaja de noche
en el camión desde La
Ceiba hasta La Habana no será para llevar cinco metros de concreto.
En este caso
la ciudad
demanda y
la periferia
asiste, y
ahora te
preguntas si
en lugar
de hormigón el trompo lleva otra cosa,
y si la caja metálica bajo
el asiento del
chofer no
contiene herramientas,
tornillos y
juntas de
repuesto, sino
mercancías y
efectos de otra índole. Pero no es tu problema. No tienes nada que
decir sobre lo que tu
padre hace para buscar dinero. Él mantiene la
casa y no te exige
trabajar ni aportar nada. Cuando terminaste el curso de
Finanzas, te consiguió colocación
en la planta hormigonera. Es un puesto de contador con un salario
decente. Dijo
decente y
sonrió al
hacerlo, y
tú curvaste
los labios
y dijiste
que no. No le
molestó tu decisión, ni argumentó más nada, y ahora tiene la
misma expresión de aquel
momento: ojos profundos y mirada distante, boca cerrada en
línea tensa, rostro sombrío bajo el arco rugoso de la
frente. Luce muy alto en el
asiento del chofer con la cabeza reclinada al espaldar. Ya
pasa de los cincuenta y se mantiene joven
y fresco.
Sigue allí
sin hablar,
como si
no hubiera
entre ustedes un
tema de conversación. Cuando el trompo pasa frente a la terminal de
ómnibus él
levanta los
ojos al
cielo oscuro
de La
Habana, te
mira por un segundo y sólo
entonces abre la boca y te pregunta si crees que lloverá esta
noche. Giras la cabeza, observas el entorno y no encuentras
las señales de una lluvia
próxima. El calor del día empieza a disiparse. Estás seguro de que
no lloverá, y así lo
dices, y en realidad lo has dicho para ti. La noche del sábado
empieza bien. Todo está bajo control, incluyendo la lluvia, y
cuando el trompo gira a la
derecha en la avenida Carlos Tercero y se detiene a pocos metros te
parece que todo está muy bien. Bajas de la cabina sin
despedirte, cruzas la avenida
y te detienes en la acera de la calle G. Miras atrás y no ves a
nadie. Tu padre y su
camión han desaparecido en la noche temprana, y tú muy pronto
desaparecerás también.
En media
hora serás
un ente
irreconocible para el mundo. Caminarás
por Veintitrés como una hembra voluptuosa y esperarás que
alguien deseable
se te
acerque. Pero
eso será
más tarde,
cuando te
hayas puesto la ropa que traes en la mochila. Ahora debes ir al sitio donde
la transformación ocurre.
Metamorfosis, ha dicho alguien. Bien, metamorfosis. Nunca has querido
discutir en torno a esa palabra. Alguien cercano se ha
encargado de explicarte que
así se llama el proceso de cambio. Y tú cambiarás muy pronto.
Entrarás como un hombre
al parque deportivo de la calle B y saldrás de allí como mujer.
Lo tuyo
es eso,
llámese metamorfosis,
transformación o
de otra
forma cualquiera. Lo
que te
importa es
vestirte y
caminar por
Veintitrés. Lo
demás se lo dejas a
la suerte.
No
fue tan fácil descubrir el parque. En esos días iniciales llegabas
de La Ceiba
y no
tenías un
lugar para
cambiarte. Debías
hacerlo en
un portal
cualquiera, detrás de una columna, en los jardines de F y 21
o entre las raíces de los
ficus en la calle G. Alguna vez probaste hacer el cambio en el baño
del cine Yara
y una
empleada armó
un escándalo.
Fue molesto
recoger tus
cosas y
mirar a los ojos
de la gente. Durante un tiempo deambulaste por las calles del centro
hasta que una amiga prostituta te dio la solución: por muy
poco dinero era posible
travestirse en la caseta del custodio del parque deportivo. El
custodio es un hombre
viejo y no pone objeciones ni reparos, ni tiene a mal dejarte solo
mientras te das los últimos retoques en los labios y los
pómulos. Pero se queda allí
cuando te vistes y lo mira todo. Lo disfruta, quizá, en esa forma
vaga en que los hombres
viejos disfrutan mirar un cuerpo ajeno. Todavía lo disfruta, o
parece disfrutarlo, y no
te cobra nada. Te ayuda con el cierre del vestido y te sostiene el
espejo, y cuando
vuelves en
la madrugada pregunta
cómo te
fue.
Aquí
todo tiene trazas de avenida desierta. El verano se acerca y empuja
desde el muro del malecón
una brisa caliente. No te importa el calor de la noche ni la
ausencia de automóviles porque estás vestido de mujer.
Llevas un vestido negro ajustado
y zapatos de tacón de cinco pulgadas. La peluca rubia y crespa cubre
tus hombros
y una
parte de
la espalda.
Te has
pintado los
labios con
discreción y de
tus orejas cuelga un par de tijeretas doradas. Un bolso de piel
marrón completa el atavío
nocturno. Aunque debas mantener la tensión de los músculos
gemelos y contraer la espalda, te sientes bien y no habría
forma de hacerte sentir mejor.
Estás
mirando la calle Veintitrés desde el portal del cine Yara. Las luces
del hotel Habana Libre
rebotan en las cúpulas de Coppelia y son motivo suficiente.
Lo que ves atrapa tu atención y logras desconocer el dolor de
las piernas. Por un momento
logras olvidar el hueco de donde vienes. A ver lo que mirarías si
estuvieras en La Ceiba, de pie junto a la ventana de tu casa.
Quizá no mirarías nada.
¿Acaso hay algo que mirar allí? Y aquí te sientes bien y piensas
que nadie tiene derecho
a meterse en los
asuntos de
nadie. Es
vida privada, al
fin y
al cabo, aunque en
este caso la privacidad tenga que ver con un espacio abierto y una
calle iluminada. En la televisión han dicho que la ley no
prohíbe vestirse de mujer,
pero esas son noticias para habitantes ingenuos. ¿Cuándo ha dicho
la televisión alguna cosa
cierta? ¿Cuándo se han tenido en cuenta los intereses de la
gente? Y, en general, ¿qué
se entiende por gente? Los hombres
como tú no
entran en
esas listas, y
los arrabales como
el tuyo simplemente
no existen.
No
hay nada que llame la atención en el amanecer de tu barrio oscuro.
No te gusta ver el
vuelo de los cuervos cuando el sol va saliendo y el horizonte se pone rojo en las colinas. Los cuervos son pájaros de suburbio. El
hecho de mirarlos te hace
recordar el sitio que te tocó para vivir. Cuando se elevan al cielo
matutino y vuelan
en bandadas sobre tu
casa te
parece que
lo hacen para
martirizarte.
Sólo
en la infancia te gustó ese sitio. Te quedabas en la ventana hasta
muy tarde y veías pasar
hacia la planta de hormigón los carretilleros descalzos. En
aquel tiempo
los muchachos
robaban cemento.
Volvían con
los brazos
sucios y la cara manchada. Empujaban su carretilla sin ponerte
atención, y tú tampoco los
tenías en cuenta. Para ti eran cuerpos ambiguos moviéndose
en la intemperie. Simples
figuras desdibujadas en la tierra. Sombras ajenas, dueños de una
vida poco
interesante. Las
bandas amarillas
del trompo
de tu
padre te
interesaban más.
El camión pitaba a pocos metros y tú silbabas por lo bajo aquella
canción del
camionero enamorado,
y cuando
salías de
la escuela
ibas directo
a casa
y no a tirar piedras al
perro del vecino ciego,
como hacían todos los
niños.
Miras
a la gente que se mueve por la acera, pero no es tiempo aún de
enviar o
recibir señales.
Ahora es
preciso que
la noche
avance, y
de momento
te concentras
en descubrir
a tiempo
cualquier indicio
de riesgo. Siempre has
tratado de evitar el encuentro con algún hombre de La Ceiba.
No te perdonarías nunca
ese tipo de errores. De los hombres del barrio es mejor estar lejos,
por eso observas cada
rostro y te aseguras que ninguno esté cerca antes de dar sobre la
acera el primer
paso.
Hoy
la noche promete una aventura plácida. Aunque es temprano, mucha
gente ocupa los espacios de reunión. Frente a Coppelia hay
dos adolescentes travestidos,
y te encuentras otros cinco junto a las verjas de hierro del Siete
Mares. Antes de llegar a la intersección de G ya has visto
más de veinte. Pero esas
son, como
tú, mariposas
de periferia.
Si están
temprano aquí
es porque viven
lejos. Vienen de San Agustín y las barriadas de La Lisa, de Santa Fe
y la playa Baracoa, de
Alamar y los suburbios del Este. Otra vez se cumple esa
interrelación inevitable: la ciudad convoca y la periferia
asiste. Las luces del Vedado
y las aceras limpias funcionan como señales seductoras para esos
chicos que han llegado en
lentos trenes calurosos y aburridos, en autobuses de línea
larga o en algún transporte ocasional. Ahora deben esperar
que la noche avance. Tendrán
su media hora de placer en algún sitio oscuro, o quizá no tengan
nada y en vano gastarán
fuerzas y tiempo trillando una ruta fija desde la calle G hasta
Malecón. Muchas
veces eso mismo ha
pasado contigo.
En
la noche joven cabe esperar un desenlace favorable. Mientras las
horas pasan te entretienes
observando a la concurrencia. Y hoy tienes por aquí una
multitud variada. A los adolescentes travestidos de la
periferia se han sumado
especímenes de mayor edad. Los hombres de tu generación son
abundantes, e incluso
te cruzas
con individuos
más viejos.
Antes de
la medianoche
ya la colección está completa. Toda una amplia gama de personas
con inclinación homosexual
está presente
en el
Vedado en
la noche
del sábado.
Te los
encuentras muy jóvenes o muy viejos, vestidos de la forma más
extravagante y llamativa o
con el atuendo simple que puede pagar su dinero escaso. Te fijas en
la ropa y sacas conclusiones sobre la situación financiera de
la persona. Tú mismo vas
vestido con prendas muy baratas. No te puedes costear los zapatos
que ves, ni un bolso esplendoroso, ni un vestido más caro. No
tienes un ingreso fijo,
pero no estás tan mal. Peores cosas pueden verse esta noche. Te lo
confirma el atuendo
risible de ese individuo alto que pasa con
apuro. Es un hombre mayor. Lleva
una chaqueta verde brillante, falda de mezclilla oscura, peluca
negra deshilachada
y un bolso
ridículo en la mano.
Casi choca
contigo en la calle
O. Taconea con dificultad sobre la acera con sus zapatos ambarinos
charolados y no pone
atención. Se apura, quizá, hacia una cita en G. Va subiendo por La
Rampa envuelto en la abstracción que provocan las citas. Para
una persona de su edad
debe ser
difícil conseguir
un amante,
y te
quedas mirando
su chaqueta verde y su torpe andar de hombre cansado. Te detienes, lo
miras, lo pierdes en el cruce
de L y piensas que así mismo andarás tú cuando pases de cincuenta.
Lucirás un atuendo
tosco y te apurarás
hacia una cita, si
es que a esa edad
todavía las citas
son posibles.
La
reflexión te pone triste.
Bien, no es
tristeza. No es
nada. Ese
rostro sombrío
sólo es otra forma de encarar tu condición. Los hombres como tú
deben sonreír aunque les
duela. Y tú sonríes. Apartas de la cabeza esa visión futura,
llenas los pulmones con el aire salino de La Rampa y te
dispones a pasar por quinta
vez frente a las torres blancas de Coppelia. ¿Cuántas vueltas te
faltan esta noche?
¿Cuántos guiños
de la
suerte, y
cuántas decepciones?
Hoy la competencia está muy fuerte. Y todavía faltan en la calle
las mariposas locales. Los
chicos del Vedado salen de casa después de la medianoche. Pueden
hacerlo así porque viven
muy cerca. No dependen de un tren o un autobús incómodo. Y
ahí ya los ves, en la esquina del Yara. Visten mejor que tú,
y tienen más suerte. Suelen
ser despiertos y agresivos, y en general no es bueno acercarse. Saben
que vienes del suburbio.
Eso por aquí tiene su precio. Lo sabes y te alejas. Sigues
hasta la intersección de G, cruzas la calle y te sientas en
un banco de madera. Hoy
más que nunca te duele la espalda, y los pies han comenzado a
hincharse. Durante media
hora das descanso al cuerpo. Masajeas los músculos gemelos,
rotas la espina
dorsal, te acaricias los
tobillos.
Todavía
no son las dos y ya caminas por la acera. Falta muy poco para el fin de la noche y no has encontrado a nadie. Será un tiempo
perdido, como tantas veces,
pero no importa. No siempre se consigue. Volverás el sábado
siguiente, y el
otro. Así, y así, hasta
el fin de los
días.
Antes
del amanecer decides irte a casa y arrastras tu infortunio hasta el
parque deportivo de la calle B. Si el custodio te pregunta
cómo te fue en la noche le
dirás que todo estuvo bien. Nunca le cuentas los detalles, ni tienes
por qué hacerlo ahora.
Intentas sonreír, y casi lo logras. La sonrisa se esfuma en la
esquina de F: una pareja va saliendo del pasillo oscuro.
Reconoces la chaqueta verde,
la peluca negra deshilachada y los zapatos ambarinos. Es el mismo que
chocó contigo en la calle O poco antes de la medianoche. Se
hace acompañar por un
hombre muy grueso. Se alejan tomados de la mano hacia los bancos de
madera de la calle G. Tú enderezas los pasos hacia el parque
deportivo y vas pensando
que nadie puede predecir la suerte, ni se debe desdeñar una
posibilidad por remota
que parezca. Pero
no será hoy que pase algo
contigo. Ahora debes irte a
casa, y eso es lo que vas
a hacer.
Cuando
el viejo custodio te pregunta le dices que la noche fue perfecta. Y
para mostrarle que todo estuvo bien te paseas desnudo ante sus
ojos, rozas su pelvis y le
lanzas el aliento al rostro. Es un hombre viejo y no reacciona de la
forma que esperabas, o quizá nunca tuvo la intención de
tocarte. No estuvo bien ese
desliz, y lo lamentas. Quieres soltar alguna frase de disculpa y
terminas diciéndote
que no.
Es cierto
que el
desliz estuvo
mal, pero
no hay
que disculparse.
Después del fracaso de la noche has hecho lo que haría cualquiera:
fue un
intento último
y desesperado.
Y el
custodio parece
comprender la
situación. Te
mira sin rabia y
te sostiene el
espejo.
Terminas
de vestirte y sales a Veintitrés. Cuando bajas por G hacia la parada
de la
avenida Boyeros
falta menos
de una
hora hasta
el amanecer.
Puedes hacer el viaje a casa en uno de esos autobuses repletos, o en un
taxi de línea, si es que alguno
aparece. Lo más común es tomar un carro americano de alquiler de
los que cubren la ruta del
aeropuerto. Pero tendrás que esperar, en cualquier caso.
Pronto saldrá el sol y te herirá los ojos. Después de la
trasnochada inútil no hay nada
peor que ver salir el sol. La luz lastima las retinas y obliga a
mantener los ojos bajos.
Con suerte estarás en la parada menos de una hora. Todo ese tiempo
esconderás la mirada. Serás uno más entre tantos jóvenes
que se apuran hacia algún
destino incierto
y olvidarás
el fracaso.
¿Lo olvidarás?
¿De verdad
lo olvidarás?
Sabes que
no. Otras
veces has
logrado apartar
de la
cabeza la
caminata en vano,
pero ahora no.
Te molesta esa
imagen del
hombre viejo
travestido que logró encontrar pareja. Te molesta su edad, su
atuendo ridículo, sus
zapatos pasados de moda. Debes reconocer que te molesta su suerte. Te
maldices por dentro, y maldices el desliz con el custodio.
¿Fue una insinuación? Fue
más. Lo provocaste de manera abierta, y eso estuvo mal. El custodio
no es parte de la jungla,
ni tiene por qué enderezar tu mala estrella. Pero querías sentir
algo más que una mirada. Un roce de sus dedos
de varón habría estado muy bien. Un
apretón, quizá, y te irías a casa envuelto en esa tonta ensoñación
de adolescente.
Durante
media hora
te debates
entre lo
que fue
y lo
que pudo
ser. El
horizonte ya
se tiñe
de naranja
y rosa
y tu
transporte no
aparece. Maldices
al país,
como si
fuera culpable.
Maldices la
tonta periferia
que te
tocó para
vivir. Te
enredas en
ese juego
de culpas,
país y
periferia y
no ves
las franjas
amarillas de un trompo de hormigón. Es papá. ¡Papá! Te ha
reconocido entre la masa de
viajeros matutinos y detiene el camión a pocos metros. Y tú
te alegras de que sea papá.
Corres al trompo, subes a la cabina y te acomodas en tu sitio sin
hablar. Sabes que va a
preguntarte cosas y te sientes muy mal porque no tienes ningún
deseo de responder. Pero tu padre no pregunta nada. Se
concentra en el tránsito, como
siempre, y silba por lo bajo una canción. Se ve feliz, o así lo
crees. A un hombre feliz
no le molesta la mala suerte ajena. Y tú, ¿podrías ser feliz
alguna vez? Te lo
preguntas mirando la tez clara de tu padre. ¿No es ese un rostro
luminoso? ¿No es ese el semblante que se espera de una
persona satisfecha? Eso no
es para ti. Al malhumor del fracaso nocturno y la vida vacía se suma
la aprensión de un hecho
simple: vas de regreso a casa. Y tu casa está en ese hueco
maloliente conocido por La Ceiba. Te sientes mal y lo
demuestras con la cara retorcida
y el aliento seco. Aprietas la mochila y te resistes a aceptar tu
situación. La avenida
Boyeros te parece larga y tediosa como sólo puede ser el camino
hacia un sitio no deseado. Un auto ligero irrumpe en la senda
y se detiene de pronto. Tu
padre frena el trompo de manera tan brusca que tu cabeza choca en el
cristal del parabrisas. No es un golpe severo, ni te provoca
ninguna contusión, pero
tu padre insiste en examinarte el cráneo. En realidad fue más susto
que otra cosa, y tu padre
maldice, baja del trompo y discute con el chofer imprudente.
Temes que algo malo ocurra porque el otro es mucho más
voluminoso, pero la discusión
no pasa de unas palabras airadas y una disculpa cualquiera. El auto
arranca y se aleja, y tu padre se agacha a revisar las
mangueras del freno. Por un
momento quedas solo. Tus ojos recorren las cortinas, el toldo,
las alfombras del piso. La
caja de herramientas se corrió con el frenazo. La luz de la cabina
hace brotar de su interior
algún destello verde, y tú te acercas, estiras la mano y sacas
una chaqueta brillante, una peluca negra deshilachada y un
bolso de mujer. En el fondo,
lustrosos como islas de charol, se vislumbran los zapatos ambarinos.
No sabes qué pensar, y en
realidad no piensas nada. Sólo sostienes la chaqueta y
acaricias la peluca, y antes que tu padre suba lo devuelves
todo a su lugar y empujas
la caja bajo el asiento del chofer. Cuando llegan a La Ceiba todo
está en calma. No ha
pasado nada de lo que debieran hablar. Nadie tiene derecho a
protestar una conducta ajena, y tú no tienes objeciones ni
reparos sobre lo que tu padre
haga con su vida.
Pero
algo ha cambiado en tu interior. Ahora ya no te molesta la discusión
de tus padres. Te apoyas
en la ventana y sonríes viendo la luz precoz del sol en las
chimeneas de la planta de hormigón. Por un segundo piensas si
valdrá la pena trabajar
allí. ¿No dijo tu padre que había una plaza de contador? Lo dijo.
Papá lo dijo, y nadie
mejor que él para recomendar un trabajo o sugerir una decisión. Te
quedas un rato más en la ventana mirando el amanecer. Los
cuervos alzan el vuelo, se
elevan en un grupo compacto hasta las nubes y hacen un círculo en el
cielo de La Ceiba. Y tú los ves pasar sobre la casa en una
bandada bulliciosa, cierras
los ojos y sonríes otra
vez.
Relato galardonado con Mención del Jurado en el XX Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2022
Me transporté al Vedado, llegué hasta el Malecón y pude ver a esas “ mariposas “ de la noche . Con que sensibilidad describes la noche de esa Habana oscura , intrigante , dolorosa en la noche .
ResponderEliminarPero tan luminosa , cálida y alegre en el día.
Y … siempre amada .
Gran cuento, Hemerio es uno de los mejores narradores de Cuba. Sin dudas.
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