domingo, 20 de noviembre de 2022

El Brasileño......Mauro Cipolletti*

Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato  

Foto: Lee Jeffries, Lost Angels

Algunos dicen que el Brasileño entró a la Argentina en la década del setenta por la triple frontera que une al país con Paraguay y Brasil. Que llegó escapando de un marido enojado y poderoso al que había robado la mujer. Incluso cuentan que el marido, muerto de rabia por no encontrarlo, ahorcó a la mujer y luego se suicidó. Otros dicen que es un perseguido político, y que llegó escapando del gobierno carioca. Algunos afirman que es simplemente un loco, uno de esos vagabundos errantes que andan por las rutas latinoamericanas y que tuvo suerte de no morir de hambre durante tantos años sin techo ni trabajo.
          Lo que sí sabemos es que llegó hasta un pueblito recóndito del norte argentino, y que hace años se encuentra encerrado en un psiquiátrico de ese pueblo, La Merced. Los enfermeros dicen que un día lo trajo un policía vestido de civil, que se negó a identificarse y a llenar los papeles que el caso requería. Sencillamente lo dejó en la puerta del hospital, como los padres perseguidos dejaban a sus hijos en la puerta de los orfanatos de película.
          Al principio nadie entendió qué le pasaba, por qué no hablaba. Los enfermeros hicieron de todo para conseguir que dijera algo, pero la respuesta siempre era un incómodo silencio. El psiquiatra fue determinante: autismo severo con nulas posibilidades de recuperación.
          Pasaron muchos años de medicaciones fuertes, hasta que los enfermeros observaron conmovidos cómo el Brasileño lloraba desconsolado ante el televisor, que mostraba a la selección argentina de fútbol dejar fuera del mundial a su par brasileña con un golazo del Pájaro Caniggia. Fue recién ahí que los empleados del hospital entendieron el verdadero sentido del mutismo del Brasileño: no sabía hablar castellano.
        El psiquiatra cambió el diagnóstico y la medicación sin ponerse colorado. Una de las enfermeras comenzó a estudiar portugués sin que nadie se lo pidiera, para poder comunicarse con el paciente internacional. De a poquito, el Brasileño fue soltando algunas palabras, pero sobre su historia no contó nada.
         Lo primero que dijo cuando la enfermera le preguntó en portugués si necesitaba algo fue: “Lápiz y papel...”, y luego en un susurro, “Y cigarrillos”. Con esos elementos, su semblante cambió completamente. De la usual mirada abstraída en la nada, comenzó a dibujar todo el día en su cuaderno. Todas las semanas había que conseguir uno nuevo. Los médicos estaban confundidos, no sabían si era un progreso o no.
         De lo que dibujaba, nadie tenía la menor idea. No lo mostraba. Un día, mientras dormía, un enfermero abrió uno de los cuadernos para ver qué encontraba. El Brasileño se despertó justo entonces y lo agarró del cuello hasta que se puso rojo como un tomate. Hicieron falta tres empleados del hospital y una jeringa para calmarlo. Después de ese incidente, lo guardaron tres semanas en el calabozo.
         Fue su compañero de cuarto, el loco Cardozo, como le decían en el pueblo, un veterano que llevaba más de dos décadas en el hospital, el que primero se dio cuenta de la naturaleza de los dibujos que había en esos cuadernos. Cardozo lo cuenta así: “Un día este chico se duerme sentado y queda el cuaderno así, abierto de par en par frente a él. Yo me acerqué despacito, imagínate, llevaba tres años viendo como el tipo dibujaba sin parar, sin poder ver qué es lo que hacía, me carcomía saber qué pintaba. Había unas cosas raras, pentagramas dibujados una y otra vez de la misma manera, partes de cuerpos humanos, animales salvajes..., incluso había escrito algunos pasajes de la Biblia”.
         La primera en acercarse fue una enfermera. Ella tenía experiencia con curanderas y creía saber distinguir en alguien un aura mística. Le pidió por su hija enferma. El Brasileño entendió a la perfección el ruego, aún sin entender la lengua. Le dijo, ahora sí en portugués: “Para recibir algo, hay que perder algo”. Le hizo un pequeño tajo en el antebrazo y volcó la sangre sobre uno de sus cuadernos. Después se hizo un tajo él mismo y dejó correr la sangre sobre el cuaderno para que cayera sobre la primera mancha.
           En dos semanas, la hija volvió a jugar en la plaza con el resto de los niños. Pero el pueblo es chico y los rumores corren rápido, la enfermera fue despedida del psiquiátrico por los directivos, que la culparon de alentar el delirio místico de uno de los pacientes.
         Fue alguien sin nada que perder el que se acercó después, otro interno del hospital que tenía un diagnóstico de esquizofrenia grave. Le pidió salir de ahí. El paciente tenía una hija de cinco años a la que no había podido conocer y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para salir. El Brasileño lo escuchó sin decir nada, solamente sonrió cuando el otro terminó el relato. En la sonrisa había espacios negros que delataban la falta de varios dientes, los que quedaban estaban totalmente amarillos, las encías le sangraban perceptiblemente. Aquella fue la única vez que alguien vio sonreír al Brasileño. Su interlocutor diría que jamás pudo sacarse aquella sonrisa de la cabeza. Pero a los dos meses, un enfermero lo vino a buscar para decirle que era libre de irse. Un juez había decretado su liberación inmediata.
          La bola se corrió y, en pocas semanas, hasta los directivos querían verlo para pedirle alguna cosa. El Brasileño nunca solicitó nada a cambio, sólo sus cuadernos y lápices para poder seguir dibujando, y cigarrillos, cajas y cajas de cigarrillos que fumaba uno tras otro sin parar.
         Un día, un vecino del hospital llegó hecho una furia. Estaba seguro de que el Brasileño le estaba robando sus gallinas. A empujones llegó hasta el comedor, donde todos los pacientes tomaban el desayuno. Justo cuando lo tenía enfrente, los enfermeros lograron pararlo y lo sacaron afuera. Algunos dicen que el vecino se paralizó al ver los ojos de su contrincante, y que por eso los enfermeros pudieron frenarlo. Lo cierto es que el Brasileño no se inmutó ni por un segundo. Se mantuvo tranquilo todo el tiempo, lo que ayudó a darle una cuota de misticismo a todo el incidente.
          En el pueblo se dijo que el Brasileño usaba gallinas para sus rituales. Que tomaba de su sangre y comía de su carne para obtener los poderes que necesitaba. Otros dijeron que arrojaba los huesos sobre una mesa y que podía leer el futuro a partir de la posición en que estos caían. Pero la mayoría estaban convencidos de que los utilizaba para ofrendarle al diablo carne fresca. Nadie tenía dudas de la naturaleza oscura de sus poderes.
         El cura del pueblo casi pierde la cabeza. En cada misa advertía sobre los peligros de lo que estaba ocurriendo en el psiquiátrico. Vociferaba contra aquellos que iban a pedir el favor de aquel “oscuro personaje” que “¡ni siquiera habla español!”. Pero cada vez más feligreses se acercaban al hospital a pedir la ayuda del “manosanta”. Problemas con el alcohol, con el juego, de pareja, nada estaba fuera de su jurisdicción. El Brasileño escuchaba a todos sin decir una palabra. Casualidad, magia o placebo, la mayoría de las personas que lo visitaban obtenían lo que querían.
         Una noche el psiquiátrico quedó extrañamente vacío. Cerca de la medianoche, acompañado por un hombre de confianza, un candidato a intendente se acercó hasta el hospital. Nadie sabe bien qué pasó, pero de una semana para la otra, una provincia históricamente radical se transformó en peronista.
         De manera casi imperceptible, el Brasileño comenzó a ponerse pálido, de su contextura flaca habitual pasó a estar en los huesos. Algunos incluso dicen que perdió un par de dientes más. Seguía fumando y dibujando, y recibía a todo aquel que lo quisiera ver.
         Casi seis meses después, el paciente que había sido liberado volvió a ser encerrado en el hospital. Su hija había muerto de una extraña enfermedad y él tuvo una recaída importante. Se lo veía deteriorado: tenía las ojeras pronunciadas y un temblor nervioso en las manos. La misma noche en la que llegó, intentó asesinar al Brasileño. Esperó a que se durmiera y quiso ahorcarlo hasta la muerte. No lo logró por la intervención de dos robustos enfermeros que hacían guardia aquella noche.
          Al juez le explicó que por culpa del brujo, su hija había muerto. Al Brasileño intentaron interrogarlo pero no hubo caso, no respondió ni cuando le trajeron un traductor. Desgarrado por el dolor de la muerte de su hija y de la venganza frustrada, el ex paciente esquizofrénico ahora cumple su pena en una prisión común. El juez lo declaró un peligro para sí mismo y para terceros.
         El Brasileño no volvió a recibir a nadie ni a dibujar. Sólo fuma cuando alguien le convida un cigarrillo. Ahora pasa sus días mirando a la nada, apenas come y no habla con nadie. La granja del vecino vuelve a tener gallinas.


Mauro Cipolletti
* Nació en 1994 en Catamarca, una provincia del noroeste argentino. Se licenció en Ciencia Política por la Universidad Católica de Córdoba en 2018 y ha trabajado como asistente técnico del Ministerio de Planificación de Catamarca. Ha publicado notas sobre política internacional en el diario El Ancasti y en la Agencia de Noticias Paco Urondo. Además, dirigió el blog “Un Mundo en Llamas” hasta 2021 y es co-creador del podcast “El Cohete a la Puna”. También colabora con Radio Nacional Catamarca. Finalista del IV Concurso Litteratura de Relato.

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