martes, 18 de octubre de 2022

Octubre, un cruel abril......Javier Luque*

Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato  

A la memoria de Manuel Vázquez Montalbán, en el XIX aniversario de su muerte

April is the cruellest month, breeding

                Lilacs out of the dead land, mixing
                Memory and desire, stirring
                Dull roots with spring rain.

 T. S. ELIOT, The Burial of the Dead


Foto: Mónica Randall y Carlos Ballesteros en Tatuaje, de Bigas Luna
[1]

Charo me esperaba sentada junto al mostrador. Hacía dos años, había decidido escapar del hotelito rural, de Andorra y de mí, porque Andorra estaba demasiado cerca del detective y yo no era suficiente para romper amarras. Así que se parapetó tras unas gafas minúsculas de concha multicolor, se rodeó de libros y se encerró, gozosa de su silencio, en la más perdida biblioteca de La Pampa.
Aún me resultaba una incógnita cómo había conseguido el empleo, tan sorprendente para mí como oírle decir a Pepe que ella se había licenciado en literatura por la Universidad a Distancia sin que nadie lo supiese, ni siquiera sus compañeras.
«Yo quemo libros y resulta que ella los adora; ni en eso nos entendemos», había sentenciado Pepe en Can Lluís, mientras se fumaba un Cerdán después de que hubiéramos dado cuenta de una olleta d'Alcoi y una espalda de cabrito asada.
Necesito que lo busques —dijo Charo a modo de saludo, como si en lugar de dos años apenas hubieran pasado dos minutos desde la última vez que nos vimos.
Estaba guapa, le sentaba bien Argentina, o quizá la soledad.
¿Por qué quieres que encuentre a Pepe?
Manolo ha muerto, de un infarto en el aeropuerto de Bangkok; una ironía.
Yo ya me había enterado.
Necesito saber si Pepe está bien, si será capaz de superarlo. Primero Bromuro, luego yo, después Biscuter, más tarde yo otra vez y para siempre, y ahora esto... demasiadas pérdidas para un alma cansada. Quiero que luego vuelvas y me lo cuentes, tal vez entonces...
Se dio la vuelta y echó mano a un libro que tenía sobre la mesa, como si estuviera sola, como si yo fuera un fantasma que había regresado del más allá para cumplir una misión. Milenio, leí en la portada. Luego se levantó. Mantuve fija la mirada en la rotundez de sus caderas y recordé con añoranza el amor de sus pechos. Nunca me quiso, para ella jamás habrá más que un hombre: Pepe, el mismo del que salió huyendo dos veces, el que ahora se había quedado huérfano para siempre sin nadie que continuara narrando su historia, que tan siquiera la concluyera con un hermoso epitafio a la altura del personaje. Manolo había muerto y Pepe estaba condenado a vagar eternamente por el limbo de los héroes inacabados. A pesar de todo, le envidié, porque al menos Charo —aquella puta madura, como gustaba llamarse a sí misma— le seguiría amando como nunca querría a nadie; los demás no fuimos para ella más que clientes y, ahora, había cambiado de profesión para siempre: Rosario García López, bibliotecaria. Y aunque aquel «tal vez» se materializase en algo distinto de un «quizá», seguiría sin amarme.

[2]

Los políticos son todos iguales, y él no lo entendió nunca —musitó Pepe, sentado a la mesa en Casa Leopoldo, en Barcelona, frente a un plato de angulas con jamón de pato.
Ante mi gesto de interrogación, me dio el periódico. Una foto de Manolo flanqueada por las declaraciones laudatorias de Pilar del Castillo, Eduardo Zaplana, Luis Alberto de Cuenca y otros insignes representantes del Partido Popular.
Era un ingenuo y ha muerto como tal. Ahora ellos se deshacen en loas. La gente que gobierna es siempre igual. Hasta Aznar dirá que era un genio, cuando hace una semana le hubiera expulsado de España para siempre con tal de que dejara de clamar contra la guerra de Irak. Son mutantes reproducidos y degenerados de la misma ameba original. ¿Has comido? —me preguntó, cambiando bruscamente de tema.
Me senté a la mesa y, sin que pidiera nada, al poco el camarero me colocó delante un plato de sepias salteadas. Hace mucho que aprendí que discutir de comida con Carvalho es una pérdida de tiempo y la mejor manera de conseguir su desprecio. «Ningún ser humano indiferente ante la comida es digno de confianza», le había oído muchas veces.
Te manda Charo, ¿verdad? ¿Dónde está?
No me jodas, Pepe, no me pidas que te cuente eso.
Tienes razón, ella nunca te perdonaría que me contaras que está en Argentina, acunando libros en La Pampa, como antes acunó hombres contra sus pechos. Dime al menos cómo está.
Mucho más guapa que cuando hubiera bastado una palabra tuya para tenerla para siempre. Y tú, ¿cómo te encuentras?
Pesimista. Así le gustaba a él escribir que era: un tipo lleno de pesimismo materialista histórico. Y es verdad, Manolo me forjó así, quizá porque sabía mejor que nadie que no podemos hacer nada para frenar las destrucciones. Es inútil que hayamos convertido todo en especie protegida: los pingüinos de Argentina, las selvas amazónicas, Lanzarote, los glaciares... todo menos al hombre, especialmente si nace en Afganistán, en Etiopía o en Irak, o quién sabe mañana. En mi último viaje me sentí como un viajero romántico del siglo XIX, hilvanando las mismas desgracias aunque fuera en avión. Lo superaré, los pesimistas lo superamos todo menos la felicidad.
¿Qué harás ahora?
No sé, un mutis, ni siquiera puedo morirme. Subiré a Vallvidrera y encenderé la chimenea con Los pájaros de Bangkok; será mi último homenaje. Luego ya veremos. En el fondo creo que me hubiera gustado ser como él, morir como un hombre de izquierdas, como un suicida, porque todas las izquierdas son suicidas, de palabra, obra, pensamiento, omisión y memoria.
No entendí lo que me quería decir, pero eso nunca tuvo mucha importancia con Pepe: jamás hablaba para que se le entendiese, ni siquiera solía hablar, se limitaba a escupir las palabras.
Dale un beso a Charo de mi parte y dile que siento haber sido tan gilipollas. Nunca le dije que abril era el mes más cruel. Nunca le dije que siempre quise leer hasta entrada la noche, y en invierno viajar al sur.
Lo dejé allí, sentado con la mirada perdida en sus pensamientos, y me marché. No creo que vuelva a ver a Carvalho, y me duele saber que en unas horas estaré frente a Charo sin saber qué decirle, o intuyendo que, le diga lo que le diga, ella ya lo sabrá de antemano. En Barcelona es octubre, pero es abril en mi corazón y siento frío. Quizá todo sea distinto en La Pampa y puede que, mientras aquí es invierno, yo esté viajando hacia el sur.


Javier Luque
Nació en Madrid en 1958 y reside en Tenerife. Aficionado a la literatura desde la juventud y “escribano” desde hace más de treinta años, se define como viajero incansable, navegante ocasional y amante del buen vino, de la buena comida y de la mejor compañía: un hedonista atrapado en este mundo que se desmorona. Lo podéis seguir en su blog https://medium.com/perdonen-el-atrevimiento. Ha obtenido diversos galardones literarios: ganador del X Premio nacional de Novela Corta Banco Hispano Americano (1987) y del Concurso nacional de cuentos Laura Higueras (1989), segundo premio del V Concurso de relato erótico Sex Haizegoa (2000), finalista del II Premio Punt de Llibre de Cuentos Contados (2002), segundo premio del V Certamen literario Cartas de Amor del Círculo de Amistad XII de Enero (2003), tercer premio del III Concurso de Cuento Corto Babel (La Falda, Argentina, 2003), segundo premio del Certamen de relato corto Ciudad de Tacoronte (2004), ganador del III Premio internacional de relato corto COLEGA-CÁDIZ (2004), finalista del premio Cuentos de invierno del Taller de escritura de Burgos (2004), mención especial en el Premio de relatos Vida de Margot (Buenos Aires, 2005), accésit en el III Concurso Internacional de Cuentos Taurinos El Albero (2005) y tercer premio de los II Premios Lorca de Relato Breve (Hegoak, 2008). Ha publicado la novela La vida duele en El Hormigón (2021), coescrita con José R. Mejuto. Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato.

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