martes, 9 de julio de 2024

Los cuervos vuelan al amanecer......Emerio Medina

Foto: Mariette Pathy Allen, Caminando de noche (La Habana) 
Es sábado en la tarde. Llegó la hora de salir hacia La Habana. El tren se detiene unos pocos minutos en la parada de La Ceiba y nunca espera a nadie. Nunca lo hizo, y no serás la excepción. Te apuras, y en el momento de apartarte del espejo y girar hacia la puerta, tu madre entra al cuarto y se pone a inspeccionar tu aspecto. ¿Qué le puedes decir? Todas las madres son iguales: andas con prisa y ella se empeña en revisar. Te mira el pelo, la cara recién afeitada, los bolsillos    del pantalón. Hace lo mismo de aquellos años en que eras un niño y te vestías para la escuela. Y lo mismo hizo después, cuando el tiempo pasó y te convertiste en mozo. Ahora intenta mirarte los dientes y tú apartas la cabeza. No entiende que ya tienes veinticinco. Nunca lo entenderá, ni dejará de preguntar cuándo le darás el primer nieto. Por suerte no ve la mochila. Bien, no es suerte, sino precaución. Siempre la escondes hasta el final, y a la hora de irte no le das  tiempo a nada. Ella nunca sabrá que ahí llevas un vestido, zapatos de tacón y accesorios de hembra. No lo puede saber. Quizá se lo digas algún día, cuando pasen los años, como lo han hecho otros. Los amigos te lo han dicho, esas cosas llevan tiempo. Unos meses, quizá, o toda una existencia. Ya eso se verá. Llegará el momento y tendrás el valor. Pero nunca podrías contárselo a tu padre. Sabes que te mataría.  Sí, literalmente, te mataría.  Reventaría tu cabeza contra las columnas del portal y esparciría tus sesos en el piso de esta casa que él construyó para ti. Así te ha dicho siempre: construí esta casa para ti. Ha pasado la vida manejando un trompo de hormigón. Todavía trasnocha y espera que ocupes su lugar y le llenes la casa de mocosos.
         Por ahora no te importa lo que tu padre hará contigo cuando sepa que te gustan los hombres. Sólo te interesa llegar a tiempo a la parada del suburbano. Es el único transporte que puede acercarte al centro. Y ya casi oscurece. Miras por la ventana y ves el sol muriendo en las chimeneas de la planta hormigonera. La brisa seca de la tarde anuncia que esta noche no habrá lluvia, y eso es muy bueno. ¡Cuántas veces la lluvia te ha estropeado el momento! ¡Cuántas veces se te mojaron los pies y tuviste que regresar con la ropa mojada y la nariz chorreando esos mocos molestos! En las noches de lluvia la ciudad es peor que cualquier cosa. Los paseantes se apretujan en espacios techados y es preciso soportar el aliento de gente desconocida, de borrachos y viandantes malolientes. Alguien aprovecha la oportunidad para rozarte. Puede ser un toque suave, y en ese caso lo mejor es callar y cerrar los ojos. No tienes nada en contra del roce ingenuo de unos dedos. Ciertas veces el roce te ha salvado la noche: te has ido a casa envuelto en una turbación de mozalbete, has dormido en silencio, has soñado con hombres.
         No abundan en la ciudad los roces suaves. Algún ser asqueroso te ve escapando de la lluvia en esa pose frágil de mariposa herida y trata de tocarte con rudeza, como si tu ropa de mujer lo autorizara. En casos como ese la cercanía de una piel ajena se vuelve un castigo inaguantable para el cuerpo. La calle mojada es una trampa vieja de la urbe dormida. Una de tantas trampas. Una más en la lista de amagos y asechanzas. Si quitas el oropel de los anuncios y el brillo de las luminarias sólo queda la selva. Los seres frágiles se entregan, perecen o se alejan derrotados. Y tú sólo te entregas cuando la oportunidad parece buena. Muchos se entregan por dinero y nunca pierden, pero tú no cobras el servicio. No te gusta llamar servicio a lo que haces cada noche de sábado. Prefieres llamarle interacción sexual, o juego erótico, o simple goce. Lo cierto es que se trata de una relación efímera. Por el momento no te atreves a encarar tu condición y mostrarle al mundo tu realidad concreta. Aquí, en la periferia de la vida, nadie te da derecho a mostrarte como eres. Lo prudente es guardar las apariencias, reprimir las ganas y buscar satisfacción nocturna en la ciudad.
        Es el sexo lo que te atrae a la calle Veintitrés. Son las luces sobre la acera, los espacios limpios, la oportunidad de ser deseado. En el laberinto del diseño arquitectónico es fácil encontrar a la persona y ponerse de acuerdo. Allí se muestra y se ofrece lo que en tu barrio está prohibido. La gente de La Ceiba se ahoga en una vida miserable. Vida de convenciones y secretos bien guardados. Vida de encierro y sordideces escondidas. Es un infierno sin nombre donde nadie se muestra como es. Por eso sales en la noche del sábado. Tomas el tren de la tarde hasta la estación de Tulipán y te vas al Vedado. Te vistes de hembra y caminas por Veintitrés hasta que las piernas duelen.
         Ya tu madre salió del cuarto y tú estás listo. Espera. Revisa la mochila. Siempre tienes miedo de que algo te falte. Vestido, zapatos de tacón, peluca, rímel, pintalabios, adminículos femeninos. Hoy todo está muy bien. Todo está en su sitio exacto y nada va a impedir tus vueltas nocturnas por las aceras del Vedado.
         A esta hora ya la gente empieza a recogerse. Todos han regresado del trabajo y se encierran en sus pequeños mundos habitables. Se confinan a comer sus comidas magras, a contar un chiste viejo, a ver la televisión. No hay otra cosa que hacer en La Ceiba, y ese ni siquiera es su nombre oficial. Lo has buscado en los registros y sólo existe bajo la poco honrosa denominación de Concretera Nacional. De un lugar así es mejor apartarse. De un sitio como este uno se aleja para siempre y olvida el camino de regreso. Pero tu padre habla con orgullo del día en que el barrio se empezó a formar. Siempre hace el mismo cuento cuando están todos sentados a la mesa, y tú lo escuchas sin oír y vuelves los ojos hacia las luces de la ciudad distante. Eso que tu padre cuenta no te interesa, pero no te atreves a interrumpir. Él tiene sus propios argumentos y su historia propia. No es posible que sus aspiraciones coincidan con las tuyas. Su vida se ha gastado entre el camión y la fábrica de concreto. Ya pasa de los cincuenta y su tiempo expira. De noche discute con tu madre y sale a dar sus vueltas de hombre solo. Nunca has interferido en la vida de tus padres, pero te molestan sus discusiones diarias. Tu madre está cansada y amenaza con irse a cualquier sitio. Te preguntas a dónde iría si llegaran a separarse, y si podrías irte con ella. Pero no tiene a dónde ir, y tú tampoco. Ninguno de los dos puede hacer nada. La vida continúa de la manera que está hecha. Algunos deben soportarlo todo, y callar, y seguir viviendo. Tu madre, por ejemplo. El sufrimiento la hace parecer más vieja. Sólo te tiene a ti, y eso lo entiendes, pero no tienes forma de cambiar su situación. Y  tu padre no es malo. Se ocupa de la casa y procura que nada falte. Bien se le puede perdonar algún desliz. Luce cansado, como todos los hombres de este barrio, y no tendría manera de entender que estás asqueado hasta la muerte de estas calles polvorientas, de las zanjas de aguas negras, del olor a cemento y a carburo blanco. Todo lo bueno que puede ofrecer la periferia se acaba al anochecer. Lo que sigue es una sucesión de oscuridades. Los hombres jóvenes del barrio se reúnen a beber en los bancos del parque y la reunión termina en botellazos. No es para ti esta vida violenta. Para ti, no. Necesitas ensueño y   luces, y buscas la posibilidad de sentirte a gusto en un sitio donde nadie te conoce: te vistes de mujer, flotas sobre la acera y estás seguro de que nadie podría reconocerte.
          Al salir de la casa ya es muy tarde. Desde el portal escuchas el pitazo del tren. Corres sobre el polvo y descubres que el apuro es vano: ya el tren se fue. Ese pitazo que escuchaste fue el último aviso. Lo escuchas otra vez en la distancia y te suena como un aullido triste. El tren se aleja de La Ceiba y tú quedas burlado en la parada. Era tu única posibilidad de salir de este hueco maloliente. Ahora la noche será larga. El olor del cemento no te dejará dormir. Los perros ladrarán en tu ventana, y al amanecer te despertará la discusión cuando tu padre vuelva de su correría nocturna y tu madre empiece a pedir cuentas. Maldices tu suerte y caminas por las vías con la mirada baja. No sabes qué hacer. Puedes llegar a pie hasta la avenida Boyeros y tratar de irte a la ciudad en cualquier cosa. Otras veces lo has hecho, pero nunca tan tarde. Ya casi oscurece. A esta hora el transporte se pone difícil. Lo piensas otra vez. Irte a casa no es una opción apetitosa, pero no hay otro sitio. Decides volver. El ruido de un camión te hace levantar los ojos.
          Es tu padre. Para suerte tuya y del mundo, también va para la ciudad. Puede acercarte hasta la avenida Carlos Tercero. Esto es mejor que hacer el viaje en el tren. Desde Carlos Tercero hasta Veintitrés hay unas pocas cuadras. El único problema es que no te gusta viajar con tu papá. Hace tiempo no viajas con él. Temes que te haga preguntas personales. Ciertos aspectos muy específicos de tu vida no son de su incumbencia, y no estás dispuesto a responder ni explicar nada. Si subes a la cabina caerás en una trampa. La cercanía puede generar situaciones incómodas. Durante más de media hora estarás expuesto a un interrogatorio fastidioso. Pero no te queda opción. Si no subes no irás al centro y te perderás por esta noche la posibilidad de ser deseado. Lo piensas un segundo, curvas los labios y te acomodas en el asiento del acompañante.
          Dejan atrás La Ceiba y se incorporan al tráfico vespertino de la avenida Boyeros. Tú vas callado y tenso. Vas esperando las preguntas y escogiendo las respuestas. Tu padre también calla y se concentra en el tránsito. Él siempre ha sido cuidadoso en la vía. Conducir un trompo de hormigón dentro de la ciudad requiere cuidados adicionales. Y este es el mismo camión que recuerdas de niño. La cabina es la misma, pero tiene algunos cambios. El interior se ve muy amplio y cómodo. Todo está limpio y ordenado, y huele bien. Tu padre ha puesto cortinas corredizas en las portezuelas, y el parabrisas se puede cubrir por dentro con un toldo arrollable. Bajo el asiento del chofer hay una caja de herramientas, pero eso no es nuevo. En tu infancia ese cajón metálico sin tapa siempre estuvo ahí. Se deslizaba en los frenazos del camión y rodaba hacia el pedal del acelerador. Tu padre soltaba palabrotas cuando la caja se le metía entre los pies y amenazaba con romperla a martillazos y echarla a la basura. En tus años de adolescente nunca la viste. Quizá él se cansó de topetar en la cabina y se deshizo de ella o la puso en otra parte. En ese tiempo se empeñó en enseñarte a manejar. Se ponía bravo contigo porque no querías. Te gritaba. Amenazaba con golpearte la cabeza y llorabas. Un día dejó de insistir y ustedes dos se apartaron bastante. Según recuerdas, nunca más subiste al camión. Y aquí vas tú ahora. Temes sus preguntas, y callas, pero él calla también. Seguro entiende que ya eres un hombre y no hay necesidad de preguntar más de la cuenta. Debe parecerle normal que vayas a la ciudad en la noche del sábado. Todos los jóvenes de La Ceiba suben al tren y se van a alguna parte. Ese tren cansado que pasa por la tarde es la única vía de escape. Ahora entiendes las razones de papá para aferrarse a su camión. Si en el país de los ciegos un tuerto es rey, en el país sin transporte un chofer es mucho más. Y él lo ha hecho muy bien. Ha convertido la cabina del trompo en un sitio acogedor. Sale a su antojo de la periferia porque tiene su transporte propio. Regresa en la madrugada, soporta la andanada de tu madre y se va a trabajar: carga el trompo con cinco metros de hormigón y vuelve a la carretera. Parece que no se cansa, y ahí lo ves, sin hablar. Lleva la mirada fija en la avenida y no muestra el mínimo interés por saber a dónde vas. Lo comparas con otros hombres de su edad. Si tú eres parte de la generación de la apatía, él pertenece a la generación cansada. Es uno de esos honestos ciudadanos que aprendieron a vivir del sueldo y ven con malos ojos los cambios de la modernidad. Bien, eso de vivir del sueldo es puro cuento. No conoces a nadie que viva de su sueldo. Ni siquiera tu padre, aunque trabaje los siete días de la semana. La alquimia de estos tiempos exige fuentes de ingreso adicionales. La gente ya aprendió. Tu padre, por ejemplo. Si viaja de noche en el camión desde La Ceiba hasta La Habana no será para llevar cinco metros de concreto. En este caso la ciudad demanda y la periferia asiste, y ahora te preguntas si en lugar de hormigón el trompo lleva otra cosa, y si la caja metálica bajo el asiento del chofer no contiene herramientas, tornillos y juntas de repuesto, sino mercancías y efectos de otra índole. Pero no es tu problema. No tienes nada que decir sobre lo que tu padre hace para buscar dinero. Él mantiene la casa y no te exige trabajar ni aportar nada. Cuando terminaste el curso de Finanzas, te consiguió colocación en la planta hormigonera. Es un puesto de contador con un salario decente. Dijo decente y sonrió al hacerlo, y curvaste los labios y dijiste que no. No le molestó tu decisión, ni argumentó más nada, y ahora tiene la misma expresión de aquel momento: ojos profundos y mirada distante, boca cerrada en línea tensa, rostro sombrío bajo el arco rugoso de la frente. Luce muy alto en el asiento del chofer con la cabeza reclinada al espaldar. Ya pasa de los cincuenta y  se mantiene joven y fresco. Sigue allí sin hablar, como si no hubiera entre ustedes un tema de conversación. Cuando el trompo pasa frente a la terminal de ómnibus él levanta los ojos al cielo oscuro de La Habana, te mira por un segundo y sólo entonces abre la boca y te pregunta si crees que lloverá esta noche. Giras la cabeza, observas el entorno y no encuentras las señales de una lluvia próxima. El calor del día empieza a disiparse. Estás seguro de que no lloverá, y así lo dices, y en realidad lo has dicho para ti. La noche del sábado empieza bien. Todo está bajo control, incluyendo la lluvia, y cuando el trompo gira a la derecha en la avenida Carlos Tercero y se detiene a pocos metros te parece que todo está muy bien. Bajas de la cabina sin despedirte, cruzas la avenida y te detienes en la acera de la calle G. Miras atrás y no ves a nadie. Tu padre y su camión han desaparecido en la noche temprana, y tú muy pronto desaparecerás también. En media hora serás un ente irreconocible para el mundo. Caminarás por Veintitrés como una hembra voluptuosa y esperarás que alguien deseable se te acerque. Pero eso será más tarde, cuando te hayas puesto la ropa que traes en la mochila. Ahora debes ir al sitio donde la transformación ocurre. Metamorfosis, ha dicho alguien. Bien, metamorfosis. Nunca has querido discutir en torno a esa palabra. Alguien cercano se ha encargado de explicarte que así se llama el proceso de cambio. Y tú cambiarás muy pronto. Entrarás como un hombre al parque deportivo de la calle B y saldrás de allí como mujer. Lo tuyo es eso, llámese metamorfosis, transformación o de otra forma cualquiera. Lo que te importa es vestirte y caminar por Veintitrés. Lo demás se lo dejas a la suerte.
         No fue tan fácil descubrir el parque. En esos días iniciales llegabas de La Ceiba y no tenías un lugar para cambiarte. Debías hacerlo en un portal cualquiera, detrás de una columna, en los jardines de F y 21 o entre las raíces de los ficus en la calle G. Alguna vez probaste hacer el cambio en el baño del cine Yara y una empleada armó un escándalo. Fue molesto recoger tus cosas y mirar a los ojos de la gente. Durante un tiempo deambulaste por las calles del centro hasta que una amiga prostituta te dio la solución: por muy poco dinero era posible travestirse en la caseta del custodio del parque deportivo. El custodio es un hombre viejo y no pone objeciones ni reparos, ni tiene a mal dejarte solo mientras te das los últimos retoques en los labios y los pómulos. Pero se queda allí cuando te vistes y lo mira todo. Lo disfruta, quizá, en esa forma vaga en que los hombres viejos disfrutan mirar un cuerpo ajeno. Todavía lo disfruta, o parece disfrutarlo, y no te cobra nada. Te ayuda con el cierre del vestido y te sostiene el espejo, y cuando vuelves en la madrugada pregunta cómo te fue.


Aquí todo tiene trazas de avenida desierta. El verano se acerca y empuja desde el muro del malecón una brisa caliente. No te importa el calor de la noche ni la ausencia de automóviles porque estás vestido de mujer. Llevas un vestido negro ajustado y zapatos de tacón de cinco pulgadas. La peluca rubia y crespa cubre tus hombros y una parte de la espalda. Te has pintado los labios con discreción y de tus orejas cuelga un par de tijeretas doradas. Un bolso de piel marrón completa el atavío nocturno. Aunque debas mantener la tensión de los músculos gemelos y contraer la espalda, te sientes bien y no habría forma de hacerte sentir mejor.
         Estás mirando la calle Veintitrés desde el portal del cine Yara. Las luces del hotel Habana Libre rebotan en las cúpulas de Coppelia y son motivo suficiente. Lo que ves atrapa tu atención y logras desconocer el dolor de las piernas. Por un momento logras olvidar el hueco de donde vienes. A ver lo que mirarías si estuvieras en La Ceiba, de pie junto a la ventana de tu casa. Quizá no mirarías nada. ¿Acaso hay algo que mirar allí? Y aquí te sientes bien y piensas que nadie tiene derecho a meterse en los asuntos de nadie. Es vida privada, al fin y al cabo, aunque en este caso la privacidad tenga que ver con un espacio abierto y una calle iluminada. En la televisión han dicho que la ley no prohíbe vestirse de mujer, pero esas son noticias para habitantes ingenuos. ¿Cuándo ha dicho la televisión alguna cosa cierta? ¿Cuándo se han tenido en cuenta los intereses de la gente? Y, en general, ¿qué se entiende por gente? Los hombres como tú no entran en esas listas, y los arrabales como el tuyo simplemente no existen.
         No hay nada que llame la atención en el amanecer de tu barrio oscuro. No te gusta ver el vuelo de los cuervos cuando el sol va saliendo y el horizonte se pone rojo en las colinas. Los cuervos son pájaros de suburbio. El hecho de mirarlos te hace recordar el sitio que te tocó para vivir. Cuando se elevan al cielo matutino y vuelan en bandadas sobre tu casa te parece que lo hacen para martirizarte.
          Sólo en la infancia te gustó ese sitio. Te quedabas en la ventana hasta muy tarde y veías pasar hacia la planta de hormigón los carretilleros descalzos. En aquel tiempo los muchachos robaban cemento. Volvían con los brazos sucios y la cara manchada. Empujaban su carretilla sin ponerte atención, y tú tampoco los tenías en cuenta. Para ti eran cuerpos ambiguos moviéndose en la intemperie. Simples figuras desdibujadas en la tierra. Sombras ajenas, dueños de una vida poco interesante. Las bandas amarillas del trompo de tu padre te interesaban más. El camión pitaba a pocos metros y tú silbabas por lo bajo aquella canción del camionero enamorado, y cuando salías de la escuela ibas directo a casa y no a tirar piedras al perro del vecino ciego, como hacían todos los niños.
          Miras a la gente que se mueve por la acera, pero no es tiempo aún de enviar o recibir señales. Ahora es preciso que la noche avance, y de momento te concentras en descubrir a tiempo cualquier indicio de riesgo. Siempre has tratado de evitar el encuentro con algún hombre de La Ceiba. No te perdonarías nunca ese tipo de errores. De los hombres del barrio es mejor estar lejos, por eso observas cada rostro y te aseguras que ninguno esté cerca antes de dar sobre la acera el primer paso.
         Hoy la noche promete una aventura plácida. Aunque es temprano, mucha gente ocupa los espacios de reunión. Frente a Coppelia hay dos adolescentes travestidos, y te encuentras otros cinco junto a las verjas de hierro del Siete Mares. Antes de llegar a la intersección de G ya has visto más de veinte. Pero esas son, como tú, mariposas de periferia. Si están temprano aquí es porque viven lejos. Vienen de San Agustín y las barriadas de La Lisa, de Santa Fe y la playa Baracoa, de Alamar y los suburbios del Este. Otra vez se cumple esa interrelación inevitable: la ciudad convoca y la periferia asiste. Las luces del Vedado y las aceras limpias funcionan como señales seductoras para esos chicos que han llegado en lentos trenes calurosos y aburridos, en autobuses de línea larga o en algún transporte ocasional. Ahora deben esperar que la noche avance. Tendrán su media hora de placer en algún sitio oscuro, o quizá no tengan nada y en vano gastarán fuerzas y tiempo trillando una ruta fija desde la calle G hasta Malecón. Muchas veces eso mismo ha pasado contigo.
     En la noche joven cabe esperar un desenlace favorable. Mientras las horas pasan te entretienes observando a la concurrencia. Y hoy tienes por aquí una multitud variada. A los adolescentes travestidos de la periferia se han sumado especímenes de mayor edad. Los hombres de tu generación son abundantes, e incluso te cruzas con individuos más viejos. Antes de la medianoche ya la colección está completa. Toda una amplia gama de personas con inclinación homosexual está presente en el Vedado en la noche del sábado. Te los encuentras muy jóvenes o muy viejos, vestidos de la forma más extravagante y llamativa o con el atuendo simple que puede pagar su dinero escaso. Te fijas en la ropa y sacas conclusiones sobre la situación financiera de la persona. Tú mismo vas vestido con prendas muy baratas. No te puedes costear los zapatos que ves, ni un bolso esplendoroso, ni un vestido más caro. No tienes un ingreso fijo, pero no estás tan mal. Peores cosas pueden verse esta noche. Te lo confirma el atuendo risible de ese individuo alto que pasa con apuro. Es un hombre mayor. Lleva una chaqueta verde brillante, falda de mezclilla oscura, peluca negra deshilachada y un bolso ridículo en la mano. Casi choca contigo en la calle O. Taconea con dificultad sobre la acera con sus zapatos ambarinos charolados y no pone atención. Se apura, quizá, hacia una cita en G. Va subiendo por La Rampa envuelto en la abstracción que provocan las citas. Para una persona de su edad debe ser difícil conseguir un amante, y te quedas mirando su chaqueta verde y su torpe andar de hombre cansado. Te detienes, lo miras, lo pierdes en el cruce de L y piensas que así mismo andarás tú cuando pases de cincuenta. Lucirás un atuendo tosco y te apurarás hacia una cita, si es que a esa edad todavía las citas son posibles.
        La reflexión te pone triste. Bien, no es tristeza. No es nada. Ese rostro sombrío sólo es otra forma de encarar tu condición. Los hombres como tú deben sonreír aunque les duela. Y tú sonríes. Apartas de la cabeza esa visión futura, llenas los pulmones con el aire salino de La Rampa y te dispones a pasar por quinta vez frente a las torres blancas de Coppelia. ¿Cuántas vueltas te faltan esta noche? ¿Cuántos guiños de la suerte, y cuántas decepciones? Hoy la competencia está muy fuerte. Y todavía faltan en la calle las mariposas locales. Los chicos del Vedado salen de casa después de la medianoche. Pueden hacerlo así porque viven muy cerca. No dependen de un tren o un autobús incómodo. Y ahí ya los ves, en la esquina del Yara. Visten mejor que tú, y tienen más suerte. Suelen ser despiertos y agresivos, y en general no es bueno acercarse. Saben que vienes del suburbio. Eso por aquí tiene su precio. Lo sabes y te alejas. Sigues hasta la intersección de G, cruzas la calle y te sientas en un banco de madera. Hoy más que nunca te duele la espalda, y los pies han comenzado a hincharse. Durante media hora das descanso al cuerpo. Masajeas los músculos gemelos, rotas la espina dorsal, te acaricias los tobillos.
        Todavía no son las dos y ya caminas por la acera. Falta muy poco para el fin de la noche y no has encontrado a nadie. Será un tiempo perdido, como tantas veces, pero no importa. No siempre se consigue. Volverás el sábado siguiente, y el otro. Así, y así, hasta el fin de los días.
          Antes del amanecer decides irte a casa y arrastras tu infortunio hasta el parque deportivo de la calle B. Si el custodio te pregunta cómo te fue en la noche le dirás que todo estuvo bien. Nunca le cuentas los detalles, ni tienes por qué hacerlo ahora. Intentas sonreír, y casi lo logras. La sonrisa se esfuma en la esquina de F: una pareja va saliendo del pasillo oscuro. Reconoces la chaqueta verde, la peluca negra deshilachada y los zapatos ambarinos. Es el mismo que chocó contigo en la calle O poco antes de la medianoche. Se hace acompañar por un hombre muy grueso. Se alejan tomados de la mano hacia los bancos de madera de la calle G. Tú enderezas los pasos hacia el parque deportivo y vas pensando que nadie puede predecir la suerte, ni se debe desdeñar una posibilidad por remota que parezca. Pero no será hoy que pase algo contigo. Ahora debes irte a casa, y eso es lo que vas a hacer.
        Cuando el viejo custodio te pregunta le dices que la noche fue perfecta. Y para mostrarle que todo estuvo bien te paseas desnudo ante sus ojos, rozas su pelvis y le lanzas el aliento al rostro. Es un hombre viejo y no reacciona de la forma que esperabas, o quizá nunca tuvo la intención de tocarte. No estuvo bien ese desliz, y lo lamentas. Quieres soltar alguna frase de disculpa y terminas diciéndote que no. Es cierto que el desliz estuvo mal, pero no hay que disculparse. Después del fracaso de la noche has hecho lo que haría cualquiera: fue un intento último y desesperado. Y el custodio parece comprender la situación. Te mira sin rabia y te sostiene el espejo.
         Terminas de vestirte y sales a Veintitrés. Cuando bajas por G hacia la parada de la avenida Boyeros falta menos de una hora hasta el amanecer. Puedes hacer el viaje a casa en uno de esos autobuses repletos, o en un taxi de línea, si es que alguno aparece. Lo más común es tomar un carro americano de alquiler de los que cubren la ruta del aeropuerto. Pero tendrás que esperar, en cualquier caso. Pronto saldrá el sol y te herirá los ojos. Después de la trasnochada inútil no hay nada peor que ver salir el sol. La luz lastima las retinas y obliga a mantener los ojos bajos. Con suerte estarás en la parada menos de una hora. Todo ese tiempo esconderás la mirada. Serás uno más entre tantos jóvenes que se apuran hacia algún destino incierto y olvidarás el fracaso. ¿Lo olvidarás? ¿De verdad lo olvidarás? Sabes que no. Otras veces has logrado apartar de la cabeza la caminata en vano, pero ahora no. Te molesta esa imagen del hombre viejo travestido que logró encontrar pareja. Te molesta su edad, su atuendo ridículo, sus zapatos pasados de moda. Debes reconocer que te molesta su suerte. Te maldices por dentro, y maldices el desliz con el custodio. ¿Fue una insinuación? Fue más. Lo provocaste de manera abierta, y eso estuvo mal. El custodio no es parte de la jungla, ni tiene por qué enderezar tu mala estrella. Pero querías sentir algo más que una mirada. Un roce de sus dedos de varón habría estado muy bien. Un apretón, quizá, y te irías a casa envuelto en esa tonta ensoñación de adolescente.
         Durante media hora te debates entre lo que fue y lo que pudo ser. El horizonte ya se tiñe de naranja y rosa y tu transporte no aparece. Maldices al país, como si fuera culpable. Maldices la tonta periferia que te tocó para vivir. Te enredas en ese juego de culpas, país y periferia y no ves las franjas amarillas de un trompo de hormigón. Es papá. ¡Papá! Te ha reconocido entre la masa de viajeros matutinos y detiene el camión a pocos metros. Y tú te alegras de que sea papá. Corres al trompo, subes a la cabina y te acomodas en tu sitio sin hablar. Sabes que va a preguntarte cosas y te sientes muy mal porque no tienes ningún deseo de responder. Pero tu padre no pregunta nada. Se concentra en el tránsito, como siempre, y silba por lo bajo una canción. Se ve feliz, o así lo crees. A un hombre feliz no le molesta la mala suerte ajena. Y tú, ¿podrías ser feliz alguna vez? Te lo preguntas mirando la tez clara de tu padre. ¿No es ese un rostro luminoso? ¿No es ese el semblante que se espera de una persona satisfecha? Eso no es para ti. Al malhumor del fracaso nocturno y la vida vacía se suma la aprensión de un hecho simple: vas de regreso a casa. Y tu casa está en ese hueco maloliente conocido por La Ceiba. Te sientes mal y lo demuestras con la cara retorcida y el aliento seco. Aprietas la mochila y te resistes a aceptar tu situación. La avenida Boyeros te parece larga y tediosa como sólo puede ser el camino hacia un sitio no deseado. Un auto ligero irrumpe en la senda y se detiene de pronto. Tu padre frena el trompo de manera tan brusca que tu cabeza choca en el cristal del parabrisas. No es un golpe severo, ni te provoca ninguna contusión, pero tu padre insiste en examinarte el cráneo. En realidad fue más susto que otra cosa, y tu padre maldice, baja del trompo y discute con el chofer imprudente. Temes que algo malo ocurra porque el otro es mucho más voluminoso, pero la discusión no pasa de unas palabras airadas y una disculpa cualquiera. El auto arranca y se aleja, y tu padre se agacha a revisar las mangueras del freno. Por un momento quedas solo. Tus ojos recorren las cortinas, el toldo, las alfombras del piso. La caja de herramientas se corrió con el frenazo. La luz de la cabina hace brotar de su interior algún destello verde, y tú te acercas, estiras la mano y sacas una chaqueta brillante, una peluca negra deshilachada y un bolso de mujer. En el fondo, lustrosos como islas de charol, se vislumbran los zapatos ambarinos. No sabes qué pensar, y en realidad no piensas nada. Sólo sostienes la chaqueta y acaricias la peluca, y antes que tu padre suba lo devuelves todo a su lugar y empujas la caja bajo el asiento del chofer. Cuando llegan a La Ceiba todo está en calma. No ha pasado nada de lo que debieran hablar. Nadie tiene derecho a protestar una conducta ajena, y tú no tienes objeciones ni reparos sobre lo que tu padre haga con su vida.
         Pero algo ha cambiado en tu interior. Ahora ya no te molesta la discusión de tus padres. Te apoyas en la ventana y sonríes viendo la luz precoz del sol en las chimeneas de la planta de hormigón. Por un segundo piensas si valdrá la pena trabajar allí. ¿No dijo tu padre que había una plaza de contador? Lo dijo. Papá lo dijo, y nadie mejor que él para recomendar un trabajo o sugerir una decisión. Te quedas un rato más en la ventana mirando el amanecer. Los cuervos alzan el vuelo, se elevan en un grupo compacto hasta las nubes y hacen un círculo en el cielo de La Ceiba. Y tú los ves pasar sobre la casa en una bandada bulliciosa, cierras los ojos y sonríes otra vez. 


Relato galardonado con Mención del Jurado en el XX Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2022

2 comentarios:

  1. Me transporté al Vedado, llegué hasta el Malecón y pude ver a esas “ mariposas “ de la noche . Con que sensibilidad describes la noche de esa Habana oscura , intrigante , dolorosa en la noche .
    Pero tan luminosa , cálida y alegre en el día.
    Y … siempre amada .

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  2. Gran cuento, Hemerio es uno de los mejores narradores de Cuba. Sin dudas.

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