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Quisiera
llevar
a
Maida lejos del barrio. Lejos, donde podamos hacernos viejos y nadie
esté hablando de lo mismo. Necesito un sitio así para demostrarle
que las cosas no son como ella piensa. Lo ves, Maida, el mundo no es
como crees. Hay más cosas que vale la pena conocer. Cosas sencillas,
como el amor. Tú seguro no sabes lo que es el amor. Si me dejas, te
lo puedo enseñar. Te enseñaré a mirar adentro, al corazón. A
mirar bajo la ropa y descubrir la verdad. Pudiera pararme en tu
ventana cuando te quitas la toalla. Ser un ladrón, y estar allí.
Ser un ladrón no estaría mal.
O
mejor ser una mosca y colarme dentro del cuarto. Eso es. Quiero ser
ahora mismo una mosca joven y ágil. Un moscón callado para verte
bien. Quiero ser una mosca hambrienta y silenciosa posada en tu
ventana. Tengo el hambre de la mosca joven. Los ojos rápidos de la
mosca. Dientes de mosca y patas fuertes. Puedo estar en tu ventana
todo el tiempo, zumbando bajito para no molestar, y pasar la noche
ahí, mirándote, hasta que me dé la gana. Camino por la calle
oscura, levanto el polvo con los pies y pienso que soy una mosca
hambrienta y silenciosa.
La
mujer de Wilberto me hace recordar que no soy una mosca. Negrita
feíta en bata de casa, de pie junto a la cerca, esperando por
alguien. Tan joven, con el cuerpo a contraluz. Se acabó de bañar y
la piel le huele a agua, a jabón, a carne.Desde lejos se siente el
olor. El aire está soplando desde esa dirección. Un vientecito
suave, puede ser. Una brisa ligera. Nada se mueve alrededor. Sólo se
siente el aroma de la negra. El jabón que usó. Ella está buscando
a Wilberto. Pregunta si lo he visto.
Digo
que no. Me acerco. Busco la mejor posición para mirar. Un cuerpo de
mujer a contraluz puede enseñar muchas cosas. Son muchos ángulos
posibles, hay que buscar la mejor opción. Si la bata es fina todo es
más fácil. Ella cierra las piernas y pone las manos por delante. No
debió salir así. Seguro no esperaba encontrar a nadie en la calle.
Y aquí estoy yo. No soy una mosca. Tengo a Maida desnuda en la
cabeza, un remolino de ojos verdes sobre piel aceitunada. Es un
aluvión de sexo contenido, como luna inalcanzable, y la cabeza se me
pone mala. La sangre empieza a darme golpes en el cerebro. La sangre
puede ser molesta. Puede sacar a uno de paso y envenenarse sola. Así,
sin que uno quiera, sin que pueda detenerse a pensar bien las cosas.
Sólo dejarse llevar por el impulso. El fuerte golpe de la sangre. El
empujón. Las hormonas salen por chorros y acaban con lo que uno
tiene de paciencia o de miedo.
Esta
no es Maida, pero sirve igual. Las mujeres son como los gatos, todas
son prietas de noche. Todo depende del interés que se tenga. Del ojo
con que uno mire las cosas. Y ahora no estoy mirando con los ojos que
ven al interior. Ojos de comemierda son esos del corazón. Ojos de
mosca con hambre, mejor. Pueden ver escasamente lo que el cerebro
necesita. Y yo ahora necesito algo específico. Ahora, con Maida
desnuda en la cabeza, necesito una mujer.
Debo
tener cuidado, ésta es casada. No voy a meterme en problemas por una
mujer ajena. Eso siempre acaba mal. Termina uno chorreando sangre en
una esquina, con las tripas por fuera, aguantándose la barriga para
hablar y pedir auxilio, y la gente hablando de si le pasó por
comemierda o si no merecía esa suerte, y la mujer riéndose de todo
en otra cama, contándole a otro hombre las cosas que le hizo a uno
para que perdiera la cabeza y se metiera en candela.
Pero
el marido no está aquí ahora, y esa bata de dormir esconde algo.
Hay un momento en que el color no importa, ni los fantasmas. Ella
debe estar cansada de Wilberto, se me ocurre. Tiene la casa que el
papá le dejó para ella sola. El pobre negro se murió hace un año.
Tanto trabajo para hacer una casa y morirse, así como así, como si
fuera cosa de mala suerte o de destino. Debe ser el fantasma del
negro el que ronda por aquí. Asusta a los hombres que se acercan a
la negrita fea, y yo me asusto también. Me acuerdo de los cuentos
que hacen en el barrio. Hablan de un lamento en las paredes en las
noches más oscuras, cuando cae una llovizna fría sobre las casas y
las cercas. Se me eriza la piel.
Pero
ahí está ese cuerpecito a contraluz. Las manos tapan lo que pueden.
Nunca la había visto así. No tan de cerca. No tan en bata. No con
ese olor de jabón y de agua que sube desde abajo, y ahora está con
las manos sueltas, estirándose, empinando el pecho y entreabriendo
las piernas. Lo hace una vez, y vuelve. Todo se ve claro a contraluz,
como en un cine de barrio, y el único espectador soy yo.
Puedo
pensar que es una invitación. Quiero pensarlo. Quizá no le importa
si hablo mucho, si hablo más o si hablo menos, o si no hablo nada
interesante. Me siento bien pensando que esas cosas no le importan,
ni le importa el dinero, ni la conversación obscena, ni esos cuentos
que la gente hace en lo de Maida. Está esperándome porque tiene
ganas por dentro. Sigo la bata que se mueve delante. Ella se vuelve
una vez. Dos veces. Imagino que sonríe en el pasillo. No le puedo
ver la cara porque me da la espalda. La puerta está abierta. Alguna
luz se apaga adentro. La casa queda oscura. Es un lugar cualquiera
sin contornos ni definición, y no me gusta eso. No me gusta el
interior de una casa sin paredes visibles, sin puertas, sin ventanas
sencillas para mirar al exterior. Es la hora difícil. Entrar o no
entrar.
Si
me cogen aquí se puede armar un problema. Una bronca de verdad con
machetazos y sangre. Mi sangre, claro. La imagino correr por el piso
y meterse bajo la cama. Allá va mi sangre abriéndose camino sobre
los mosaicos. El rastro brillante se pierde en los rincones.
Desaparece y sigue junto a las patas de la cama. Culebrea y se asoma
donde menos se le espera. Es mi sangre lo que veo correr, y eso me
aguanta.
Wilberto
es mi amigo, pero no tanto. Digamos que más-o-menos-amigo. A los
amigos no se les hace esto. A los más-o-menos-amigos sí, aunque la
sangre corra con ese olor especial que tiene siempre. Es la sangre
propia, diseminada sobre piso ajeno, puesta a secar en pequeñas
islas oscuras, olorosas, atrayendo las moscas y dejando ver que la
vida se escapa, y uno se queda tranquilo sin saber qué hacer,
mirando sin hablar, sabiendo que se muere por ese paso malo, por no
haber pensado bien las cosas. Pero hay algún sabor en el peligro. Un
sabor especial. Algo obliga y llama, y uno piensa que va a salir
bien. Uno se engaña de esa forma porque quiere engañarse y se deja
llevar por el olor de una hembra que se acabó de bañar. Por eso
entro a la casa oscura. Hago como si no viera el charco de mi sangre
sobre los mosaicos.
Hay
un ruido de silla que se aparta. Unos pies se arrastran por el piso.
Una respiración se siente cerca. Un cuerpo choca con el mío. Es
ella. Es la negra. Está desnuda. Sólo estirar la mano y rozar el
cuerpo tibio. Tocar lo que se quiera. Entretenerse en las curvas
invisibles. En los contornos y las vueltas. En la pelambre corta de
animal y de hembra. Y arriba está ese resuello firme. Son olas en el
aire, como un mar que llega y acelera la sangre. Unos brazos se me
aferran al cuerpo. Unas manos agarran, se cierran, aprietan y obligan
a seguir una ruta en las sombras. Una cortina me roza la cabeza y los
hombros. Todo aquí es una clara sensación de fantasmas. Aquí estoy
yo, dejándome llevar, sintiendo que me hundo en una cama blanda.
Sobre los mosaicos vuelvo a ver el rastro de mi sangre. Es un camino
largo, sinuoso como un río con sus arroyos y sus pozas, pero no
importa. Afuera debe estar soplando el viento. Se moverán las
cercas. Se pintarán de polvo. Un poco más y estarán amarillas. Yo
estoy amarillo también dentro del cuarto tenebroso. Yo amarillo y
azul mirando sin ver nada. Sólo siento la cercanía de un cuerpo. Una
lengua me resbala en la barriga. Se deja ver la lengua con sus
dientes. En la oscuridad los veo. Y veo las curvas y las formas. Y
todo es para mí. Para mí, todo.
Negra
desnuda en la oscuridad puede ser mejor que cualquier cosa. Negra
jovencita y limpia, recién bañada con espuma abundante, llega sin
aviso y se me prende al cuerpo. Una negra es mejor que la
masturbación callada. Tiene ese olor del jabón y del agua. La
lengua lame la piel y deja un rastro húmedo, agradable. Los dientes
muerden sin dolor dentro del cuarto oscuro. Y yo tengo la luna
guardada en el bolsillo. Para ella será.
No
me va a importar si las paredes gritan. Hoy no. Esta noche, no. Y no
me importará si Wilberto llega de pronto y me sorprende. Quizá
rompa la puerta de un trancazo y empiece a machetear con la luz
apagada. Pero está la negrita muy segura. Me dice que no debo
preocuparme por Wilberto.
—Él
no viene esta noche. Nunca duerme aquí.
Quién
sabe dónde estará pasando la noche ese muchacho. Con quién. Pero
no es mi problema. Lo mío es aquí, hoy, con la negrita. No tengo
finca ni vacas, como Ramiro, ni un rancho cómodo para pasar la noche
con cualquiera. Y no soy una mosca para posarme en la ventana de
Maida y verla desnudarse.
Seguro
Daila Dailena y ella hacen planes cuando se encierran solas en el
cuarto. Pasan horas probándose la ropa nueva que Maida compra,
pantalones y zapatos caros, y el alemán se queda esperando en el
portal. No debe importarle esperar tanto tiempo. No habla español.
Tiene dinero para viajar dos veces al año, su retiro en un banco de
Offenbach y pasaporte actualizado. La mamá de Maida tiene muy claras
esas cuentas. Le falta dinero para terminar la cocina. Y el perro
parece estar claro también. Me ladra a mí, por gusto, y al alemán
no, ni a la gente que se reúne allá todas las noches. Sólo a mí,
pero eso ya no me preocupa. Ya no. Ya encontré un rincón para matar
tiempo y ganas. Con la negrita, bien, pero algo es algo. Una negrita
joven, olorosa. Mejor una negrita joven que estar oyendo los cuentos
y los planes de la gente en la casa de Maida, viendo que no le
importo a nadie, ni me quieren oír, ni les interesa lo que hablo. Y
ahora aquí, entre las sábanas de la negra, voy descubriendo las
razones y las cosas.
—Búscate
un trabajo. Algo para pasar el tiempo. Para que no te vean caminando
como un bobo.
Y
eso es verdad. Siempre estoy de aquí para allá como un idiota sin
dinero. Paso y llego a ver a Maida porque no tengo nada más que
hacer. Lo pienso y me hago el importante. Le doy sus vueltas al
problema y entiendo algo. Con un trabajo el tiempo a uno se le va y
ya no tiene que andar enseñándose tanto.
Yo
he trabajado, a veces, y he tenido poco tiempo. He sido esa persona
que se levanta temprano a coger un transporte para subir hasta las
lomas y trabajar en el café. Me he visto en un camión abierto,
llenándome de rocío en la madrugada, subiendo hasta los campos para
vivir de algo. He sido eso, sí, y he bajado de noche lleno de polvo
y hambre, tan cansado que sólo he tenido ganas de acostarme en el
piso y estar allí mirando al techo, tratando de olvidar con los ojos
abiertos. Puedo ser otra vez el hombre dócil que espera los domingos
para levantarse tarde y caminar por el barrio con la mano en el
bolsillo, deteniéndose a mirar las caras secas, las cercas y las
casas, las mujeres que arrastran sus chancletas y se pintan las uñas,
los muchachos que juegan y hablan y se fajan y se mientan la madre
por las bolas perdidas, los viejos que miran con los ojos agachados y
se aguantan el estómago cuando escupen en el polvo de la calle. Seré
un viejo también cuando tenga mis años, cuando la vida pase y me
queden los recuerdos. Me dolerán las manos y la espalda y escupiré
mis miserias en el polvo. Seré como Cheché, que le rajaron la
barriga como a un puerco por ese problema de la úlcera y ahora está
en el hospital esperando morirse. Puedo irme a las lomas y recoger
café, bajar de noche lleno de fango y polvo rojo, cobrar a fin de
mes la mierda que me paguen y seguir viviendo como vive tanta gente.
—Puedes
trabajar en algo más suave. Aquí, en el pueblo.
Sí.
En el pueblo hay trabajos mejores. Son cosas más sencillas y no hay
que levantarse tan temprano. He visto a los hombres del barrio en
esas oficinas calurosas y estrechas, riéndose con las mujeres y
fumando sus cigarros, y no les va tan mal. Se enredan en los papeles
y se ríen. Siempre se ríen aunque no les den almuerzo. Tienen esa
costumbre de reír y un título de contador o de algo. Pero yo sin un
título no puedo. Sin un diploma del pre ni un papel de nada. Sin un
cartón amarillo con sus firmas y sus cuños. No puedo trabajar en
lugares limpios, ni reírme con las mujeres dentro de una oficina, ni
cobrar un buen salario a fin de mes, ni hacer planes, ni hacer nada.
Hay plazas de recadero pero ya están cubiertas. Sería bueno tener
un trabajo así, o ser repartidor de mandados a domicilio. Tal vez
eso sea mejor. He visto a los muchachos y a los viejos que reparten
el arroz y el pan en los barrios. Salen temprano de las bodegas con
la carretilla cargada. Dan sus vueltas y ya la gente los espera. La
gente espera siempre, y los mira desde lejos, y los maldice porque
tardan. Su propina tendrán, y seguro les sobra algo del frijol y del
pescado. Ese sería un buen trabajo para mí. Puede ser, y ahora que
lo pienso en serio, puede ser lo mejor. Le doy cabeza al asunto y me
veo empujando la carretilla por los callejones en los días de
lluvia, metido en el fango hasta los tobillos, y las viejas
despeinadas reclamando porque llegué tarde, y los hombres mirándome
con rabia y diciendo que ahora sí está bueno este país porque a
los vagos como yo se les permite ser repartidores. Mejor no. No me
veo aguantando esas descargas. Algo así no va conmigo, ni quiero
tener esa obligación, ni quedar mal, ni esperar que alguien venga a
reclamarme porque llovió, porque se rompió el camión y la leche
llegó tarde, porque el pan lo hicieron sin grasa y sabe a mierda, o
porque mandaron una cosa en lugar de la otra y hubo quien no alcanzó.
Y la gente dirá que es mi culpa y me mirará como si de verdad fuera
yo el culpable. Mejor no. Que se vayan a la mierda con sus
carretillas y sus sobras y su peste. Seguro hay algo mejor para mí.
Un
poco más y amanece. Me despego de la negra. Se me ha prendido y me
aguanta entre las sábanas. Me pide quedarme, pero no. Ya por esta
noche he tenido bastante. Noche con negra es mejor que noche solo. Y
eso del grito en las paredes es mentira. Hay silencio y calma dentro
de la casa. Me cuesta levantarme porque la cama está caliente. Será
otra vez que me cuele hasta aquí y deje que me muerda la barriga.
Tiene esa forma de morder barriga y muslos. Son mordidas suaves,
espaciadas. Obligan a quedarme aunque no quiera. Ella pasa la lengua
sobre la mordida y vuelve a clavar los dientes blandos. Deben ser
blandos los dientes de la negra. Se aprietan sobre la piel de la
barriga y los muslos y yo quisiera quedarme. Por la forma en que se
prenden los dientes a la piel estoy seguro de que habrá una próxima
vez. Otras próximas veces. Otras oportunidades de pasarle la mano
por las nalgas a la negrita fea y dejarla morder a gusto. Falta
tiempo hasta que alguien me descubra y Wilberto se entere. Por ahora
todo está bien y no soy el hombre más buscado. Qué pasará cuando
la noticia vuele y los vecinos empiecen a decirlo por la cerca. Miro
al piso, veo el charco de mi sangre y se me eriza la piel. Mi sangre
brilla en la oscuridad con un color rojo intenso. Es tan intenso el
rojo que los ojos me duelen. Mejor me apuro, no sea que al final
llegue Wilberto y todo lo bueno de la noche se me joda.
Está
oscuro cuando salgo a la calle. Miro arriba y abajo y veo el barrio
despejado. La gente duerme en el final de la noche. Voy a dormir
también, y será un sueño tranquilo. Puede ser que sueñe con Maida
y la vea desnudarse cuando salga del baño. Puede ser que en el sueño
yo sea una mosca hambrienta y ágil y me pare en la ventana a mirar
lo que Maida esconde bajo la ropa. O puede ser que reparta los
mandados en los barrios y empuje mi carretilla en el fango de las
calles. Puede ser. Todo eso puede ser. Pero será un sueño
tranquilo. Estoy seguro.
Miro
hacia la casa donde el alemán está viviendo con Dailena. Deben
estar acostados en el primer cuarto. Hay puro lujo ahí, pero nunca
lo he visto. No se nos permite ver, y a mí se me permite menos. A la
gente como yo se la mantiene lejos. No se nos invita nunca, ni se nos
dice la forma de lograr las cosas. Imagino a Dailena en esa cama. La
veo salir del baño y quedarse desnuda. Tiene tanto para dar a
cualquiera. No por gusto Franz vino a vivir tan lejos y a gastar los
mil euros del retiro. Es la suma mensual que se gasta en esa casa.
Comida deliciosa y gustos caros. Fiestas privadas, bien surtidas, con
invitaciones específicas y puertas cerradas para el barrio. Saco la
cuenta, multiplico. La cuenta no me da porque son números grandes.
Demasiado grandes los números de un mes. A mí me bastaría con un
salario. Algo para ir viviendo, tirando ahí, hasta que me haga un
viejo como Cheché y escupa la vejez y la miseria sobre el polvo de
la calle.
Ahora,
con las visitas nocturnas a la negra, los gastos pueden ser menores.
Si me guarda comida ya eso será algo. Pero el trabajo hay que
buscarlo, y lo tengo todo claro en la cabeza. Todo claro y concreto,
como le gusta decir a Maida. Otra vez Maida. Se me aparece siempre.
Se las arregla para estar cerca. Y no sé si debo estar contento
porque Maida va conmigo. Ya no lo sé, ni me interesa averiguarlo.
Tengo sueño ahora. Puede ser el sueño profundo de la mosca llena.
Sueño placentero y fácil. La mosca joven se cansó de estar con
hambre en la ventana y encontró un lugar para saciarse.
* Este texto de Emerio Medina, que hoy os ofrecemos aquí a modo de aperitivo, es la continuación del que publicamos el Día de Sant Jordi, y corresponde a otro de los capítulos más sugestivos e inquietantes de su novela corta “La luna en el bolsillo”, publicada por Ediciones Cubanas Artex en 2014, y actualmente por Ediciones Unión en formato de libro digital. Desde Litteratura os queremos recomendar efusivamente a tod@s la lectura de “La luna en el bolsillo”.
No habia tenido la oportunidad de leerle y me he quedado con deseos de ir por mas lecturas. Excelente escrito, majestuosa forma de narrar. Es un orgullo conocer a Emerio Medina. Orgullo de nuestro terruño Mayaricero.
ResponderEliminar¡¡Muchas gracias de parte de Emerio, Yuladis!!!
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