Los cuentos y novelas de Emerio Medina son hijos naturales de la Resistencia. No hay que buscar mensajes en ellos porque la libertad no se impone ni se mendiga, se propone y vuela, no favorece a la línea recta de ninguna ideología porque las contiene a todas. Y llegado el caso, cada lector o lectora sabrá dónde le duele y por qué algunos dolores tienen diagnósticos y otros no.
UROG
Foto: Paco Luna, Retratos, La Habana (Cuba) |
Lo
conocí una noche de llovizna en los solares pobres de Arroyo Blanco,
junto a la glorieta de la reencarnación que habían pintado con
lechada para una fiesta del vecindario, a donde llegué con veinte
pesos en el bolsillo buscando una mujer que me cobrara menos. Pero
soplaba el viento del sur que vira al revés la sangre de las
mujeres. Las putas no salieron esa noche porque creían en
supersticiones de trenes descarrilados y hombres lobo de mirada
hambrienta que habían llegado desde Oriente disfrazados de buitres y
conejos en los grandes camiones cargados de chatarra. Sólo conseguí
cansarme los pies y una vasta desolación en las entretelas del
estómago, y me senté en un banco de la terminal con los veinte
pesos inútiles y con dos cigarros que amenazaban con despegarse por
el efecto del aire húmedo. El viejo se me sentó al lado y se presentó como inspector de ferrocarriles. Se lo creí porque llevaba
una gorra de visera cuadrada, y porque en la oscuridad no podía ver
bien sus ropas. Hablaba de trenes y de horarios con el dominio de un
entendido. Estuvo hablando casi dos horas sin parar. Se detenía sólo
para encender el tabaco, le tomaba sus diez minutos hasta lograr una
buena llama en la fosforera de gasolina, y maldecía y culpaba a
alguien inexistente por la mala noche y por la llovizna. Pero, cuando
lograba aspirar suficiente humo, sonreía y lo lanzaba lejos con una
fuerza insospechada. Después empezaba a hablar otra vez y se
respondía preguntas incomprensibles usando tonos de voz diferentes.
Al principio lo rechacé por el olor fuerte del tabaco y por el
interminable palabreo inútil, pero me fui dejando envolver por sus
palabras sin sentido, y al final le puse atención sin hacer caso del
humo áspero ni del hedor de los cabos que guardaba en el bolsillo.
Ya
entonces supe que estaba loco, pero yo no tenía otra cosa que hacer
y me daba lo mismo irme a dormir o quedarme a oír lo que fuera, sólo
que la barraca estaba lejos para mis piernas cansadas y la noche
merecía otra cosa que el mal olor de los pies de los cañeros. O fue
que el viejo sabía hacerse oír y yo caí en su trampa. O quizá,
como él mismo diría después, estábamos predestinados.
Después
nos veíamos todos los días, y ya me fue imposible desprenderme de
sus historias. Una parte de mí lo seguía rechazando porque no
terminaba de acostumbrarme a sus grandes verdades de loco y a sus
palabras incoherentes que volvían complicadas las situaciones más
sencillas, como aquello de que todos los hombres viejos debían
buscar un lugar para morirse juntos, o de los relámpagos que
señalaban una corriente de aguas mansas dentro del peor de los
ciclones. Pero la otra parte me obligaba a buscarlo y oírle contar
historias de gente que había conocido en sus viajes a lejanas
ciudades escondidas bajo las olas, a la espera de que los hombres
fueran lo suficientemente hombres para bajar hasta el fondo del mar y
despertar a las sirenas dormidas. Yo escuchaba sus cuentos como
grandes mentiras elaboradas con astucia, pero detrás de sus palabras
podía adivinar trazas de gran humanidad y un corazón de hombre
simple que inventaba fantasías para mí.
El
viejo sentía lástima por los melones poco azucarados que terminaban
pudriéndose al sol junto a los huesos blancos de las reses
sacrificadas por los maleantes en las noches sin luna, y por los
perros enfermos que vagaban sin dueño por las calles. Los miraba
escarbar entre los latones de la basura y hablaba de un gran país
que se extendía bajo el mar donde los perros y los hombres viejos
vivían en grandes casas abiertas y podían ver a toda hora las
mejores puestas de sol. Decía que no había visto nunca un perro
loco, y dudaba mucho en verlo algún día, hasta que vio uno en
Cruces, en la casa de un vendedor clandestino de escobas plásticas y
otras antigüedades recientes, y le quedaron los ojos de perro y una
gran voz de animal riéndose por dentro. Sentía una lástima
especial por las mujeres de suerte torcida que encontrábamos a
montones en las calles del puerto cuando llegaban los barcos llenos
de turistas ávidos de sexo barato, grandes como desiertos nevados, y
asombrosamente blancos. Miraba a las mujeres calculando el tamaño de
sus nalgas con los ojos entrecerrados, pero después sonreía y
volteaba la cabeza para soltar imprecaciones sobre los vendedores de
sandalias de goma de tractor que arrasaban con los salarios de los
cañeros descalzos. Miraba a las muchachas otra vez y se rascaba la
cabeza diciendo que las mujeres jóvenes no tenían que ser feas ni
bonitas, ni blancas ni negras, pero rehuía a las prostitutas baratas
de la calle Miraflores porque ofendían a los hombres que llegaban
sin dinero, y el viejo decía que una puta ambiciosa podía ser peor
que todas las guerras y todos los desastres.
Nunca
lo vi discutir con nadie. Podía iniciar una pelea cuando algo le
parecía injusto, pero al momento olvidaba las causas de la discusión
y se ponía a hablar de remolinos y vendavales, de indias cautivas y
chinas descalzas en una cueva, y de las tibias corrientes que se
forman en el mar cuando llegan los tiempos de los ciclones. Se reía
de los guardias paridos antes de tiempo que pasaban a caballo hacia
los platanales. Me contó que tuvo un amigo militar en los tiempos en
que se excavaban trincheras contra el hambre en los marabuzales de
Cruces. Era un muchacho de buena familia de la zona del Escambray,
pero se alejó de él porque le salió con cosas de maricones en una
fiesta de San Lázaro, y se fue a pie hasta Candelaria para no verle
la cara. En lo adelante pondría mucho cuidado a la hora de escoger a
los amigos, y así conoció al Maromero, al Jan de Cuaba y al Más
Pinto, sólo que en aquel tiempo ya el Jan no era jan ni el Pinto era
tan pinto, y el Maromero se había quedado sin trabajo y vendía
carne de puerco trasnochada en los bulevares del puerto de Sagua con
cuatro onzas de plomo disimuladas en el brazo de las pesas, pensando
con tal recurso comprarse un camión y dejar de una vez las
peligrosas maromas. Del puerto de Sagua fue a dar el viejo a la
capital con la esperanza de encontrar el lugar donde el mar envejece
al abrigo de las olas. Y lo encontró, pero sólo fue en la segunda
noche. En la primera tuvo que dormir entre periódicos que avisaban
de bancos en quiebra y presidentes caribeños autorizados a
renunciar. El viejo empezó a extrañar el alto sol que se mecía
sobre la calle Miraflores y las mujeres que se agachaban a orinar
entre las tablazones de costaneras de los baños de carnaval, y
regresó por eso.
Fue
en esa época cuando nos conocimos. Los domingos nos íbamos hasta la
ensenada y cazábamos cangrejos con varillas de hierro afiladas en la
punta. Nos metíamos entre los mangles con el agua por las rodillas.
El viejo decía que eso era bueno porque el agua de mar endurecía
los pies de los hombres. Me contaba de un chino viejo que tenía los
pies duros y no se moría nunca, y era un chino de mala suerte que
apareció una tarde en la glorieta de la reencarnación con güiros y
calabazas llenos de miel para curar milagros de aparecidos. Pero en
aquel tiempo la gente todavía creía en Dios. El chino fue acusado
de brujería y perdió los güiros y las calabazas. La miel la perdió
después, en la autopista, cuando subió a un camión lleno de
orientales cincuentones que iban hacia La Habana a buscar trabajo, no
recordaba el viejo si eran constructores o curtidores de cuero. Pero
el chino aquel tenía más de doscientos años y los pies los tenía
duros, por eso el viejo aconsejaba permanecer dos o tres horas con
los pies dentro del agua pestilente de los manglares. Hervíamos los
cangrejos en fogones improvisados a resguardo del viento, y el viejo
encendía su tabaco y se quedaba mirando el mar. Contaba historias de
barcos hundidos y de ciudades azules custodiadas por sirenas,
fabulaciones extrañas de farallones profundos y ángeles cayendo
bien abajo, hacia las sombras, hasta la densa oscuridad del mar. Y el
viejo mismo caía un poco también, como si hubiera querido acompañar
al último ángel, y subía de pronto, erguido sobre su cuerpo simple
de hombre, haciendo pantalla con las manos sobre los ojos y mirando
fijo a un punto perdido en el horizonte. Sólo entonces no hablaba.
Se quedaba quieto, y yo le servía su parte de sopa salada en un
tazón de hierro que escondíamos bajo las rocas, y él la bebía en
silencio sin apartar los ojos del mar, con la mirada perdida dentro
de un gran abismo de corales y océanos, y con las manos temblorosas
apretando el tosco cucharon de aluminio.
Cuando
terminó la zafra, me pidió quedarme con él. Me ofreció un lugar
en su cabaña y prometió buscarme trabajo en la cooperativa de la
costa. Y lo hizo. Habló con el jefe de los cortadores de mangle y
nos fuimos los dos. El trabajo era duro, pero la paga era buena y no
se necesitaba ser tan rápido como un cañero. El viejo me enseñó a
manejar el hacha. Pronto aprendí a descargarla con fuerza sobre los
troncos sin cansarme demasiado. Me gustó el olor salino del aire. No
era como el dulzón de los cañaverales, olía a cangrejos muertos y
a peces podridos. Pero el viejo dijo que el olor era de muchachas
quinceañeras retozando al sol. Y hacía menos calor que en las
llanuras resecas del interior. La brisa soplaba siempre. A veces
soplaba fuerte y arrastraba lejos los mosquitos y los jejenes. Y me
gustó el chasquido del hacha sobre la madera. El viejo se quedaba
oyendo los golpes secos y decía que me faltaba mucho por aprender,
que los mangles se quejaban por mi forma de trabajar, y el hacha
misma sufría también, que mirara, si no, el rápido desgaste del
filo que iba quedando romo.
Cuando
cobramos el primer mes, el viejo me compró un hacha nueva y me
fabricó una funda con un cuero de novilla. Me enseñó a darle filo
y a correr la mano por el cabo para lograr el necesario balanceo. Y
me enseñó a adivinar los lugares precisos para el corte, allí
donde le dolía menos al mangle porque el filo entraba con
discreción. Pero perdía la paciencia cuando examinaba el hacha y
veía el filo mellado. Se sentaba en el suelo y le daba pases con la
lima, se disculpaba con ella diciendo que no volvería a pasar, y
después se ponía a cortar la madera él mismo, peleaba con alguien
invisible y amenazaba el aire haciendo preguntas sobre un mundo
inexistente.
Yo
no le ponía atención, salvo por aquella circunstancia de que ya
estaba acostumbrado a su monótono palabreo y me era imposible andar
sin él por las barriadas pobres de Arroyo Blanco. Fuimos hasta
Casilda con algún dinero para gastar en comida, y estuvimos el
sábado completo oyendo música de septetos improvisados en un teatro
al aire libre, entre colecciones de gomas de camión listas para
recape, apiladas a la intemperie, y cajas de guarajacalotes
encurtidos y pomeranios en su jugo que esperaban por la apertura de
nuevos rumbos en el comercio internacional. Pasamos la noche en una
cámara fría abandonada por el municipio, junto a generaciones
varias de violentas ratas silenciosas, y el viejo prometió llevarme
a un lugar donde por medio peso se podía conseguir una muchachita de
secundaria. Pero el domingo amaneció nublado y preferimos dar la
vuelta y regresar por la carretera vieja donde la gente hablaba de un
cañero que desbarató a trancazos su casita de madera por la razón
tan simple de que el nombre de una jinetera local se había quedado
rebotando en las paredes, y el viejo dijo que sería bueno pasar por
allí y presentar respetos al hombre. El lugar ya era célebre y los
vecinos habían hecho algún dinero vendiendo jugo de cañas a las
arribazones de turistas. El viejo se quedó mirando las planchas de
zinc que habían quedado esparcidas por el batey. Dijo que era una
lástima de casa y de hombre, y volvimos a Arroyo Blanco cuando las
sombras oscurecían las calles. Había una fiesta en la glorieta de
la reencarnación por haber sido declarado el pueblo zona libre de
queroseno, de salfumán, de trapeadores y de otros útiles mortíferos
que habían sido retirados de la venta por una ley que puso el
municipio con la intención de reducir las tasas de suicidios,
accidentes y divorcios en la región, pero al viejo no le gustó la
fiesta ni le gustó la música porque era música comprada a los
viajantes que terminaban muriéndose de sed en los puntos de embarque
a la salida del pueblo. Dijo que todo hombre tenía el derecho a
escoger la forma y el lugar precisos para morir, y esa reflexión lo
puso triste y deseoso de ver el mar. Nos fuimos a la ensenada y el
viejo se puso a mirar las olas. Lo dejé solo y me fui a ver los
cangrejos que salían por parejas a hacer el amor bajo la luz
discreta de las estrellas. Cuando volví, el viejo empezó a hablar
de sicólogos y de siquiatras y maldijo a todos los médicos y a
todos los gobiernos. Después se quedó mirando el mar oscuro. Le
pregunté por qué miraba tanto en aquella dirección, y él
respondió que detrás del mar había un lugar lleno de mujeres
jovencitas, todas desnudas esperando por un buen hombre de pies
duros. Dije que sería bueno llegar a un lugar así, y pensaba con
eso penetrar su vasto mundo de loco, pero el viejo siguió en lo suyo
con una callada tristeza que lo hacía parecer indefenso y
vulnerable. Detrás de ese mar está Nueva York, dijo, y fue esa la
primera vez que habló con su voz de verdad. Le pregunté si había
estado allí alguna vez, y él me miró con sus ojillos de perro
llenos de lágrimas y dijo que iba todas las noches, que podía
reconocer las calles y los parques con los ojos cerrados, que había
visto perrros enormes durmiendo bajo los álamos en el patio de una
catedral llena de luces y alfombras, que un pequeño dios de madera
se asomaba a la ventana para llamar a las vírgenes a comer, y ellas
corrían todas desnudas cantando con sus voces inocentes de doncellas
inmaculadas, y él podía tocarlas y no le importaba que el dios
minúsculo de la ventana se pusiera bravo. Así es Nueva York, decía,
puedes pasearte desnudo y cazar cangrejos y hervirlos en grandes
ollas de oro que se venden baratas en las aceras, sólo hay que tener
cuidado con los policías porque pasan y te salen con cosas de
maricones y tienes que irte a otra calle y empezar todo de nuevo.
Pero
entonces no entendí lo que sus palabras encerraban. Lo entendí
después, cuando el viejo estaba muriendo en su cama del hospital y
la radio anunciaba un ciclón cercano. Nos habíamos quedado solos el
viejo y yo, y en algún momento recuperó las fuerzas y preguntó
por el ciclón. Me dijo que había soñado con gaviotas y con barcos,
que necesitaba llegar cuanto antes a Nueva York, y que no quería
morirse sin saber la diferencia entre un sicólogo y un siquiatra. No
se murió esa noche porque el médico estaba cerca, o sería que no
le tocaba. Siguió hablando de vendavales y de las tibias corrientes
que se forman en el mar, y después habló de otras cosas sin
sentido.
Al
amanecer salí a las calles y conseguí a un sicólogo recién
graduado de los que andaban a montones por los barrancos, y un
siquiatra borracho que encontré en el callejón. Se los llevé al
viejo y le dije que, a ver, si por fin se daba cuenta de la
diferencia, y él rió con su gran risa de perro y me dijo que no
jodiera, que siempre había sabido la respuesta, que la guardaba para
el día en que alguien se lo preguntara, y la tenía allá abajo,
entre las sombras, entre ciudades submarinas y delfines grandes como
ballenas. Me repitió la historia del chino viejo, me habló del
viaje a Nueva York, urgente, y antes de perder el conocimiento me
dijo que los hijos lo esperaban allí.
Me
tomó tiempo asimilar la situación. Al final no supe si creerle o si
debía pensar en todo como en una de sus alucinaciones. Pero algo
había de cierto en sus palabras. Algo. Por una enfermera supe que
los hijos del viejo habían muerto en el mar y el pobre hombre había
perdido la razón con la noticia. Desde entonces vagaba por las
calles y hablaba de Nueva York co bumo del lugar donde sus muchachos lo
esperaban. Fantasías de su mente perturbada, dijo, y yo también lo
entendí así. O quizá no. Quizá yo no había entendido nada y el
viejo sólo había perdido el tiempo conmigo. Lo vi acostado en su
cama de enfermo y recordé todas sus fantasías. Todas. Volví a ver
indias y sirenas y perros durmiendo bajo los álamos. Y volví a ver
Nueva York. Después el viejo despertó y me dijo que ya era tiempo
de irse. Me pidió callar cuando escapaba por la ventana. Me hizo
caminar por los callejones de Arroyo Blanco y acompañarlo hasta la
costa.
Ya
el ciclón azotaba cuando llegamos allá. Un cierto olor de peces
muertos subía desde los mangles zarandeados por el viento, se
esparcía sobre los riscos de diente de perro del acantilado y más
allá, sobre las tierras bajas de la ensenada donde los cangrejos
esperaban la noche para salir a cazar. Pero el viejo dijo que olía a
sábanas limpias colgadas al sol y a mujeres recién bañadas, y
siguió hablando solo, y se rió. Después me arrastró hasta una
caleta entre los mangles donde tenía escondidos un bote de remos y
una linterna.
Yo
sabía bien lo que el viejo iba a hacer, y en el último momento se
lo quise impedir. Le dije del peligro de meterse en el mar, del
viento tan fuerte por el ciclón y las olas tan grandes que golpeaban
la costa. Pero el viejo estaba hablando de ángeles cabalgando sobre
delfines y de un dios de madera en una catedral, me dijo que yo no
era nadie para evitar que un hombre muriera de la forma que había
escogido, y yo no tuve más fuerzas para detenerlo. Nos despedimos
entre los mangles, y el viejo prometió buscarme novia entre las
muchachas bonitas que encontrara, pero no habló de Nueva York ni de
los hijos que lo esperaban allá. Sólo dijo algo sobre los mangles y
el filo del hacha, sobre la corriente de los tiempos de ciclón y
otras palabras incomprensibles que se fueron apagando en el viento.
Ya estaba oscuro. Pronto el viejo y el bote sólo fueron un recuerdo
en la noche.
Durante
días esperé en la costa. Cuando el ciclón se fue y el mar se
tranquilizó, los pescadores me ayudaron a buscarlo. Pero no
avistamos ni el cuerpo ni el bote, y perdí las esperanzas. Todavía
me quedé un tiempo con los cortadores de mangle, y esperaba ver
llegar al viejo con su hablar interminable. Cuando empezó la zafra
me fui otra vez a los cañaverales raquíticos del interior, y desde
entonces sueño con sirenas y ciudades bajo el mar. Me quedó el
consuelo de que el viejo está allá, junto a sus hijos, entre
delfines grandes como ballenas y restos de barcos hundidos. Y a
veces, cuando sopla el viento fuerte de los ciclones, pienso en la
tibia corriente de aguas mansas que se forma en el mar, y pienso en
Nueva York.
Ese muchacho es bueno pero se piensa que es el mejor... A lo mejor lo es no se... Pero su novela los fantasmas de hierro me gustó mucho. Una historia bien contada. Y te lleva.
ResponderEliminarKenia
Hola Kenia. Justo porque pensamos (pensar no es otro asunto que formar ideas) crecemos. Y cuando se crece no podemos caerle bien a todo el mundo, faltaría más!!! Los fantasmas no solo es una excelente novela sino que acaso sea la gran novela del siglo 21 de Cuba. Un bofetón sin manos a "Las honradas" de Miguel de Carrión. Aquella gran historia de la primera mitad de nuestro siglo XX, envejeció pronto porque Victoria, la narradora, contó para una clase de huérfanos de verdadera casta, o sea burguesitos sietemesinos. Esta, Los fantasmas, perdurará, sencillamente en esta historia magistralmente bien contada, los siervos tienen voces aunque aparentemente no se les escuche. Y los silencios traducen mucho más que lo que informan los conceptos. Po eso lleva la historia como bien dices.
EliminarPerdona, olvidé firmar: urog
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