¡Feliz
Diada de Sant Jordi y Día Internacional del Libro!
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Foto Hoyos1, Desnudo en pareja |
Daila
Dailena es la primera en hablar. Cuando está en el portal de Maida
siempre es la primera. Le quedó esa costumbre de los tiempos en que
estaba sola, cuando pasaba la noche en cualquier casa y era la
primera en todo. Volvía locos a Cheché y a los muchachos
enseñándoles las tetas. Se abría en el asiento de una forma que ni
Maidelín puede hacer y enseñaba los muslos redondos y parejos.
Dejaba ver los muslos y un poco más. Ahora no. Está casada con
Franz y se porta bien. Se mantiene muy fina y recatada, cruza las
piernas con delicadeza y hace el cuento de cuando estuvo en Europa.
Es el mismo cuento de siempre. El alemán la invitó. Se montó en un
avión grandísimo y en un rato ya estaba en Alemania. Se gastó doce
mil euros en aquella tienda de Fráncfort. Quería ir a Offenbach a
ver el museo donde Franz trabajaba, pero el tiempo no le alcanzó.
—Una
se entretiene caminando y mirando, y cuando viene a ver ya el tiempo
se le fue. Pregúntenle a Franz. Allá el tiempo se va más rápido.
Sí.
Se le puede preguntar a Franz, pero aquí nadie habla alemanz. Y
Daila Dailena está hablando otra vez de lo mismo, de cuántas
mercancías se pueden comprar en esas tiendas, de cuántos mercados y
lugares finos y cuántas formas de gastar el dinero.
—Hasta
una casa puedes comprar.
Casa
con garaje y antena parabólica. Un carro, si lo quieres, del color
que te guste. Muebles y equipos, los que quieras. Y no debes cargar
nada, ni andar con jabas por la calle. Nada de eso. Dices quiero esto
y aquello, pagas y te vas. La misma tienda se encarga de llevarlo
todo hasta tu apartamento. Tienen carros y empleados para eso, todos
atentos y de lo más sonrientes. Te dicen gracias por comprar aquí.
Lo dicen en alemán, pero se entiende. Después de unos días uno lo
entiende todo. Los precios están puestos en tablillas y no hay que
preguntar. Sólo chasquear los dedos y ya viene alguien y te atiende
y te busca unas muestras diferentes a ver qué mercancía te cuadra
más.
—Cualquier
cosa llamas al gerente por teléfono y él va a tu casa si hace
falta. Eso sí es un país.
Sí.
Ese es un país como tiene que ser. No esta mierda de isla con tantos
ciclones y tanta gente haciendo cola para comprar jabón. Gente
matándose por boberías que no vale la pena mirar. Gente, Dios mío.
Gente.
—Si
ustedes vieran cómo es la cosa allá. Si pudieran ver a esas
personas tan finas con esa cultura y esas casas y esos teatros. Si
pasaran un rato en una calle de Fráncfort e hicieran las compras de
un día cualquiera, o comieran lo que se come en una comida
cualquiera. Ustedes no pueden, vaya, ni imaginarse cómo es aquello.
Pregúntenle a Franz.
Pero
Franz dice bij
niten,
o nij
biten.
No sé bien. No sé diferenciar cuándo Franz dice sí o no, o si
está contento con el cuento de Dailena, o si mira al perro porque
está aburrido de oír la misma historia.
La
mamá de Maida dice que eso está muy bien. Un país con cultura. Un
país con desarrollo y tiendas bien surtidas, con personas finas y
con todo lo que debe tener un país. Sólo un gran país ofrece
oportunidades, y la gente vive bien y hace fiestas, como debe ser.
—No
importa que sean alemanes.
No
importa. Todos tienen cuentas grandes en el banco y pasaportes para
andar por el mundo. Se bajan de un avión y cogen otro. En el
televisor se ven colorados por el sol de las playas. Y tienen
apartamentos llenos de alfombras, cuadros y muebles, y refrigeradores
repletos de manzanas y carne.
—Pero
no comen frijol.
Eso
es malo. Si no comen frijol es malo. Se llenan la barriga con yerbas
y sopas. Sopas. Sopas. Carne. Carne. Frijol no. Si fuera ella,
comería frijol todos los días. Carne y frijol, seguro. El
frijol tiene vitaminas. Ella siempre ha comido frijol y mírenla ahí,
ni la presión. Ni un dolorcito en el estómago. Ni un salto del
corazón. Nada de nada, por el frijol. La gente habla mal del frijol
porque no sabe. Pero ella sí. Ella lo dice y sabe lo que dice. Un
poco de frijol en la comida y el cuerpo lo agradece.
—Algo
de carne también, pero no tanto.
Wilberto
y Ramiro están de acuerdo con eso de la carne. Allá es lo más
barato. Todo pura masa. Ni un huesito que te encuentres por
casualidad. Ni un flequito perdido. Los bistés los venden lascados.
Las costillas aparte. Los perniles de acuerdo con su color, y Dailena
explica para que uno entienda.
—Desde
rosa pálido hasta rojo intenso. A veces el rojo es demasiado rojo y
uno tiene que apartar la vista. Hay un rojo que hiere desde lejos y
hace saltar al corazón de gusto. Pueden llamarles boliches, si les
gusta el nombre. Y de vaca. Sin invento.
Te
ponen en los mostradores una nota con el peso y la talla del animal.
El origen también, si fue criado en una granja estrecha o corrió
libre toda la vida en las praderas de un país salvaje. Te ponen una
foto, por las dudas. Los paquetes vienen preparados. Sólo freír y
ya, con aceite de oliva abundante y un sazón especial. Un bisté
bien gordo. Mejor dos. La persona espera hasta que la carne se dore
bien. Debe quedar blanda y tibia, de forma que se mastique fácil, se
desbarate bien entre los dientes y deje en los dedos el olor
conocido.
Ramiro
y Wilberto se pasan la lengua por los labios. Los miro y no me atrevo
a decir nada. Yo también tengo hambre. Va y me dicen que no me toca,
por hablar.
Maidelín
hace su cuento de los meses que pasó en Varadero. Anduvo con un tipo
de Grecia. Se llamaba Papanakis. Papadakis. Papasakis. No se acuerda
bien. Nunca ha sido buena con los nombres extranjeros. Si fuera
Yunisliel, o Yaiquelitín. De esos recuerda muchos. Tiene una lista
por ahí. Cualquier día la trae para que vean cómo son las cosas y
lo que una mujer hace por dinero. Pero el Papadatis ese... Billetes
sí tenía, y se movía bien.
—Aunque
no se crean, no gastaba tanto. Yunisliel era mejor.
No
tenía dinero pero era mejor. Tan bueno ese Yunisliel. Tan cariñoso.
Un mulatico de Santiago, lo conoció en el tren. Con unos ojos verdes
y un cuerpazo. Siempre estaba pidiéndole dinero el pobrecito.
Artista se decía. Fotógrafo. La recogía de noche en el parqueo del
hotel y se iban juntos para un apartamento alquilado en Santa Marta.
Un cuartico en la calle Diez. Siempre con hambre Yunisliel, ustedes
saben cómo son los orientales. La tiraba en la cama y ella sin
bañarse todavía, con el olor del griego Papasakis impregnado en la
piel. Y Yunisliel era atento y comprensivo. Quería tirarse unas
fotos con ella en el baño, fotos artísticas, ustedes saben, los dos
desnudos en posiciones específicas para lograr un efecto, cosas del
color y los contrastes del agua cayendo sobre los cuerpos. Cosas de
artistas. Y a veces llegaba un barbero del barrio y se encerraban los
tres en el cuarto. El barbero quería montar una exposición y mandar
las fotos a una revista de arte. Ese tipo de trabajo artístico las
revistas lo pagaban bien. Mucha gente mandó unas fotos y no tuvo que
trabajar nunca más.
Maida
interrumpe, no sea que Maidelín se mande con un cuento raro. Miren
que su mamá está aquí. La vieja dice que no hay problema, Maidelín
puede seguir. Siempre le ha interesado el arte que se hace en las
ciudades, y tratándose de revistas, ella tiene algunas por ahí. De
todas formas es sólo un cuento, algo para que la gente del barrio
vea y aprenda, no siempre se tiene esa oportunidad. Pero Maida hace
una seña y Maidelín se calla. Se lima las uñas y espera que
alguien hable.
El
hijo de Carmen se interesa por la historia. Ese Yunislier parecía
interesante. No, Yunisliel, con ele. Ah, Yunisliel. Él conoció a
alguien con ese mismo nombre, y de Santiago también. Se lo encontró
en los carnavales y andaba sin dinero. Lo ayudó por cuestiones de
pura humanidad. No iba a dejarlo ahí, con el hambre que tenía el
mulatico. Pudiera ser el mismo porque el diablo son las cosas. Hay
personas que uno conoce una vez y no las puede olvidar nunca. Sobre
todo en esos carnavales de Santiago, con tanta gente mala dando
vueltas, y gente buena también. Hay personas que se dan a querer y
hacen sentir bien a uno. Lo hacen para complacerlo, porque lo vieron
ahí, mirando de esa forma que uno mira, y entendieron el mensaje sin
hacer una pregunta. Si Maidelín le dijera cómo era el mulatico. O
la dirección del barbero, quizá. Se veía interesante esa parte de
la historia. Un barbero, coño. Un barbero de verdad, con todo ese
misterio que los barberos tienen siempre. Un barbero y Yunisliel.
Tiene que ser el mismo que él conoce. Si Maidelín lo describiera un
poco más. Ella encantada.
—Era
un mulatico lindo. Lindo. Tenía los ojos verdes y bailaba bien.
El
hijo de Carmen se acerca. Si Maidelín tuviera una foto de esas en el
baño. Tal vez podría reconocerlo por la forma de los ojos. Aquella
vez del carnaval era de noche y no se le veía bien la cara. Ahora le
bastaría una foto para reconocer sus ojos. Si Maidelín le diera,
por favor, una fotografía. Una foto cualquiera. Una foto con los
dos, con el barbero y Yunisliel. No importa que estén desnudos.
Total, es el mundo del arte. Las poses, claro, porque así se les
exige, y los cuerpos brillando contra las cortinas del cuarto, y las
luces cambiantes de esas lámparas que usan los fotógrafos, y
Yunisliel desnudo con ese cuerpo que tiene, o el barbero quizá. A lo
mejor lo conoce también. El mundo es tan chiquito y nadie sabe.
Pero
Maida sabe por dónde viene la cosa. Manda cambiar la conversación.
Mira alrededor y se detiene en mí. Estoy callado. Espero que me
quiten el castigo. Ella me pregunta qué día es hoy. Digo que no sé.
Estoy de vacaciones. Son vacaciones eternas, ahora que llevo tanto
tiempo sin trabajo. No he vuelto a trabajar desde la última zafra
del café. Subía en las mañanas a las lomas y bajaba por la noche.
Lo mandé todo a la mierda y sigo sin trabajar. Vivo de lo que puedo
y no llevo la cuenta de los días. Dice Maida que eso no puede ser,
si yo siempre estoy claro en todo. Entramos en una discusión.
Maldita sea, qué culpa tengo yo de no saber qué día es hoy. Por
suerte la mamá interrumpe y dice que se va a acostar. Ramiro se va
también.
—Maidelín,
te espero en la casa.
Ella
dice que va después, que se acueste mientras tanto y caliente la
cama. Sigue limándose las uñas y habla sin mirar. Ni siquiera
levanta la cabeza cuando los zapatos de Ramiro suenan en la calle.
Daila
Dailena se estira y dice que tiene sueño. Maida se levanta de la
silla y la llama al cuarto. Le quiere enseñar los pantalones nuevos.
Los compró hace poco y no se los ha puesto.
—A
ver si te gusta ese modelo.
Se
meten en el cuarto y cierran la puerta. Al rato el alemán bosteza.
Debe bostezar en alemán. Abre la boca y deja ver los dientes
alemanes y la lengua.
El
hijo de Carmen dice que ha olvidado algo. Pide perdón pero tiene que
irse ya. Se va con prisa. Desaparece en el camino oscuro. Será
verdad que olvidó algo y lo recordó de pronto. Puede pasar así. A
veces uno recuerda alguna cosa y tiene que salir corriendo.
Wilberto
y Maidelín se hacen una seña con la mano, y después mueven la
cabeza de una forma y el mensaje queda claro. Ella se va primero. Ya
es tarde, debe estar Ramiro esperándola en la casa. Wilberto se
estira, pregunta la hora.
—Las
once ya. Tengo sueño. Me voy.
La
negrita debe estar esperándolo. Estará allá, sola, oyendo los
lamentos en las paredes. Tendrá miedo, o quizá no. Quizá ya está
acostumbrada y no se asusta con el fantasma. Hay mujeres así, negras
y blancas, que no le tienen miedo a nada. Vi mujeres en las lomas del
café que podían andar solas por el monte. Esas trigueñas
cuarentonas viven en los pueblitos perdidos de las sierras y trabajan
en los cafetales. Se levantan cuando el sol no ha salido y andan
solas por los trillos. Se ríen del peligro, hablan alto y dejan ver
que no le tienen miedo a ningún fantasma.
Daila
Dailena y Maida salen del cuarto. Dice Daila Dailena que el pantalón
le queda bien. Es ese modelo nuevo de mezclilla con rajaduras en los
muslos. Debe verse bonito en ese cuerpo de Maida. Daila Dailena
aconseja cerrarlo en la cintura, se le cuelga del hombro a Franz y se
van abrazados. Quedamos Maida y yo.
No
importa lo que haya pasado aquí esta noche, si discutimos por una
bobería o si ella me miró con mala cara. Esta es la hora que
espero. Es el mejor momento, el único. Maida y yo estamos solos en
el portal. Ahora todo tiene otro sentido. Me olvido del hambre y la
película que no voy a ver. Olvido a la gente y las malas caras. Ni
la luz del bombillo me molesta, ni los ladridos del perro, ni el
polvo que se levanta en la calle con la brisa suave de la medianoche.
Esos
ojos verdes me hacen olvidar el hambre y el polvo. Esa boca habla
para mí. Sólo para mí, y lo demás no importa. Este es mi lugar, y
esta es mi hora. Las luces de las casas se apagaron hace rato. El
barrio está en silencio. Algún perro ladra en cualquier patio.
Algún ladrón prepara el golpe nocturno. Algún rascabucheador está
esperando para saltar una cerca y pasar una hora masturbándose. Hay
gente así en el barrio de nosotros. Los conocemos, pero nunca
pronunciamos esos nombres.
Estamos
solos Maida y yo en el portal de su casa, sentados aquí, bajo la luz
chillona del bombillo. Puedo pedir que lo apague, pero sería por
gusto. Ella nunca lo haría aunque se lo pidiera de rodillas. Nunca
se ha dejado tocar, ni siquiera me ha dado un beso. Pero tiene esa
mirada en los ojos verdes, y esa boca entreabierta que me hala. Ahora
puedo regalarle la luna. Hace tiempo la guardo para ella. Pudiera ser
hoy.
—No
has hablado —dice.
Qué
puedo hablar, si nada más abrir la boca ya todos me miran como si mi
voz fuera una enfermedad contagiosa. Como si yo fuera de otro planeta
y tuviera en la cara una mala señal, un peligro para el mundo, o
unas ganas de comerme a cualquiera.
—Es
que no sabes conversar. No dices nada claro y concreto, como
nosotros.
Ella
tiene razón. Eso lo sé hace tiempo. He tratado de cambiar, pero
nada. No hay manera de encajar en el grupo. No les gusta la forma en
que digo las cosas. O serán los temas que trato. Debe ser. Si hablo
de un cometa que pasó por el cielo y digo que está hecho de hielo y
polvo, me miran con rabia. Si trato de explicar cómo funciona la
economía interna del municipio, me miran peor. Hay temas que les
disgustan más, y eso me aleja. Me mantengo callado cuando hablan. Me
quedo así, tranquilo, oyendo todos sus cuentos, tragándome sus
historias sin opinar ni meterme en nada, sin comentar ni decir, para
que no se pongan bravos ni me miren con rabia. No puedo hacer cuentos
de Varadero porque nunca he estado allá, ni sé cómo los griegos
hacen el amor. Pero te quiero, Maida, y tú lo sabes. Si supieras que
guardo la luna para ti. Una luna redonda y brillante, eso es lo que
tengo en el bolsillo. Es tuya, si la quieres, pero no me pidas
cambiar. No puedo. No me gustan los cuentos que la gente hace en el
portal todas las noches. Eso que dice tu mamá sobre Cheché, por
ejemplo. Al pobre viejo sólo
lo operaron de una úlcera. Cómo le van a sacar el estómago. Cómo
podría vivir el infeliz. Y Daila Dailena le sube mil euros al cuento
cada vez que lo hace. Y el mariconcito de Carmen quiere saber de cada
rabo que se mueve en la calle. Y Maidelín ya tiene su colección de
nacionalidades. Un francés primero. Un paquistaní chato y moreno
que no se le paraba. Un sueco tan sueco que la puso a masturbarse en
el espejo. Ahora un maldito griego que se movía bien. Y el cabrón
alemán diciendo nij
biten
por todo. Con ustedes no se puede hablar de otra cosa que no sea
sexo, dinero y sangre, y hasta el perro me ladra por gusto. Cómo
crees. De qué puedo hablar. Qué pudiera decir para que me pongan
atención.
Lo
he dicho todo, al fin. Lo he soltado y me siento mejor. Me ha salido
así, tan fácil. Y ahora, claro, Maida me dice que me vaya.
Imposible que me diga otra cosa.
—No
vengas a mi casa nunca más. No llegues ni a saludar.
Me
voy. Tengo que irme. Me voy aunque me duela. Y me duele de verdad.
Tenía esa esperanza de besarla esta noche. Nunca podré. Estábamos
solos, solitos los dos, y todo se echó a perder. Ya se me acabó la
última esperanza. El último rincón bajo el bombillo. Por qué todo
tiene que ser así. Perra vida me tocó, sin amigos y sin nada. Sin
un rincón para hablar con la gente del barrio, ni cuentos que hacer,
ni la mujer que quiero para mí.
Voy
caminando y la imagino desnuda. Debe estar haciendo lo que he visto
en los sueños. Desnuda, sí. Sale del baño envuelta en una toalla.
Se la quita antes de apagar la luz. La piel le queda húmeda y
caliente. Va a dormir así, desnuda, con las piernas abiertas. En la
oscuridad deben brillarle los ojos. Verde fosforescente, para mí.
Parpadea y se queda dormida. Sueña con qué. Con quién. Seguro no
es conmigo. No debe ser.
* Emerio Medina ha tenido la gentileza de regalarnos estas páginas en exclusiva para
celebrar el Día de Sant Jordi 2024 con l@s lector@s de nuestro blog; este texto, que hoy os servimos aquí a modo de aperitivo, corresponde a uno de los capítulos más sabrosos de su novela corta
“La
luna en el bolsillo”, publicada por Ediciones Cubanas Artex en 2014, y actualmente por Ediciones Unión en formato de libro digital. Desde Litteratura os queremos recomendar efusivamente a
tod@s la lectura de “La luna en el bolsillo”.
Un texto que ensalza en exceso esa ciudad alemana, y tal vez las condiciones amatorias de los griegos, pero es un texto enorme, con la miseria prendida en las orejas que escuchan el cuento irreal. Por supuesto, decir la verdad cierra puertas, o faldas :-)
ResponderEliminarMuy buena aportación al día de San Jorge. Un abrazo, y gracias por traerlo.
Emerio es señor narrador, da gusto leer su trabajo.
ResponderEliminarEn efecto, Albada: Dailena habla para gente que se deslumbra con facilidad ante la visión idílica de un país europeo, y Maidelín hace lo mismo, pero a nivel sexual. Emerio, con su característico humor negro, logra captar ese deslumbramiento que es muy cubano. Consideramos que era un gran texto para celebrar el Día de Sant Jordi, como ya hicimos el año pasado con otro relato de Emerio, "un señor narrador", como le define Anónimo.
ResponderEliminar¡¡Muchas gracias a vosotros, Albada y Anónimo, de parte del autor!!! Y un fuerte abrazo